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La carcajada de Sharon Stone

Por Marcia Collazo.

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Caras y Caretas Diario

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Ya sabemos que el mundo parece haber explotado en torno a estas cuestiones; los nuevos movimientos de denuncia del acoso sexual andan haciendo estragos, de los buenos y también de los malos. El más famoso es, por ahora, me too. Y los ánimos, claro, están tan sensibilizados como exaltados. Por estos días no dejan de aparecer las más variadas repercusiones de las denuncias conocidas como los escándalos de Hollywood, por un lado, y del manifiesto de las 100 personalidades francesas, todas mujeres, que reaccionaron contra ciertos aspectos de dicha situación, por el otro. Poco después apareció la voz de una reconocida escritora, la canadiense Margaret Atwood, quien se atrevió a alertar contra los excesos de una actitud radical. Recordó el stalinismo y otras cacerías famosas, y dijo que en tales casos la sola acusación pasa a ser sinónimo de culpabilidad. Hay otros giros, también, mucho menos predecibles, que ya no se vinculan con las denuncias ni con los movimientos en sí, sino con lo que podríamos llamar las nuevas narraciones del mundo y de sus entes. La expectación del público en torno al relacionamiento sexual, sus implicancias y sus más o menos previsibles derroteros parece ser muy grande. Acaba de aparecer, en ese contexto, un fenómeno que algunos han tildado de literario, pero que tiene más de una interpretación. Una estadounidense de 36 años, llamada Kristen Roupernian, publicó un cuento breve en New Yorker, en diciembre, y en cuatro días el relato se viralizó: llegó a compartirse 100.000 veces, nada menos. Se trata, como dije, de un cuento corto; no tiene más de 7.000 palabras. Pero lo interesante, lo que podría constituir toda una materia de investigación, más allá del contenido del relato, son las posibles interpretaciones sobre su desmesurado impacto. Una de las consecuencias de dicho impacto fue, de entrada, el insólito enriquecimiento de la autora que, por supuesto, ha dejado verdes de envidia a todos o a casi todos los esforzados narradores a quienes les tocó nacer y vivir en sitios mucho menos glamorosos. Roupernian llegó a obtener muchísimo dinero en pocos días. Primero compró el libro -ya no un sólo relato, sino varios, agrupados bajo el título Sabes que lo quieres– una editorial británica, por una suma cercana a las 750.000 libras. Enseguida salió a subasta la obra en Estados Unidos -una práctica habitual entre editoriales, para pujar la compra de derechos- y ahí se superó el millón de dólares. A esta altura cabría preguntarse qué dice la autora en su cuento (titulado ‘Cat Person’), y en los restantes relatos del ya famosísimo libro, como para haber despertado semejante interés. Dice -y aquí es donde su historia se conecta con los movimientos de denuncia sobre acoso sexual, con la expectativa pública ante estos temas y con el aprovechamiento por parte del mercado editorial-, o mejor dicho describe las peripecias de una mujer llamada Margot, que se pone a chatear con Robert, un hombre de 34 años. Aclaro que no he tenido acceso directo al cuento, de manera que me limito a transcribir elementos sobre su trama que he leído al respecto en algunos artículos de internet. Margot y Robert concretan finalmente una cita, pero ella queda decepcionada de entrada. Ya el primer beso es horrible, casi agraviante. A ello siguen desastrosos momentos, mediados por las dificultades de Robert para consumar el acto sexual y por su porfiada negación de tales desgracias. Margot se despide de Robert con la firme intención de no volver a verlo, pero entonces comienza el acoso. Él le envía mensajes, se ofende, la increpa; el tono va in crescendo y el relato se cierra con la palabra “puta”. Roupernian declaró que la inspiración para escribir el cuento le vino de una experiencia personal tan desastrosa como la que padece su personaje. Queda en evidencia el poder de la realidad para impactar en la ficción; pero también el de la ficción para incidir en la realidad. Cabría preguntarse además (tal como se lo preguntan todas las filosofías del lenguaje) qué fue antes, si la narración de una vivencia o el contexto puro y duro de esa vivencia, que cada ser humano experimenta, y que luego podrá expresar o no en lenguaje. A veces las cuestiones más simples son las que logran calar más hondo en el ánimo de la gente y reproducirse en ese imaginario colectivo del que se nutren toda ficción, toda realidad y -al final- toda historia. Algo de eso será lo que ha ocurrido con este relato de Kristen Roupernian, caído como una gota de agua en un desierto y también como una pedrada en un charco, según la perspectiva del observador. Tal vez el relato habría surgido, de todos modos, existieran o no existieran los actuales movimientos de denuncia de acoso sexual; tal vez, incluso, sean muy necesarios otros relatos como este, desde el punto de vista literario, narrativo, ficcional y comunicacional, pero también desde el prosaico punto de vista humano. Sin duda es perfectamente legítimo utilizar ese tema como material de una obra literaria, del mismo modo que se han usado tantas otras ideas, situaciones y escenas de la vida humana que suelen suscitar dolor, angustia y sentimiento de injusticia. Simplemente, no termino de entender cómo es posible que se paguen casi dos millones de dólares, en menos de un mes, por un libro de cuentos de una autora hasta ese momento desconocida, a quien además ya le fueron comprados los derechos anticipados de una novela que no sólo no ha escrito, sino que ni siquiera ha imaginado. Me pregunto si eso tiene que ver con la calidad literaria, o más bien con el contexto y la expectativa de las que hablé antes. Y no estoy diciendo que Roupernian escriba bien o escriba mal; al fin de cuentas, no siempre es fácil captar en qué lugar está situada la línea divisoria entre lo que podría calificarse como buena o mala literatura. Repito que, además, ni siquiera he podido leerla. Cierro estas reflexiones con otra paradoja, la del absurdo que encierran ciertas interrogantes y actitudes relacionadas con el asunto del acoso sexual. Hace poco, en una entrevista, se le preguntó a la actriz Sharon Stone si alguna vez había padecido ese tipo de persecución. Ella no pudo contestar, porque se lo impidió la risa. Prorrumpió en una carcajada interminable, una de esas que a ella le salen tan bien, aunque en el peculiar encuadre en que se produjo, a mí me sonó muy auténtica. Al final, respondió. Dijo al joven periodista -que, por cierto, la miraba con un vago fastidio, tal vez porque esa risa le estaba diciendo alguna cosa no muy agradable- que hacía 40 años que estaba en “el negocio”. Que no había entrado a la industria del cine con credencial ni con padrino alguno; que era sólo una chica de Pensilvania. Pero ¿usted qué cree?, remató. ¿En esa situación, en esos años, con mi apariencia? ¿Usted qué cree? Y si no lo dijo así, fue casi de ese modo. Hay preguntas que se responden solas. Hay también movimiento, cambio y transformación de ideas. Hay historias y hay historia. Hay velos y muros que se caen. Hay relatos que, en su temática e incluso en su obviedad, pueden suscitar reacciones y resultados que, si no fueran muy reales, uno catalogaría de locura rematada o de simple y llana ficción.

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