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Media vuelta a la derecha, marche…

Por Leandro Grille.

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Caras y Caretas Diario

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En la temporada de verano son pocos los políticos del Frente Amplio (FA) que hablan de política y menos todavía los que se atreven a decir algo de izquierda. Entre nosotros, los pasionales de esta sensibilidad, cuando no abunda la liviandad y la autocomplacencia, muchas veces sobresale lo contrario: una actitud negativa y desertora que oculta tras la sagacidad de la crítica la resistencia a comprometerse y asumir las responsabilidades. Así, entre los que se jactan del número de turistas como si los logros de 12 años de gestión incidieran linealmente en la afluencia de bañistas a nuestras playas, y los que, por el contrario, se atreven a llamar tarifazo a un aumento de los servicios que no alcanza el índice de precios o acusan al gobierno nacional del fallo absolutorio de la Justicia italiana sobre el Plan Cóndor, discurren los días de enero esquivando el problema central de la izquierda: su deriva hacia una conformidad centrista, amortiguada, de ondulaciones suaves como el paisaje del país, que no entusiasma a nadie y pierde gente todos los días.

No importa lo que digan las encuestadoras. Sabemos que ya no son gurúes confiables. Hasta la fecha no han logrado evolucionar metodológicamente para acompasar los cambios de la sociedad. Si antes le erraban por encargo, ahora le erran incluso cuando no lo pretenden. Y todavía no saben cómo explicarlo. No saben si la gente miente más, si la gente canta errado por jorobar o por miedo y, peor aún, si el que miente su intención lo hace con sesgo: ¿ocultan más sus adhesiones los que votan a la izquierda o a la derecha?; ¿miente más el votante oficialista o el opositor?; ¿los hombres o las mujeres?; ¿los viejos o los jóvenes?; ¿los urbanos o los rurales?; ¿los pobres o los ricos? Y cómo se combinan las variables para el embauque: ¿cómo se distribuye socialmente el votante orgulloso y el voto vergonzante? ¿La gente es más sincera y auténtica cara a cara con el encuestador, o en las redes sociales?

En suma, las encuestas ya no sirven como instrumentos para medir el estado de preferencias electorales y, tomadas de a una, carecen de todo valor. Sin embargo, si se analiza el conjunto de todas las encuestas de opinión pública a lo largo del tiempo y se soslaya la medida más arriesgada de las candidaturas, se puede leer algunos grandes fenómenos. En particular, salta a la vista uno trascendente: el FA hace dos años que pierde intención de voto que la derecha no capta. De acuerdo con los últimos números (enero de 2017, Opción Consultores), el FA habría perdido la mitad de sus potenciales votantes en los últimos 30 meses –más de 500.000 personas–, de las cuales la derecha (blancos, colorados, independientes y ¿gentistas?) no logra arrimar una.

Este fenómeno que se registra en cada medición no anticipa una derrota electoral. Porque no va a producirse una escalada antológica del voto en blanco hasta llegar a los 40 puntos que permita que los conjurados alcancen el gobierno así nomás, sin sumar. Todos esos ciudadanos que hoy manifiestan que no saben, no contestan, liderados abrumadoramente por los desencantados del FA, van a resolverse por algo. Y acá se abre un territorio de especulación y conjeturas que orientan algunas definiciones de los dirigentes de la izquierda. ¿Cómo se consigue captar a ese sector de la ciudadanía? Y, ya de paso, cómo se consigue recuperar el voto 50 en la Cámara de Diputados, el que se fue por la derecha y se vistió de principismo republicano.

Según el Flaco Óscar de los Santos, el FA tiene que insertarse en un espacio más amplio que refleje, además, una alianza de clases más extensa. No es posible que los “emprendedores”, los comerciantes y sectores importantes de las clases medias le tengan rechazo al FA. En su discurso resuena la experiencia del viejo Encuentro Progresista, y algunos dicen que Pepe Mujica y otros dirigentes del Movimiento de Participación Popular ven con simpatía una exploración con reminiscencias de Frente Grande.

El debate es un poco de otro tiempo. Ya pasamos por ahí, y es probable que esa estrategia ya haya dado de sí todo lo que podía. Pero entre los que quieren ampliar la cancha y los que quieren dejarla como está, antes de seguir hay que evacuar una incógnita primigenia y elemental: ¿el camino para crecer es que cada vez haya más gente que simpatice con la izquierda –verbigracia: crear conciencia– o que la izquierda se vaya cada vez más a la derecha –renuncia ideológica y programática–?

No es una pregunta trivial. En los hechos, esa incógnita se refleja en la gestión cotidiana. Pero claramente la tesis dominante en el seno del gobierno es la segunda, que podríamos llamar “tesis de la actualización ideológica”. Esto no significa que modernizar el pensamiento siempre sea derechizarlo; por el contrario, el mundo de hoy, sacudido por las consecuencias de la globalización neoliberal, amenazado por el nacionalismo racista y de ultrarricos, que ya gobierna países como Estados Unidos y progresa en Europa, un mundo en el que ocho hombres concentran la riqueza de 3.500 millones de personas, exigiría una izquierda rupturista y radical. Pero no podemos ser ingenuos: en nuestra comarca, “actualizar” es siempre diluir, derechizar, asumir las posiciones “sensatas” que se supone que asumen los que no se quedaron “anclados en el pasado” ni leen la realidad con “anteojeras ideológicas”.

Ahora bien, el problema de la estrategia de desdibujarse es el que revelan las encuestas: cada día perdemos gente. Gente que no tiene cargo alguno y cuya voz no se conoce, pero que evidentemente existe y es un montón. Es el montón dominante. Y deberían ser el centro de nuestros desvelos. Esa multitud que aspira a cambios más profundos. Es muy comprensible el razonamiento del Flaco De los Santos, preocupado por lograr desarrollar lo que queda del gobierno y obtener una victoria sustentable en 2019, con mayoría de votos en ambas cámaras. Pero ese rumbo que postula no puede llegar a buen puerto, porque el FA ya no tiene margen para dejar nuevas banderas: ya dejó demasiadas. Cada resignación es una sangría. Una sangría huérfana de representación.

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