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Destruir a Venezuela

Por Leandro Grille.

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En apariencia, la oposición venezolana se moviliza para provocar la caída del presidente Nicolás Maduro y el cambio de régimen. No ofrece una alternativa política ni un conjunto de demandas parciales para la negociación. Como estrategia, la insurrección sólo tiene sentido si las condiciones tanto internas como externas resquebrajan las bases de sustentación del gobierno o permiten una solución militar. De otro modo, un alzamiento desigual contra la fuerzas del régimen va derecho a la derrota. No es un problema de principios ni una vacilación teórica: es el fundamento último del Estado y su pretensión monopólica del uso de la fuerza. Si el gobierno está entero, si las instituciones le responden, si las fuerzas armadas son leales, no hay chance de hacer caer un presidente con marchas y campañas publicitarias. Mucho menos si ese presidente ha sido electo constitucionalmente, está cumpliendo su mandato legal, y las próximas elecciones generales son el año que viene. En su discurso en el Paraninfo de la Universidad en 1961, el Che dejó claro que mientras hubiese condiciones para expresar ideas, para la lucha política de forma pacífica, la violencia política no debía utilizarse. Ese razonamiento se puede aplicar a cualquier movimiento que adverse al Estado, incluso si ese movimiento pertenece a la derecha, porque la clave por la que otra estrategia fracasa no depende del contenido ideológico del bando que pugna, sino de las condiciones reales que hacen posible cambiar un régimen por la fuerza. La oposición venezolana no tiene ninguna posibilidad de hacer caer al presidente Nicolás Maduro de esta forma. Es más, como su estrategia de movilización es inconducente a los ojos de las grandes mayorías, aun cuando les asistiese una razón de fondo, una estrategia de incendiar la pradera no puede hacer otra cosa que disminuir su apoyo. La gente puede estar a favor de un reclamo y no aguantar el método. La gente odia la violencia, el desorden, la inestabilidad y la furia. Puede admitirla cuando es obligatoria, pero no cuando observa que existen alternativas. Y en el caso venezolano está claro que hay alternativas, comenzando por la Asamblea Constituyente, que ya fue convocada e implica un proceso de elección de sus integrantes, y continuando con las elecciones generales del año que viene, en las que se elige presidente. Pero además, los venezolanos saben que la oposición no está silenciada. De hecho, a juzgar por el alcance local y mundial de los discursos que se producen en Venezuela, el que está silenciado es el gobierno, porque los líderes opositores tienen a su disposición los medios de comunicación más importantes del mundo occidental las 24 horas del día, las cancillerías de los gobiernos más poderosos del mundo, y un canciller propio: el secretario general de la Organización de Estados Americanos, Luis Almagro. Si no puede triunfar así, ¿por qué sus líderes han decidido este camino a sólo un año y pocos meses de las elecciones? Para responder esa pregunta no hay que mirar dentro de Venezuela, hay que mirar dentro del Departamento de Estado de Estados Unidos, porque sólo en un gran empeño de ingenuidad se puede ignorar que el poder real de Estados Unidos ha concedido su visto bueno a esta estrategia, si es que no la ha impuesto. Y Estados Unidos sabe que la oposición venezolana no puede triunfar. Porque aun cuando mataran al presidente, única forma en la que Nicolás Maduro dejaría el poder antes de cumplir su mandato, las consecuencias posteriores no serían de un alineamiento de las instituciones detrás del usurpador, sino una verdadera guerra civil. Una guerra civil en la que el grueso de las fuerzas armadas respondería al chavismo, y las posibilidades militares de la oposición son inexistentes. ¿Por qué quiere Estados Unidos este desenlace, cuyo saldo sería trágico en vidas? Sólo hay una respuesta posible: Estados Unidos no quiere cambiar el régimen venezolano, y deponer a sus autoridades, Estados Unidos quiere desintegrar el Estado venezolano. Convertirlo en Libia o en Irak. Ese es el modelo que propone para los países petroleros donde no gobierna un títere. Sabe que después de destruir el gobierno y aniquilar a sus dirigentes políticos, lo que viene es una guerra insalvable, un Estado fallido, y que eso es exactamente lo que requiere para quedarse con el petróleo. No importará si el país se desangra, si hay millones de víctimas y desplazados, si tarda décadas en recuperarse algún tipo de estabilidad. Eso es irrelevante para los fines que persiguen. La guerra civil no es el cómo para llegar al qué: la guerra civil y el consecuente desmembramiento del Estado venezolano es el objetivo del Departamento de Estado, ahora que ya no existe y no existirá más la posibilidad de sostener un régimen de expoliación con talante democrático, porque se puede matar a los líderes del chavismo, pero el chavismo es una identidad que persistirá por siglos en ese país. Para Estados Unidos, una guerra civil en Venezuela es un escenario inmejorable. Colombia es una semicolonia, aunque se pretenda una nación soberana. Tiene siete bases militares y tropas desplegadas en su territorio. Cuenta allí con un poderoso ejército que le obedece, y grupos paramilitares armados. Para colmo, el Estado y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia han firmado la paz, lo que permite a las fuerzas colombianas, las mejor preparadas de América del Sur, concentrarse en otros objetivos. Estados Unidos cuenta con un gobierno marioneta en Brasil. Toda la operación para destituir a Dilma Rousseff requirió el apoyo y la cobertura de agencias estadounidenses, como reveló Julian Assange. Brasil y Colombia son las dos fronteras más importantes de Venezuela. Sin embargo, el gobierno de Brasil es débil. Michel Temer y Aécio Neves no pueden sostenerse más y, por el contrario, Lula, al que ni siquiera el juez Sérgio Moro pudo probarle nada, será nuevamente presidente tan pronto como haya elecciones. Esta es la ventana que tienen, y por eso el apuro es máximo y la violencia es mucha. El imperialismo estadounidense, que no es Donald Trump, un hombre al que probablemente también hagan caer las propias agencias estadounidenses antes de que complete un año de mandato, necesita resolver la cuestión venezolana cerrándole el paso a toda configuración progresista en América Latina, ya que si se precipita la crisis institucional en Brasil, esto podría llevar a la presidencia del país norteño, en plazos muy breves, al mismísimo Luiz Inácio Lula da Silva. Estamos asistiendo a circunstancias históricas que tal vez no habíamos previsto. La voracidad de Estados Unidos, dispuesto a devorarse como sea los recursos naturales de América Central, el norte de América del Sur y el Caribe, no ha de detenerse ante límites geográficos nacionales, ni ante instituciones, ni ante peculiaridades nacionales, políticas o culturales. Los yanquis se proponen incendiar la pradera, destruir los estados nacionales, arrasar las instituciones y fragmentar pueblos, ejércitos y culturas para ejercer su dominación. Como en Irak, Sudán, Libia y Burundi, quieren convertir a Venezuela en hordas disputándose el poder. No digas que no te avisé.  

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