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Especial Bocha Benavides: Benavides y mis amigos poetas perdidos

Por Eduardo Milán.

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Por Eduardo Milán  

  1. “Nunca salí de nada”. Así termina Enrique Lihn uno de los poemas latinoamericanos que más me gustan y se titula ‘Nunca salí del horroroso Chile’. Y es que no sé si uno sale de algo por completo, si uno sale de la cárcel por completo (en el caso de los presos políticos) o, en el caso de los edípicos del mundo, si alguno ha logrado salir por completo de su madre. En México, un “salido de madre” es un tipo que se pasó de listo.

Escribir sobre alguien querido, alguien que ha tenido que ver hondamente con uno en un momento crucial de su vida -la adolescencia, la cárcel del padre y, en otro nivel, el de la poesía, con la muestra de algunas de las cartas de triunfo en esa gran pérdida producto de esa otra gran pérdida que es la vida- corre el riesgo de estar escribiendo sobre uno mismo. Me gustaría escribir sobre Benavides ahora, en el momento de su muerte, sólo sobre Benavides, sin mí. Como un acto puro. No puedo. La muerte de Benavides me agarra en medio, literalmente, de un temblor -de la resonancia de un temblor, el que ocurrió en México el 19 de setiembre-. Eso me hace pensar en la lógica del trauma que suma el efecto de un trauma anterior. Este temblor, 32 años después, pero el mismo día que el de 1985, suma su efecto a aquel. Por eso parece mayor. La pérdida de Benavides me lleva a la pérdida de Salvador Puig, que me lleva a la pérdida de Jorge Medina Vidal, que me lleva a la de Eduardo Darnauchans, que me lleva a la primera en la lista de mis amigos poetas perdidos en Uruguay desde que no estoy, la de Juan Carlos Macedo. La muerte de Benavides es una condensación, como la poesía para los orientales y para Ezra Pound, una admiración que me dura toda la vida y que me la pasó Washington Benavides: “Poesía=dichten=condensare”, dicen los poetas concretos de Sao Paulo; decía Pound, que lo tomó de Ernst Fenollosa, el sinólogo que está en la punta de este encadenamiento.  

  1. Conocí a Benavides en el liceo de Tacuarembó. Creo que fue mi profesor en el liceo y en preparatoria, pero no me acuerdo bien. Tampoco recuerdo bien la fecha precisa, ni siquiera el año. Sé que fui a dar a la casa de Benavides, donde fueron a dar otros amigos como Darnauchans y Cunha. Siempre que me refiero a Benavides, me refiero a una característica tan rara ya en la vida actual y entre la gente actual que parece algo anacrónico, relativo a otra especie. Un profesor de literatura -y esto es casi una metáfora- abre las puertas de su casa a una serie de adolescentes (tampoco éramos muchos, unos tres o cuatro) que vivían en una ciudad del interior de Uruguay, famosa por su -más que economía- alma agropecuaria. Es decir, una cosa muy elemental y, en aquel momento, completamente reaccionaria. Es célebre entre nosotros -no creo que en Tacuarembó- la quema de un libro de poemas de Benavides en una plaza de Tacuarembó por un grupo de acalorados vecinos “buenos”, es decir, lo peor de la especie cuando encarna su faceta ridícula.

Me acaba de decir por e-mail mi hermana Margarita, la que se exilió en Noruega, que estuvo en Tacuarembó el año pasado y aquel pueblo-ciudad ahora es una playa de estacionamiento, a dos autos por familia, más o menos. No sé de donde sacó la estadística. Pero el pasaje de una economía vacuno hortalizante a la era del automóvil, cuya nostalgia fordista muchos echan de menos hoy en medio del “capitalismo del desastre” (Naomi Klein), me resulta un milagro tacuaremboense digno de la presencia de Benavides, justo allí, tan caído allí como Bowie en la tierra (y en la película de Nicholas Roeg). Que te quemen un libro en una plaza es lo contrario de una afrenta, es un homenaje al no-lugar de la poesía, un tema que me obsesiona desde que empecé a escribir y que a la menor provocación lo traigo a cuenta. No importan los premios municipales o del Ministerio de Cultura uruguayo, ni siquiera importa el Nobel, ni menos las becas que te permiten escribir (como a mí). La poesía no tiene lugar. O sea, a Benavides la gloria lo acompañó desde temprano, la gloria como el reconocimiento de lo que uno es. Y así, Benavides nos abrió la puerta de su casa. Era la década prodigiosa de los 60. No duró mucho aquel oasis. Con mis amigos Carlos da Silveira y Gustavo Baisón formamos un grupo de rock. Y a Benavides no le gustó mucho la idea, no sólo porque cantábamos algunas canciones en inglés. Creo que a Benavides no le gustaba mucho el rock. Cierto que admiraba a los Rolling Stones -creo que era el grupo que más admiraba y esto es muy raro: en el Nacional-Peñarol uruguayo, la hinchada se inclina siempre por los Beatles-. Me acuerdo de un poema de Benavides que empieza así: “La voz amigdaliana –Saint-John Perse dijera”. Y no recuerdo más. Era un homenaje a Mick Jagger. Y en seguida venía, como una característica ya de las poéticas de Benavides, una comparación del ícono musical -de su lugar, en realidad- con la posición social de los más desvalidos y “desfavorecidos” (uno de esos eufemismos repugnantes con que el lenguaje cotidiano nos premia, como si el capital fuera un repartidor o un escamoteador de favores). Le gustaba Dylan. Y le gustaba Dylan porque estaba ligado a lo que se llamó “canción de protesta” en sus orígenes neoguthrianos. Pero a partir de ‘Like a rolling stone’, es decir, cuando Dylan enfrenta su “buena conciencia” anterior y se enfrenta a sí mismo y a gran parte de sus seguidores en Estados Unidos y el mundo con su electrificación tanto musical como mental, ya no sé si le siguió gustando. En esos pocos años que van aproximadamente del 65 al 67, Benavides puso a nuestra disposición una selección muy fina de la cultura de una época especialmente arriesgada. Esto fue antes del 68, cuando ya cambió la cosa y empezó la restauración dura de la ideología capitalista. “Se acabó lo que se daba/que era nada. Y es por eso/que la carencia en exceso/también sobra”, decía, brillante, Severo Sarduy en una de las mejores descripciones de una época como la de los 60.  

  1. Hay dos libros que me impactan sobremanera de la producción poética de Benavides: Las milongas y Hokusai. Escribí muchas veces ensayos breves sobre Benavides, además de los dos poemas que le dedico en un libro de 1974, Secos & Mojados. No sé si mi gusto fue variando con el tiempo. Pero esos dos libros se afirman cada vez más en mi gusto.

Las milongas, porque en este momento de recoverización del arte mundial, un libro formalmente tradicional que se vuela la barda de la tradición para hablar en una voz ausente, una especie de migrante espectral del mundo de las cosas inmediatas con muy fina capacidad de penetración en la vida cotidiana que es vida campesina, una voz de campesino global, me parece un libro único. Y en Hokusai se cifra una segunda poética de Benavides -si Las milongas es la primera-: la de enmascaramiento poético en la cultura poética, en el que se arma un diálogo entre un poeta dislocado en el interior de un país dislocado -en aquel momento, fecha de publicación del libro, 1984-1985- por la dictadura militar y los pares dialógicos que ha elegido: John Donne, los orientales del Oriente del mundo, no del río, los provenzales y, sobre todo, como figura emblemática del arte todo, ese japonés, Hokusai, condensación de la duración en el tiempo de un oficio donde el tiempo, al contrario de marchitar, hace florecer. Un tiempo de perfección alcanzada como una dádiva del tiempo mismo a los que se le consagran por encima de todo y sin temor de lo que el tiempo realmente implica: pérdida y gasto. Peleamos por el tiempo cuerpo a cuerpo, no contra el tiempo, contra los ladrones de tiempo, ni contra el cuerpo: contra el capital. En Hokusai no aparece ni una vez la palabra capital. Pero siempre está presente, sin ser poesía política. Benavides es un poeta con conciencia social. Fuera de ese ámbito inmediato no creo que le interese la cosa. No es un poeta preocupado por la historia. Ni por su discurso ni por su profecía. Se sitúa -o pretende- situarse más allá de ella. Sin embargo, no es un poeta esencialista en cuanto al tratamiento del lenguaje. Es un poeta contra toda vaguedad. Es preciso, micrológicamente. Su confianza en el lenguaje poético es total. Y su entrega a él, completa.  

  1. Dejé de verlo y no supe más de sus libros, aunque siempre supe de su persona. Me mandaba, de tanto en tanto, poemas. El último que me envió fue ‘Rap de la zanja’. No sé si lo vi en 2004 cuando murió mi padre. Estoy viendo una foto que nos tomó Nené, su mujer, y me parece que es de 2001: Benavides con su mate en la mano y mirando para abajo, y yo, a su costado, también mirando para abajo. ¿Qué estábamos mirando, Nené? Lo había visto antes en 2001, creo, cuando le dije que lo había incluido en una antología de poesía en lengua castellana, Las ínsulas extrañas (2000), que hicimos José Angel Valente, Blanca Varela, Andrés Sánchez Robayna y yo. Al otro gran poeta uruguayo que quería en la antología era Jorge Medina Vidal. Y entró. Fueron mis dos profesores, uno en el liceo y el otro en Facultad de Humanidades. Tuve suerte con ellos. Aprendí.

     

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