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Rulfo: un excursionista hacia el silencio

Por Marcia Collazo.

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Minimalista y fulminante, realista y fantasmagórico. Así cataloga a Juan Rulfo la escritora Cristina Rivero Garza en un libro denominado Había mucha neblina, humo o no sé qué, que trata sobre la vida y la obra del escritor mexicano. En 2017 se cumplen cien años del nacimiento del gran narrador que supo hablar como pocos de la simplicidad y de la violencia; del creador de ciertos personajes que pueden parecer ínfimos y vulnerables, pero que se agigantan en su propio destino como si fueran héroes de la mitología: “Sólo yo entiendo lo lejos que está el cielo de nosotros; pero conozco cómo acortar las veredas. Todo consiste en morir, Dios mediante, cuando uno quiera y no cuando Él lo disponga”, dice Eduviges, uno de sus personajes. Se cumplen cien años del nacimiento de un hombre que nos enseñó a ver la llaga viva del dolor instalado en la inmensidad de la tierra polvorienta, en la mutación del paisaje que puede convertirse de un momento a otro en un jirón de humanidad sufriente, y viceversa. Cada una de sus imágenes es arisca y afilada, como una roca que apenas asoma en la superficie del desierto, pero que puede causar una herida mortal; y es también de una austeridad llevada al límite, como la vida misma de sus personajes, instalados en el mundo al vaivén de los impulsos de la naturaleza, pero tan tremendamente humanos como para desafiar, en última instancia, a esas mismas fuerzas que pretenden ahogarlos. “Me di cuenta que su voz estaba hecha de hebras humanas, que su boca tenía dientes y una lengua que se trababa y destrababa al hablar, y que sus ojos eran como todos los ojos de la gente que vive sobre la tierra”. Cada vez que leo a Rulfo siento que incursiono en los lugares más remotos y desolados de la tierra; pero no me refiero a cualquier tierra, sino a la de América Latina. Se ha dicho de él que en cada una de sus narraciones viaja al origen, al núcleo duro de las cosas y de los seres vivos, a la región de la leyenda y a los miedos ancestrales, a la denuncia social y a la reflexión filosófica. Según parece, Rulfo decía de sí mismo que era “un excursionista hacia el silencio”. ¿A qué silencio se referiría? ¿Al del desierto, al de esas tierras resecas con las que se tuvieron que conformar, durante siglos, los campesinos desalojados de las zonas más prósperas y fértiles? ¿O al silencio del alma, al silencio del miedo, al del dolor? Como hombre, siempre fue un viajero; primero se dejó llevar por los relatos de aquel memorable tío Ceferino, que no dejaba de contarle historias llenas de aterradora realidad y de descomunal inventiva, y después siguió yendo solo hacia la fantasía y la memoria. Otra cosa me atrajo siempre de este escritor mexicano: Rulfo es el verbo que habla de los sometidos y de los humildes, pero también es el símbolo de la liberación. Con esto quiero decir que su literatura no se agota en el solo padecimiento de sus personajes, aunque ese padecimiento sea enorme; aunque se convierta incluso en algo insoportable en ciertos pasajes, tal como si el lector estuviera sosteniendo, en lugar de un libro, un trozo de carbón candente. “—¿No me ve el pecado? ¿No ve esas manchas moradas como de pote que me llenan de arriba abajo? Y eso es sólo por fuera; por dentro estoy hecha un mar de lodo”. El aspecto liberador de su obra me parece muy diáfano, por más que se encuentre enmascarado en el polvo, en el mutismo y en la impotencia oscura de sus protagonistas; la liberación reside en la sola formulación de las preguntas existenciales, en la sola valentía de abrirse a ellas, de buscar, de salir a recorrer caminos, a interrogar a los miedos, a torcer los destinos. Así comienza a desenvolverse ese perfil, que no es de una  libertad a secas, sino de una auténtica liberación, por cuanto se trata de un proceso, de un esfuerzo, de una lucha constante. Por eso Rulfo es México, y por eso es también América Latina: un continente cuyo destino ha girado siempre en torno a la dominación, representada por las múltiples caras de la colonización y del imperialismo, sea cual sea su signo; y también por las sucesivas cadenas de amos y de siervos, ya se trate de europeos, de criollos, de indios o de esa amalgama compleja, a la que José Martí llamó nuestra América mestiza, y José Ingenieros denominó la raza cósmica. Yo no sé si en estos tiempos la gente, en especial los jóvenes, se dedica a leer a Rulfo. Sé que la literatura, en uno de sus aspectos, integra la voluble corriente de las modas, y sufre por lo tanto de esa condena al olvido sobre la que ya nos alertan los grandes filósofos de la historia. Pero a veces, un libro que ha conocido épocas de gloria se levanta de su tumba de papel y de polvo y nos enfrenta. Hay algo que lo obliga a despertar, a sacudirse su modorra –que muy bien puede ser de siglos– y a seguir susurrando cosas al oído de la gente. Ese algo bien puede ser un mal social de pobreza, de despojo, de abandono y de honda injusticia, como en el caso de los personajes de Rulfo, o cualquier acontecimiento que pueda ser relacionado con el escritor, con su país de origen, con su mensaje y con la fecha de su nacimiento o de su muerte. Poco importa. Lo verdaderamente relevante es el derrotero hermenéutico de la obra, o sea su integración y su imbricación en el horizonte de las mentalidades, de las maneras de ver, de sentir y de estar en el mundo. Lo que cuenta para que una obra perdure es esa mixtura con el espíritu de un pueblo, sus valores, sus miedos y sus alegrías, sus zonas oscuras y sus zonas sagradas (de ahí el término “consagración”). Pero cuidado, porque esa consagración no depende de la voluntad o de la vanidad de tal o cual persona, sino del pueblo liso y llano, del colectivo, del común; y se trata de un fenómeno tan raro como rotundo. Cervantes logró esa compenetración, por medio de su Don Quijote de la Mancha; y por estos lares latinoamericanos lo lograron también, entre otros, Gabriel García Márquez con Cien años de soledad, Julio Cortázar con Rayuela y Juan Rulfo con Pedro Páramo. Cito estos títulos sólo a modo de ejemplo, porque el universo narrativo de estos y de otros escritores no se agota ni mucho menos en la sola mención de tal o cual libro. Claro que el caso de Rulfo es singular, por más de un motivo. En primer lugar, escribió poco y dejó de hacerlo casi de un día para otro, de un modo tan concluyente como enigmático. En segundo lugar, su obra entera es espinosa, debatida entre la miseria del cielo y de la tierra, y la miseria, material y espiritual de la gente que la habita. “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en plan de prometerlo todo”. Pedro Páramo no es solamente un padre desconocido; es también el símbolo de lo yermo, lo vacío, lo muerto y lo cerrado; es la figura misma del abandono. El personaje emprende la búsqueda de su padre debido a una promesa en la que de todos modos ya no cree, pero en la que persevera, y en ese periplo transcurrido entre vivos y muertos, entre voces del otro mundo y dramas muy terrenales, se acrece y aprende a andar por la vida. En suma, se libera, en la medida en que es capaz de ver la otra sustancia de las cosas y así recordar, por ejemplo, que el día de la muerte de su madre, por todos lados lo rodeaba la belleza. “Que yo debía haber gritado; que mis manos tenían que haberse hecho pedazos estrujando su desesperación. Así hubieras tú querido que fuera. Pero ¿acaso no era alegre aquella mañana?”. Este es Juan Rulfo, el maestro que eligió colocarse en la sombra y se pasó los últimos treinta años de su vida sin empuñar una pluma. Pero lo que dejó alcanza y sobra para fundar el universo poderoso y eterno de la buena literatura.

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