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Economía en picada

Se agrava la crisis en Brasil

La llamada “crisis de la carne” en Brasil conmociona a América Latina, pero es sólo una parte del problema. El PIB de la gran potencia sudamericana cayó 3,6% en 2016 (3,85% en 2015), confirmando una recesión que se prolongará con sus políticas contractivas, con impacto en toda Latinoamérica. Nuestro segundo socio comercial sufre la operación Lava Jato, el caos político y el escándalo de la carne. Algunos preguntan si la crisis nos perjudica o nos beneficia.

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Por Carlos Luppi

El famoso economista, diplomático y político brasileño Roberto de Oliveira Campos, que creó y presidió el Bndes bajo el gobierno de Getulio Vargas, asistió a Bretton Woods y fue ministro de Planeamiento del mariscal Castelo Branco luego del golpe de 1964, período en el que instituyó el Banco Central, solía repetir implacablemente que “Brasil es el país del futuro, y siempre lo será”.

La crisis política, económica y social que convulsiona al país (la principal potencia regional con proyección global) nos llega en el peor momento, cuando el arribo al poder de Donald Trump trastoca todos los parámetros de la política mundial y perjudica directamente la presencia y la economía de los países de América Latina y el Caribe.

La brutal recesión que afecta al país (la mayor en 25 años y la única en unir dos años sucesivos de caída de la economía desde la Gran Depresión de 1929) tiene dos causas principales: las políticas económicas contractivas aplicadas por el presidente Michel Temer y su ministro Henrique Meirelles (continuación de las que inexplicablemente impulsó Dilma Rousseff: sólo Petrobras recortó sus inversiones en US$ 32.000 millones, 25% del total, hasta 2019); y la retracción del consumo y la pérdida de confianza de los agentes económicos, motivados por el descomunal tsunami político que significa la operación Lava Jato con sus distintos ramales.

El sospechoso “retiro por motivos de salud” del inoxidable canciller José Serra (un experimentadísimo empresario, economista y político con contactos directos en Estados Unidos y aspiraciones virreinales que mostró en nuestro país) es una prueba rotunda de la descomposición del régimen.

El escándalo de la megaempresa constructora Odebrecht, que no cesa de expandirse, implica penalmente a personalidades de todos los estamentos del poder político y económico de Brasil (83 parlamentarios y ministros y los expresidentes Dilma Rousseff y Lula da Silva) y también del exterior, como el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos), provocando una pérdida de confianza total en el funcionamiento del país.

El desaliento es aun mayor porque la crisis muestra su peor rostro: el desempleo en Brasil aumentó en enero a 12,6% de la Población Económicamente Activa (sólo en dicho mes destruyó 40.864 empleos), alcanzando la terrible cifra de 12,9 millones de personas que buscan empleo sin encontrarlo. En 2015 se perdieron 1,54 millones de puestos de trabajo y en 2016, 1,32 millones, según cifras del Ministerio de Trabajo, que también da cuenta del récord de empresas quebradas en el año. Es fácil comprender los efectos de este fenómeno en el talante, consumo y clima social de los brasileños de menores ingresos.

La caída de la economía se mantiene por ocho trimestres consecutivos. Según el Instituto de Geografía y Estadística, el PIB de la mayor economía de América Latina cayó 3,85 en 2015 y 3,6 en 2016. Dichas cifras oficiales dan cuenta de que el sector agropecuario cayó 6,6%, la industria 3,8% y los servicios 2,7% en el último año. El consumo cayó 4,2% (3,9% en 2015) y la tasa de inversión 16,4%, en tanto que las exportaciones crecieron 1,9%.

Ahora bien, algunos indicios muy levemente positivos, como la suba de los precios de las materias primas y una reducción de la tasa de interés Selic (de 22,25% a 9,25%) permiten que el Banco Central estime que el PIB crecerá 0,49% en 2017, lo que hizo que el ultraortodoxo Meirelles afirmara enfáticamente que “Brasil está claramente comenzando a crecer”.

Menos optimista es Carlos Kawall, economista jefe del poderoso Banco Safra, quien afirmó que “vemos un crecimiento cero en 2017, o tal vez un poco por encima de eso […] no deberíamos ver recuperación alguna este año, habrá que esperar hasta 2018”.

Con discutible tacto, dos altos funcionarios del equipo económico aprovecharon la ocasión para destacar el presunto desacople de Uruguay de la región. El subsecretario de Economía, Pablo Ferreri, escribió en su cuenta de Twitter que “a pesar de la situación regional, Uruguay sigue creciendo […] Para valorar y cuidar los logros”, en tanto que el hombre de la inclusión financiera, Martín Vallcorba, declaró que “considerando la situación regional, con serios problemas económicos en nuestros dos vecinos, el desempeño económico de Uruguay se destaca aun más”.

Brasil y nosotros

No debería nadie en Uruguay resaltar la desdicha brasileña ni creer que podemos permanecer ajenos, sobre todo teniendo en cuenta que los oídos de Itamaraty llegan a todos los rincones y toman nota de todos los gestos gubernamentales.

El colosal vecino fue, según el Informe de Comercio Exterior 2016 del Instituto Uruguay XXI, nuestro segundo cliente comercial (“pese al contexto recesivo de su economía”), con una participación de 16% de nuestras exportaciones (US$ 1.322 millones en un total de US$ 8.301 millones, 2% más que en 2015), tras China Popular, que con US$ 1.840 millones se ubicó en el primer lugar, cayendo 12%. El informe señala que China es el mayor comprador de los tres principales productos exportados por Uruguay en 2016, adquiriendo 73% de la soja, 37% de la celulosa y 35% de la carne bovina. Con relación al crecimiento de las exportaciones a Brasil, el documento dice que “los lácteos impulsaron el crecimiento de este mercado, especialmente a través de la leche en polvo y el queso. En ambos casos, los precios promedio tuvieron retracciones (7% y 21% respectivamente), pero fueron compensados por crecimientos en volumen que más que duplicaron los de 2015 y permitieron que se mantenga como el principal rubro exportado a ese mercado. Otros rubros destacados a Brasil fueron malta y plásticos. Por último destacan las ventas de arroz, cuyos volúmenes pasaron de 27.000 a 240.000 toneladas, totalizando US$ 104 millones”.

En lo relativo a las importaciones (que sumaron US$ 7.387 millones en 2016, sin contar las compras de petróleo y derivados, con una caída de 13,6% en la comparación interanual), el trabajo señala que China tuvo una participación de 21% del total (con un descenso de 12% respecto a 2015), seguido por Brasil y Argentina, que cayeron 5% y 13%, respectivamente. Los vehículos fueron el principal producto importado desde Brasil y los plásticos el de Argentina.

Estamos hablando, pues, de nuestro segundo socio comercial, que no pocas veces ha sido el primero, y que aumenta su participación con la contracción de China, que no sabe si este año podrá crecer a 6,5%. Al comercio de bienes debe sumarse el de servicios, en el que descuella el turismo.

Las disquisiciones que hacen algunos sobre si su crisis nos perjudica o beneficia son equivocadas y, peor aun, mezquinas: si Brasil tiene problemas, Uruguay está en problemas, y nunca debería alegrarnos la desdicha de la región. Nunca se debe preguntar por quién doblan las campanas.

Las causas de un derrumbe explicable

El escándalo de corrupción económica y política, con ser inmenso, no debería por sí mismo causar el derrumbe de un gigante territorial riquísimo en todo tipo de materias primas y con una deslumbrante belleza turística.

Las verdaderas causas, como siempre, hay que buscarlas en las políticas económicas implementadas, y eso sirve para que nuestro país tome nota.

Temer y Meirelles optaron por profundizar la “austeridad fiscal” que inexplicablemente había empezado Dilma Rousseff, aumentando las restricciones a gastos e inversiones e incrementando impuestos, además de profundizar la apreciación del real, la inflación en dólares y el atraso cambiario.

La medida hasta ahora más impactante es la llamada “enmienda constitucional del techo de gastos”, que congeló el gasto público por 20 años a partir de 2017. Durante ese período el aumento de los presupuestos se indexará según el índice inflacionario oficial. El senado de Brasil la aprobó el 13 de diciembre pasado con con 53 votos favorables y 16 en contra.

Datafolha informó que se opuso a la medida 60% de los brasileños, con una aprobación de 24%. Hubo manifestaciones en varios estados y se denunció que tendrá impactos negativos en áreas productivas y sociales.

Para Temer, la medida dará confiabilidad a Brasil y “apunta a sacar al país de la recesión”. En ese momento su popularidad cayó a 8 %, mientras 63% de la población pide su renuncia.

Las políticas contractivas, el atraso cambiario que perjudica las exportaciones y el turismo, la corrupción sistémica de su clase política (que no empezó en el ya olvidado mensalão, sino mucho antes) y la falta de confianza de los agentes económicos, más un decaimiento de la movilización popular (las últimas grandes manifestaciones fueron contra Dilma), constituyen la cadena que hace que Brasil caiga y siga cayendo.

En el principio fueron la “austeridad”, la corrupción interna y confiar todo a la inversión extranjera: así está el gigante de América Latina.

Si algo se aplica a Uruguay, apurémonos a solucionarlo.

Conclusiones: una suma algebraica complicada

La situación de Brasil, que no parece tener soluciones en el corto plazo, genera sin duda efectos negativos en la economía y la política de la región y América Latina. Pero analizar desapasionadamente su posible trayectoria constituye una tarea sumamente compleja.

No hay duda de que el gobierno de Michel Temer está alineado ideológicamente (sobre todo en el aspecto económico) con los de Argentina y Paraguay –favoreciendo las políticas contractivas y el atraso cambiario en toda la región–, pero ello no ha redundado en un fortalecimiento del Mercosur, que sigue siendo visto como un gigantesco fracaso histórico. No ha faltado algún observador que, fastidiado, comentó: “Estos empresarios metidos a políticos de derecha [por Macri y Temer] ni siquiera sirven para galvanizar la unidad de sus países cuando esta es más necesaria que nunca”.

Esta inercia paralizante, más la debilidad de su gobierno, más la tendencia marcadamente derechista del elenco gobernante (algunos de cuyos integrantes están incluso ligados a la dictadura militar de 1964) hacen que no exista ninguna voluntad de alinearse u oponerse a la administración Trump (ni siquiera en ese eterno juego de espejos que combinaba un auténtico impulso industrialista con una vocación subimperial), lo cual sin duda hubiera tentado a figuras como el mariscal Humberto de Alencar Castelo Branco o su inolvidable geoestratega, el general Golbery do Couto e Silva.

Con Temer, Brasil languidece u olvida su presencia continental y su sueño de “potencia del futuro”, tan cruelmente anatemizado por Roberto Campos.

Esto va en desmedro de América Latina, que con el liderazgo de Brasil podría insertarse adecuadamente en el grupo Brics (y de paso darle una unidad de propósitos y de proyecto de la que aún el heterogéneo conjunto carece a ojos vistas) o incluso vincularse con una Alianza del Pacífico que ahora no parece estar entre las prioridades de Estados Unidos.

Los esfuerzos de integración comercial tienen ahora una urgencia mayor, vista la anunciada tendencia proteccionista del nuevo gobierno de la superpotencia. Sin Brasil, aunque lo gobierne un Michel Temer, el continente representa mucho menos, sin ninguna duda.

Un segundo aspecto, directamente relacionado con el anterior, es que estas políticas contractivas, que son las que el FMI receta a los países subdesarrollados, disminuirán necesariamente aun más la actividad económica de Brasil y el bienestar de su ya muy castigada población, con posibilidad de explosiones sociales y consecuente represión, que siempre son fenómenos contagiosos (igual que las recesiones), mucho más en un panorama continental de expansión de la derecha clásica y retroceso de los gobiernos progresistas.

Finalmente, llega la pregunta del billón de dólares: quién se impondrá en las elecciones presidenciales de 2018.

Esto considerando la hipótesis de que las haya; o sea que Donald Trump mantenga la “pax americana” gracias a la cual no hay golpes de Estado militares clásicos en América Latina desde los años 80. Hay que tener en cuenta que las poderosas Fuerzas Armadas de Brasil fueron siempre pioneras en la materia, organizaron las dictaduras más consistentes (en estrecha alianza con su poderoso sector industrial, sus terratenientes y su reconocida diplomacia) y que la prensa uruguaya difundió el 23 de febrero un alarmante “aviso a los navegantes”. En un editorial se informó que las Fuerzas Armadas brasileñas, por boca del comandante en jefe del Ejército de Brasil, general Eduardo Días de Costa Villas Boas (Eduardinho), se dirigieron a los políticos y gobernantes de su país resumiendo que “hoy somos un país que está a la deriva, que no sabe lo que pretende ser ni lo que debe ser” e insinuando que la corporación que dirige está lista para colaborar en la restauración de los valores fundamentales de la nación. A buen entendedor, y teniendo en cuenta los antecedentes, las palabras sobran.

Ahora bien, si se mantienen la “pax americana” y la cohesión interna de Brasil (hoy extremadamente resquebrajada), y si no hubiera civiles golpeando exitosamente las puertas de los cuarteles en un país que se ufana de ser un subcontinente independiente, las elecciones de 2018 se definirían, a valores de hoy, entre algún empresario que elija el PMDB y el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, o alguien que este designe, en el caso de que fuera procesado y encarcelado, lo cual sin duda está entre las posibilidades que maneja el régimen.

No se pueden hacer predicciones: si algo nos han enseñado las elecciones de Estados Unidos del 8 de noviembre pasado es que todo resultado es altamente incierto.

Ahora bien, Brasil, como Argentina y –por lo visto– como gran parte del mundo, padece un gran problema político anterior a los problemas económicos: por decirlo suavemente, la no constitución de una nueva clase política de recambio de alto nivel, con vocación de gobierno para el desarrollo y la inclusión social, y no con meras ambiciones de poder personal, cuando no de simple enriquecimiento de grupos privilegiados.

***

Cómo se gestó la tragedia de Brasil

El 9 de setiembre de 2015, como culminación de un largo proceso de degradación política, económica y social (signada por los escándalos que llevaron la popularidad de la presidenta Dilma Rousseff a 7% y luego la empujaron al juicio político), la agencia calificadora Standard & Poor’s quitó el grado de inversión a Brasil y rebajó la nota de calificación crediticia del país a BB+ desde BBB-, manteniendo la perspectiva negativa sobre su evolución. Se le retiró la condición de buen pagador y sus títulos pasaron a ser considerados “bonos basura” debido a que la agencia afirmó que “percibimos ahora menos convicción en el gabinete de la presidenta sobre la política de ajuste fiscal”, según recogieron todas las agencias de prensa internacionales.

Ya muy golpeada y mal asesorada, Dilma eligió profundizar en su política de acercarse a la “ortodoxia”.

Dijo Caras y Caretas: “La segunda consecuencia nociva para Uruguay es que la presidenta Dilma Rousseff anunció un paquete de medidas de ajuste para eliminar el déficit previsto (que superará el 8% del PIB según The Economist), señalando que “los problemas fiscales exigen aumentar la carga de impuestos”. Se indica que “Rousseff deberá quebrar fuertes resistencias en el congreso (y particularmente dentro de su partido, el PT) para profundizar el ajuste en medio de la actual recesión, que contraerá 2% el PIB en 2015”.

Su ministro de Hacienda, el ortodoxo Joaquim Levy (ex-FMI), declaró que “queremos equilibrio fiscal, esa meta que es necesaria para dar tranquilidad a la economía brasileña […] En las próximas semanas el gobierno va a tener que hacer eso con mucha claridad”. El lunes 14 de setiembre el ministro anunció un programa de recorte de gastos (que afecta principalmente a programas de salud y viviendas, inversiones en infraestructura, subsidios agrícolas y sueldos de empleados públicos) y aumento de impuestos por un total de US$ 16.900 millones. Estas medidas no harán más que aumentar la recesión.

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