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El viajante, de Asghar Farhadi

Rana y Emad

El cineasta iraní Asghar Farhadi –director de la excelente La separación, de 2011– es una figura fundamental en el actual panorama del cine de autor. Aunque parcialmente malograda en algunos puntos de su desarrollo y en el final moralizante, El viajante, última ganadora del Oscar en el rubro mejor película extranjera, es una imprescindible muestra del excelente y punzante cine iraní.

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Por A.L. A pocos meses de la última ceremonia de los Premios Oscar, y ya con sus estridentes ecos algo apaciguados, llegó a la cartelera montevideana El viajante (2016), galardonada como mejor película extranjera. Se trata de la ficción que le valió la segunda estatuilla en esta categoría al cineasta iraní Asghar Farhadi –la anterior fue por La separación, en 2012–, y la que puso su nombre en la primera plana de las protestas contra la política migratoria de Donald Trump. La historia mediática es bien conocida: Farhadi no estuvo presente en la ceremonia y su mensaje se sumó a otros tantos que le pegaron duro al “blanco-malo-racista-xenófobo-homofóbico-facho” que llegó al sillón mayor de la Casa Blanca. Por cierto, no faltó quien hiciera especulación más evidente –sobre todo después de ver la película y notar las diferencias con la notable La separación– y concluyera que la protesta de Farhadi fue un golpe de efecto que tuvo, al final, su recompensa: despejarle el camino a la estatuilla. Aunque haya sido así, y pese, también, a que la narración esté a punto de desbarrancarse con un planteo moralizante demasiado previsible, sobre todo hacia el final, El viajante es una muestra del sólido arte que consagró a Farhadi como una de las figuras más valiosas del cine de autor de los últimos años y como un referente del cine iraní, a la par del legendario Abbas Kiarostami (1940-2016). Un arte personal que ha conjugado los lenguajes del suspenso, la intriga, y una narrativa de corte social y humano que ha expuesto muchas claves para entender la realidad de su país. El viajante está lejos de ser una obra maestra, y quizá puedan interpretarse sus desaciertos como una decepción luego de La separación, pero esta nueva realización merece igualmente una atención especial por las actuaciones, la fotografía y la dirección de cámara, con la que Farhadi no pierde detalles gestuales para armar sus personajes y capitalizar la versatilidad de sus dos actores fetiche, Taraneh Alidoosti y Shahab Hosseini.   No le crea al trailer Forushande es el título original de El viajante y marca el regreso de Farhadi a Irán tras El pasado, que fue su realización europea estrenada en 2013. Tiene, como en La separación, a Teherán como escenario, y a una pareja, Rana y Emad, como protagonistas de una historia que crece en tensión dramática a medida que se profundiza la crisis matrimonial. Y sí, en la narración de esa historia el suspenso es un ingrediente importante. Pero lo es al estilo Farhadi, no al del tráiler que promociona la película, al que se puede ver en Youtube o en los avances en la sala de cine, pergeñado para vender un supuesto “Farhadi de acción”, “con un final inesperado”. Si bien aquí hay un personaje que se va hundiendo en un conflicto oscuro y arrastra en ello a su pareja y a su entorno más cercano, y por más que este hombre esté a punto de rendirse a la tópica “justicia por mano propia”, su peripecia no se pierde en una descarga vertiginosa de escenas de acción, con excesos de cortes, movimientos de cámara, corridas, peleas, tiros. Ni el motor de la trama es un misterio que amerite esa gimnasia cinematográfica. Ni el final es inesperado ni sorprendente (pero eso, amigos lectores, lo tendrán que descubrir en el cine; aquí sólo van algunas pistas).   Una pareja muy especial Rana (Taraneh Alidoosti) y Emad (Shahab Hosseini), la pareja protagónica, son actores, viven en el ambiente cultural, artístico y bohemio de Teherán, y están en pleno proceso de montaje de La muerte de un viajante, de Arthur Miller. En ese proceso, el edificio donde vive este joven matrimonio colapsa debido a serias fallas estructurales, lo que obliga a un urgente desalojo y a que Rana y Emad tengan que buscar una vivienda alternativa. La solución les llega por intermedio de un compañero de la compañía de teatro, que participa en el montaje del clásico de Miller. No es la alternativa ideal, dirán los personajes, pero sirve como salida provisoria. Al hacer la mudanza, con ayuda de sus colegas, la pareja descubre que en ese apartamento quedaron las pertenencias de la anterior inquilina. Preguntas que van y vienen, dudas, respuestas confusas del actor que les consiguió este apartamento, llamadas algo extrañas, y se instalan las primeras pistas del misterio. A eso se suman algunos intrigantes (el clásico chusmerío) comentarios de los vecinos, las evasivas de la anterior inquilina, supuestamente una prostituta, que nunca aparecerá en cuadro. Casi enseguida, se produce el episodio que dispara el nudo conflictivo de la historia. Suena el portero eléctrico. Rana, que está por bañarse, oprime el botón creyendo que es su marido y deja la puerta entreabierta. Corte y se ve a Emad en un supermercado, pagando lo que compró para la cena. Acto seguido, Emad llega al edificio y se encuentra con rastros de sangre en la escalera y en el apartamento, pero no ve a Rana. Otro corte y se ve a Emad, desesperado pero con el máximo control de la tensión, llegando a un hospital donde ve a su pareja en una camilla, rodeada por médicos. No hay dudas: Rana fue atacada por un desconocido. Un violento hecho deja a la pareja en estado de jaque. Ella, bajo efectos del shock, con miedo a quedarse sola. Él, intrigado, inquieto, con una ira que, a medida que pasan las horas, los días, se volverá imposible de manejar. Y mientras avanza este plano del relato, Farhadi, como lo hizo desde el comienzo de la película, pliega otro con los ensayos y la puesta en escena de Muerte de un viajante, como una suerte de caja de resonancia para otras voces (interiores y exteriores) y otras acciones que no se escuchan ni se ven en el afuera de esa ficción teatral, en la vida sorpresivamente trastocada de Rana y Emad. Ajustado a su estilo, el director iraní va componiendo un grupo de personajes muy realistas, humanos, cercanos, y a la vez va exponiendo, aunque indirectamente, jugando con lo no explícito, marcas y señas que hacen a la identidad de la sociedad y la cultura de Teherán. El suspenso y la intriga le sirven para motorizar el relato, para crear puntos de fuga. En el fondo, sin embargo, pulsa el melodrama, tal como había hecho con La separación. La diferencia es que aquí hay un conflicto latente en una pareja que parecía armoniosa, y que tras el ataque ese conflicto va trepando hasta la superficie al punto de fisurar la relación. Rana se encierra, se siente sola, acorralada por los miedos. Emad, en tanto, va desprendiéndose de su apariencia sólida, culta, moderna, abierta, para perderse progresivamente en las ansias de venganza, en la desesperación, e inevitablemente se vuelve vulnerable a los fantasmas de una tradición patriarcal, teocrática. Y termina, ya perdido en ese conflicto interior, por asumirse como la víctima del ataque que sufrió su pareja. Ya se habrá imaginado el lector qué finales posibles tiene esta historia. Pero, ya se lo dije, el “cuentito” termina aquí. De lo contrario, esto sería un fatídico spoiler. Pero si no vio las anteriores realizaciones de Farhadi, sólo unas pistas más. Nótese cómo el director trata con muy pocos elementos la creciente tensión de la historia, cómo, también, la va disolviendo en ciertos tramos, cómo no cuenta todo y cómo esos aparentes vacíos dicen más de la pareja y de la cultura iraní que cualquier análisis sociológico. Y nótese cómo esa historia está ensamblada con un trabajo visual a partir de una interesante composición fotográfica, con la iluminación que refuerza los contrastes de una paleta cromática muy ajustada, sobria, y una atención especial a las cámaras para capturar una economía gestual especialmente significativa. Un combo de recursos y técnicas que sostienen muy bien el desarrollo de la narración, pero que, lamentablemente, se pierde en el último tramo de la película en un tratamiento demasiado lineal que la transforma en un ejercicio moralizante de final previsible.

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