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Soy tupamaro y robé

Hace pocos días, en el marco de una campaña cuyos orígenes y propósitos no están claros, fue lanzado un libro (Eleuterio Fernández Huidobro. Sin remordimientos…), en el que se acusa –sin aportar elemento alguno– al difunto exministro de Defensa Nacional de estar vinculado –junto al expresidente José Mujica– a grupos de atracadores que en las décadas de 1980 y 1990 se habrían alzado con una suma aproximada a los 25 millones de dólares.

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Por José López Mercao

Pa’ él es el duro recado, el Remington y la lanza,

Y la bala que lo alcanza, pa’ que alguno como usté

Venga a contarme después, historias de degollados”.

(Los Zucará)

Lo del título es, a un tiempo, confesión de parte y actualización de una modalidad para obtener finanzas que se remonta a los inicios del siglo XX y que fuera naturalizada por los anarquistas expropiadores, cuya peripecia tan bien supo historiar el escritor argentino Osvaldo Bayer. Al mismo tiempo es falaz, ya que quien ejerciera esa modalidad nunca hablaría de latrocinio, robo o atraco, sino meramente de expropiación. En otras palabras, de devolver al pueblo lo que al pueblo pertenecía. Por añadidura, la enorme mayoría de esas transferencias de capital se realizaban en desmedro de entidades financieras y en tiempos pasados y relativamente recientes, se tuvo especial cuidado de no afectar con esos hechos a capitalistas medianos, a los que se consideraba ya neutrales o potenciales aliados contra los concentradores por excelencia de la riqueza, a saber, por entonces, el sistema financiero y la oligarquía.

Los precursores

En 1928, luego del extemporáneo asalto al cambio Messina, perpetrado por un grupo de anarquistas catalanes que habían encontrado refugio en Montevideo, y que fuera desaprobado con anticipación por su máximo líder, Miguel Arcángel Roscigno, el anarquismo uruguayo y, por consiguiente, las técnicas expropiadoras, entrarían en un largo período de letargo.

La leyenda, vinculada a la desinformación, atribuye al movimiento tupamaro la revitalización de esa técnica para financiar organizaciones políticas y sociales. No es estrictamente así. La primera expropiación de tiempos modernos fue protagonizada por Alberto Pocho Mechoso, trabajador frigorífico anarquista que a mediados de los 50 hizo una expropiación en el Banco la Caja Obrera, del Paso Molino, con el fin de financiar una cooperativa de trabajo. Un año después de esa expropiación exitosa, Mechoso fue detenido y confinado en las cárceles de Miguelete y Punta Carretas durante seis años. Liberado, prosiguió su lucha, fue detenido por la dictadura, se fugó con medios propios y terminó sus días en 1976 en la Argentina, figurando en la condición de desaparecido.

En 1964, la metodología expropiadora se reitera cuando tres dirigentes de la Unión de Trabajadores Azucareros de Artigas (UTAA), Julio Vique, Nelson Santana y Ataliva Castillo (que fuera desaparecido en Argentina en 1977), expropian la sucursal del Banco de Cobranzas situada en Rivera y Arrascaeta. El objetivo era financiar la segunda marcha cañera a Montevideo y el hecho terminaría en fracaso, con la consiguiente prisión durante años de los tres cañeros.

Tiempos modernos

A partir de entonces, con la creación del Movimiento de Liberación Nacional (MLN), entre fines de los 60 y comienzos de los 70, las expropiaciones se masifican, en atención a las crecientes necesidades de financiación que tenía la nueva organización, que por entonces asistía a un desarrollo exponencial.

Mi juventud me impidió participar en algunas de las expropiaciones más resonantes de la época, como la del Casino San Rafael, la de la Caja de Préstamos Pignoraticios o la incautación de la burra repleta de libras esterlinas de los hermanos Mailhos, magnates de la industria del tabaco; o en la que sin duda fue la más importante, la incautación del dinero y los documentos de la Financiera Monty, un símil más desarrollado del reciente Cambio Nelson, en el que se encontraron elementos incriminatorios para enviar a prisión a integrantes de la llamada rosca, que controlaba los destinos del país por entonces. En los dos últimos casos, la Justicia encontró mérito para procesar a los expropiados, que estaban incursos en figuras que incluían, entre otras, la evasión de impuestos, la defraudación y la estafa.

Es decir, el recurso a la expropiación fue un dato común para muchos de los integrantes de la juventud de entonces, y recuerdo con emoción el día en el que un compañero más veterano, antes de penetrar en uno de esos santuarios, me dijo: “Quedate tranquilo que todo va a salir bien. No te regales y tratá de no lastimar a nadie”. Y así fue.

Pisando sobre los muertos

Este exordio puede tener interés para situarnos en los antecedentes de lo que motiva el libro de María Urruzola Eleuterio Fernández Huidobro. Sin remordimientos… Su objetivo último es probar que la ola de atracos que se sucedieron en los 80 y 90 fueron coordinados por el MLN en su versión renovada, y más concretamente por sus dos principales líderes históricos: el expresidente José Pepe Mujica y el Ñato Eleuterio Fernández Huidobro, fundador del MLN, del que fuera uno de sus principales ideólogos (si no el más importante), y que falleció el 5 de agosto, cuando ocupaba el cargo de ministro de Defensa Nacional.

De acuerdo con la novelista (o ensayista, o investigadora; el género no queda muy claro), los asaltos tenían como objetivo financiar al semanario Mate Amargo y a la emisora CX 44 (la “Radio de la Gente”), los dos medios más importantes que administraba el MLN y, por extensión, el Movimiento de Participación Popular, emanado de aquel para hacer viable su acción legal y electoral.

Las acusaciones realizadas por la autora carecen de datos concretos que permitan identificar a los autores de los atracos de marras. Sólo esporádicamente se recurre al testimonio de un tal Beto, que asegura haber recibido instrucciones concretas de Mujica para cometer esos ilícitos. Algún notorio exintegrante de la dirección del MLN reafirma lo dicho por Urruzola y por el inescrutable Beto, pero, por lo demás, la investigación de Urruzola incursiona en el área del puro humo.

Si bien esa es una de las debilidades de algo que es presentado como investigación (y que notoriamente no lo es), el libro adolece de otras carencias. La primera se remite a lo cultural. A lo cultural en sentido profundo. No está bien visto –y tal vez eso sea un rezago, pero precisamente de eso se compone la cultura– vituperar sobre las cenizas de los muertos. Y eso es precisamente lo que hace Urruzola. Con el agravante de que en ningún momento entrevista al Ñato, que como bien se sabe, no era amigo de rechazar entrevistas y con su facundia oratoria era un adversario temible para cualquier interpelante. En lugar de hacerlo, la autora se limita a agregar a su reciente sepultura algunas paladas de una materia parecida a la tierra, pero de distinta textura y composición.

El resto de la obra se limita a recopilar materiales ya conocidos, agregándoles la sal y pimienta de su mirada de pesquisa, a buscar todos los flancos mediante los cuales se pueda denigrar al protagonista del libro, incluso la acusación de delator, proveniente de los archivos militares, y a hacer extensiva la invectiva contra su “compañero del alma”, el exguerrillero y expresidente José Mujica.

Sin embargo, no todo es estuco en este libro. Consta de al menos un buen capítulo (el 2), titulado “La Guardia Nacional”, que lleva como epígrafe, enigmáticamente, el título de una novela que gozara de cierta popularidad a comienzos de los 70 (Para leer al Pato Donald), en el que se delinea con claridad los dilemas que se planteará la izquierda luego de la recuperación democrática en relación con el tema de la defensa nacional y la posterior trayectoria de Fernández Huidobro en esa materia. Sobre todo, porque por medio de ella se puede emprender la tarea de comprender la trayectoria de una de las figuras más lúcidas, contradictorias, brillantes y vituperadas de nuestra historia.

La culpa de los sobrevivientes

Por lo demás, se trata de una obra cargada de ironías, sarcasmos y equívocos, que proliferan como si de un campo minado se tratara. Un ejemplo de ello es el uso liberal (licencioso se podría decir) de un concepto de Primo Levi que se incluye en el epígrafe del capítulo 3, titulado significativa y maliciosamente “La colaboración”. Las palabras referidas a Levi están contenidas en un párrafo de autoría del psicoanalista alemán Samuel Gerson y dicen así “cualquiera que sobrevivió tuvo que hacer cosas de las que no se enorgullece. Primo Levi escribió una vez que los mejores hombres no sobrevivieron”.

La frase trae evocaciones. Por ejemplo, la de Bruno Ganz interpretando a Adolf Hitler en La caída, cuando acorralado en su búnker y advertido por uno de sus generales del sacrificio a que estaban expuestos los restos de su ejército de no capitular, el Führer responde: “Los mejores ya murieron”. Más cerca en el tiempo y en la geografía, nos llegan las afirmaciones de integrantes de la Junta Militar argentina que confesaron cínicamente que uno de los motivos que alimentaron el genocidio fue que tras él “todo sobreviviente sería sospechoso”.

De manera aparentemente ingenua, Urruzola extrapola esa cita a un país como Uruguay, que llegó a ocupar el lugar número tres en materia de prisionización (luego de la España franquista y de Vietnam). La metodología que usaron los militares uruguayos no fue la del exterminio sino la de “La guillotina seca” (mayor Farías dixit). La realidad que anatomiza Levi es la de los campos de exterminio de Auschwitz, en los que los sobrevivientes fueron una ínfima minoría y en la que buena parte de ellos llevaría “la culpa del sobreviviente” por el resto de su vida.

Afortunadamente, Urruzola pertenece al selecto grupo de los que están fuera de sospecha. Según reza en la solapa de su libro, vivió la dictadura desde su exilio parisino, donde trabajó para la agencia de noticias AFP, y luego de la reinstitucionalización pudo seguir manteniendo ese distanciamiento como directora de Información y Comunicación del Ministerio de Desarrollo Social, entre 2007 y 2013, y posteriormente como directora de Información y Comunicación de la Intendencia de Montevideo. Obviamente, se trata de una trayectoria enjundiosa y sin duda del todo propicia para observar la realidad desde el panóptico de la objetividad.

Volver a empezar

Habituados a los genocidios ajenos (que stricto sensu no son ajenos), hemos descuidado los nuestros, particularmente en lo que se refiere a las características de la represión en Uruguay durante la dictadura, a la composición etaria de sus víctimas y a su posterior destino luego de más de una década de prisión. Se calcula que algo más de 5.000 uruguayos pasaron por cuarteles y cárceles. Esa masificación de la técnica carcelaria tuvo al menos dos grandes hitos cronológicos y etarios.

El primero ocurre en 1972, cuando es liquidado el grueso de la resistencia tupamara. El segundo se da en 1976, cuando la represión se ceba en los comunistas. Ambas oleadas represivas fueron igualmente cruentas, pero tenían, entre otras, una diferencia, que se percibía desde el perfil etario. Una encuesta improvisada que hicimos en el Penal de Libertad arrojó que al momento de su detención, los presos del MLN eran, en promedio, 20 años menores que los del PCU. Pocas veces se ha establecido un corolario de estos datos. A saber, que los presos comunistas llegaban al Penal con una familia constituida, con un oficio, con un espesor de vida detrás, que posteriormente les facilitaría la reinserción.

En el caso del MLN, el panorama era radicalmente distinto. Se trataba de veinteañeros, y en ocasiones ni siquiera eso. Debe recordarse que de acuerdo con datos de organismos de derechos humanos, el 9% de los procesados era menor de edad al momento de su detención. Para muchos de esos muchachos, a menudo sin oficio, con familias destruidas, con juventudes perdidas, la reinserción resultó más dificultosa. Algunos de ellos (la minoría) tenían cierta familiaridad con las armas.

Al momento de salir de las cárceles, algunos de esos compañeros carecían del menor soporte material y social para reintegrarse en una sociedad que, en muchos aspectos, les resultaba “ancha y ajena”. En esas condiciones, no puede extrañar que entre las décadas del 80 y 90 aparecieran las “polibandas”, o “tupabandas”, calificativos que Urruzola utiliza con profusión en su libro. Ciertamente, algunos militantes del MLN se perdieron en esos fuegos fatuos. También es cierto que, por reglas elementales de compañerismo, más de una vez ayudamos a alguno de esos compañeros a salir de un atolladero, o lo rechazamos cuando lo que nos traía era “arena sucia” o un quebradero de cabeza. La conclusión que extrae Urruzola de las sagaces investigaciones que realiza en la prensa de esa época es que esas bandas (que según ella recaudaron unos 25 millones de dólares) fueron creadas por instigación del MLN o, más concretamente, por el extinto ministro Eleuterio Fernández Huidobro y por el expresidente José Mujica.

Dilemas y profecías

Lo que sigue es mi testimonio personal, como integrante del MLN, luego de la reinstitucionalización, cuando fui durante algunos años integrante del Comité Central (CC) del MLN.

Para ello sólo puedo recurrir a mis recuerdos, ya que no se llevaban registros gráficos ni sonoros. Han pasado ya más de 20 años desde el momento en que el tema fue planteado en un Comité Ejecutivo (CE) ampliado, en lo que llamábamos “área de análisis”, un espacio de discusión muy fecundo, que sobrevivió en tanto la dirección de la organización constituía un colectivo de iguales.

Rememoro particularmente la jornada en que se planteó con carácter perentorio la necesidad de financiar la radio. El peso que esta tenía como herramienta de difusión era creciente, los aportes desde el exterior disminuían, la frecuencia en el pago de salarios (que, por lo demás, se ajustaban estrictamente al laudo) comenzaba a alterarse. En definitiva, un panorama similar al que se da en cada casa de familia cuando los egresos comienzan a superar a los ingresos.

La opinión predominante era paradójica, a saber que en las propias dificultades que imponía el crecimiento estaba la solución a la emergencia. Ya el Frente Amplio administraba la Intendencia de Montevideo. Ya un contingente de compañeros revistaba en ese organismo y la solución estribaba en topear su sueldo y favorecer con ello a los más desfavorecidos. En tanto, sólo era preciso resistir y esperar que paulatinamente la situación cambiara. No sólo era una salida viable, sino que además nos solidificaba en la interna, en la medida en que disminuía la distancia entre los compañeros y nos vacunaba contra las tentaciones burocráticas, con su inevitable énfasis en la desigualdad.

Sin embargo, mi recuerdo va más allá. Concretamente, a las palabras de un compañero de perfil bajo y palabra medida, de cuyo nombre no quiero acordarme. No realizó ninguna afirmación, ni siquiera una propuesta. Es obvio aclarar que temas de esa índole no se votaban. Salían por consenso o no salían. Este compañero dijo aproximadamente lo siguiente: “Pero depender del aparato del Estado para crecer, ¿no puede implicar que ese mismo aparato nos traccione? Quiero decir, que lo que hoy estamos considerando un medio termine transformándose en un fin”. No supe comprender entonces la profundidad de lo que estaba planteando. Hoy lo recuerdo como una profecía, día a día.

Batistines” y “batidores”

Cuando era niño y cometía alguna indiscreción, mi abuelo me miraba, me acariciaba la cabeza y con una sonrisa que oscilaba entre el cariño y la admonición me decía: “No seas batistín”. Nunca supe, hasta hace muy poco, lo que eso significaba, más allá de que era el linde de un rezongo. Se trata de una palabra ya extinguida que proviene del lunfardo. Es el diminutivo ético del “batidor”. En la acepción que le da el diccionario es aquel que es “indiscreto, incapaz de guardar un secreto”. Se trata de un pecadillo en el que difícilmente cualquiera de nosotros no ha incurrido en su vida. Por lo general, sus consecuencias son reversibles. Pero sirven como advertencia.

Luego pensé en la analogía entre el “batistín” y el “batidor”. La pista para encontrar su conexión me la dio Tuñón, cuando habla de las similitudes y diferencias entre el “canillita” y el “ciruja”: “El canillita tiene dos o tres años más que el ciruja y lo lleva de la mano para mostrarle la maravilla de las vidrieras de las jugueterías. Y ambos se confunden en una lágrima fraternal, por el dolor de no haber tenido una madre nunca, de haber nacido guachos, sin saber de dónde viene esa, su cría prontuariada por la miseria y controlada por el hambre. El canillita, sin embargo, no es tan triste como el ciruja, como esa sombría flor de trapo que nació en la quema.

El canillita todavía ríe. El ciruja conoce los trabajos del escruche y es aprendiz de asaltante. Toma ginebra como un grande y el misterio sexual es para él fuente inagotable de dichos obscenos. Su obscenidad es trágica, porque es resultante de la miseria. El canillita todavía es puro. En la primavera, gusta deambular cazando gorriones por los campitos de la calle Darwin. Pero el ciruja prefiere jugarse al monte el producto de su última raspa. El canillita es demasiado deslenguado. El ciruja es cínico. El canillita ha aprendido a sufrir en silencio. El ciruja rubrica sus protestas con una sucia blasfemia. El ciruja es una consecuencia lógica del dolor de la urbe. Hay que aceptarlo y hay que compadecerlo. Pero nuestro corazón se siente hermano del canillita”.

En lo de Alcasotro

La diferencia entre el canillita y el ciruja es la que existe entre el batistín y el batidor. Todo es cuestión de tiempo, y de circunstancias. Pocos conceptos como el que alude al batidor tienen tanta variedad de enunciación: “abanico”, “delator”, “soplón”, “confidente”, “batista”, “campanilla”, “botón”, “buchón”, “alcahuete”, “chivato”, “güey corneta”, “cantor”, “bocina”, “alcaucil”… Y así podríamos seguir. Tan pródigo es el lenguaje popular en torno a este concepto.

Al batidor lo pueden hacer las circunstancias, su debilidad ante los apremios, su ambición, la necesidad de salvar su pellejo, su obsecuencia ante quien tiene mayor poder… Sin embargo, el lunfardo se agota en lo popular. No tiene palabras para designar a aquellos que no pertenecen a su clase. No tiene palabras para aquellos que se transforman en “batidores” por odio, por rencor, por haber sido postergados –real o imaginariamente– de posiciones de estatus, de fama o de poder. Encuentran absurdo que alguien se vuelva batidor por razones tan ajenas a sus urgencias. No hay palabras en el lunfardo para designarlo.

Como dice Charly, “yo nunca fui a París”. Sin embargo, encontré una palabra que lo designa por semejanza en la lengua francesa: rabouilleuse, que en ese idioma que poco manejo es “aquel que bate las aguas para poder atrapar los peces” (celle qui trouble l’eau pour mieux atrapper les poussions”. Es el título, además, de una hermosa novela de Balzac.

Ese tipo de batidor es inalcanzable por el argot, porque surge en esferas medias altas. Si los efectos nefastos del batidor entre las clases bajas son limitados a pequeños círculos, los que puede llegar a tener el rabouilleuse, o el batidor de “paladar negro”, pueden llegar a ser devastadores, en la medida en que pueden operar sobre el cuerpo social.

Este tipo de batidor es, por añadidura ubicuo, aunque los indicios para detectarlo están contenidos en uno de los más célebres temas del inmortal Sabalero, compuesto sobre música de Higinio Mena (‘Bailongo de Alcasotro’), que son rematados con esta estrofa contundente: “Carajo, no hay más ley que la de abajo, sólo la ley del pobre al pobre abriga, que el que anda en malas con los retobados, es que anda en buenas con la policía”. Aunque hoy por hoy, los retobados no sean los de antes y la policía… en fin, siga siendo la misma.

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