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El renunciante

Por Leandro Grille.

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El diputado Gonzalo Mujica anunció que dejará la banca que obtuvo por el Frente Amplio, organización de la que se escindió luego de varios zigzagueos internos. Aparentemente, luego de hacerle un par de favores más a la derecha, se acogerá a la jubilación y se irá a su casa, salvo que algún proyecto republicano y opositor reclame su concurso, algo en extremo improbable. Aunque debería haberlo hecho antes o, por lo menos, debería devolver la banca de inmediato a quien legítimamente pertenece –el Movimiento de Participación Popular–, la decisión anunciada es la correcta.

Para fundamentar su despedida ha recurrido a un argumento curioso, pero en línea con su impostura de moralidad. Resulta que Mujica ahora quiere dejar la banca porque tiene sospechas sobre las formas de financiamiento de la campaña electoral de la lista 609. Esa presunción sería la causa de su incomodidad. A Gonzalo Mujica le molesta ocupar una banca obtenida por un sector en cuya campaña se habrían utilizado fondos que él considera de procedencia sospechosa. Pero así como manifiesta esta prevención ante supuestos delitos no probados, nunca pareció incomodarle ocupar una banca cuyos votos definitivamente pedían otra cosa.

En mi opinión, la pregunta obligada ante esta situación y su posible motivo es a quiénes creen representar los legisladores. Porque como están las cosas, parece que para Gonzalo Mujica es más importante quién pagó el spot de campaña que quiénes lo votaron, lo que, de algún modo, nos dice algo sobre su consideración profunda sobre la fuente real de legitimidad en cuanto representante. Es completamente admisible que un legislador no puede actuar de acuerdo al estado de opinión de sus votantes al momento de votarlo. En primer lugar, porque no los conoce. En segundo lugar, porque los votantes no se conocen entre sí –sólo para una banca de diputados se precisan como 20.000 votos–, y nadie puede asegurar que los votantes lo hayan votado por lo mismo ni que piensen de la misma manera, y aunque así lo hicieran, los votantes pueden cambiar de opinión en el tiempo tanto o más que un legislador. Con esto es claro que ningún representante puede expresar por siempre y para siempre el estado de opinión al momento de votar de los ciudadanos que lo eligieron. Pero justamente para sortear este escollo inevitable y evitar, en lo posible, que la representación suplante la voluntad popular y, en el peor de los casos, la tergiverse o desconozca, existen los movimientos políticos organizados, a cuyo programa y resoluciones siempre podemos remitirnos en términos generales, y a la dirección política cuando se trate de asuntos sobrevinientes.

Una democracia representativa no puede basarse en la persona sino en las organizaciones. Es en el seno de ellas donde los electores, que son siempre muchísimos más que los elegidos, pueden intercambiar posiciones y discutir cursos de acción política. Tampoco constituyen el grueso de los adherentes, pero las organizaciones proponen un mecanismo abierto para que la sociedad participe, diga, exprese, tome posición y hasta se caliente. Por eso es tan importante que los legisladores adscriban al mandato que emerja de las organizaciones por las cuales son elegidos. Y si en algún momento consideran que no pueden acompañar ese mandato por principios o convicciones ineluctables, entonces entreguen la banca a la organización, que es el verdadero depositario de legitimidad. Sobre todo cuando el legislador es uno más de una lista que no encabeza, porque allí es todavía más claro que los votos que le permitieron acceder no eran para él, en tanto individuo, sino para el proyecto en el que participaba o el liderazgo al que reconocía.

Debería analizarse plasmar en la ley alguna idea de este tipo. Darle un soporte legal y formal que permita que las organizaciones tengan mayor control sobre sus legisladores. Esto no significa que el representante deba ser un vocero que siga a pie juntillas los mandatos de un comité ejecutivo, pero al menos las organizaciones deberían poder reclamar la banca cuando los legisladores se apartan de las definiciones políticas sustantivas. Nada nos dice que sea el legislador y no la organización la que esté desoyendo a sus votantes, pero es mucho más improbable, porque la organización está atravesada por la militancia, y la militancia es voluntaria, abierta, libre y, la más de las veces, mucho más representativa que ningún representante.

Se podría objetar que una disposición así le quitaría dinamismo al sistema político, premiaría la anuencia en lugar del debate e impediría que surgieran nuevas figuras. Son riesgos que se pueden correr, como también se corren riesgos cuando se establece una cuota o alguna iniciativa que intenta mejorar la representatividad de los representantes. Pero es mucho peor observar cómo personas que son elegidas porque se supone que adhieren a un conjunto de ideas y definiciones, graciosamente se dan vuelta, cambian de bando, saltan tranqueras, en horrendas expresiones de oportunismo, siguiendo encuestas, posiciones personales, especulando con cargos, recursos o tapas de diario y minutos de televisión.

Son esas las pequeñeces que habitualmente definen para los que optan por ese camino ominoso. Ellos creen que esos pequeños motivos y miserias constituyen el elemento más decisivo de la democracia. Para ellos vale más un minuto de informativo que una actitud consecuente y anónima. Vale más que te entrevisten en El País, que te inviten a los shows, que te ofrezcan espacios en las radios, que mantener una posición más humilde, pero más cercana a la gente que te votó, haciendo política en el territorio, en los barrios, en los comités, y discutiendo tus diferencias en los ámbitos que todas las organizaciones destinan a eso. Por eso son capaces de subirse a cualquier tren y de convertirse en corchos para flotar en cualquier océano. Traicionan a sus votantes, a sus organizaciones y hasta las ideas que los conmovieron toda la vida, plegándose a la política-entretenimiento, vacía, sin causa, sin propósito, sin nobleza ni épica ni heroísmo. Pero, al final de cuentas, siempre fracasan, porque, más allá de los medios, los analistas, los escaparates de la realidad y las pantallas de la ilusión, como escribió Milan Kundera, “la vida está en otra parte”. Y esa otra parte subterránea, que no iluminan las luces del Estado, ni olvida ni perdona.

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