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Un cese anunciado y manoseado

Por Tomás de Mattos.

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A Pablo Bengoechea el oficialismo de la directiva de Peñarol terminó ejecutándolo. No caben dudas de que ese cese fue un acto de justicia. No por culpa suya, sino por errores y omisiones ajenos, Pablo era el único ídolo aurinegro que, fuera del plantel, había sido bien tratado por las directivas de Peñarol. Grandes ídolos aurinegros, con los mismos o mayores méritos que Bengoechea –recordemos, afrontando el mismo riesgo de omisión a Alberto Spencer, Tito Gonçalves, Pedro Virgilio Rocha, Tony Pacheco en su primer cese, Venancio Ramos, Ruben Paz o Fernando Morena en sus dos hazañosas participaciones– se fueron de la institución con pena y sin gloria reconocida. A ninguno se le levantó una estatua en Los Aromos. Ahora Bengoechea dejó de ser la excepción. La máxima “se usa y se desecha”, a la que siempre ha sido tan afecta la directiva de Peñarol, también se le aplicó. Fue groseramente destratado. Fue destituido de forma inoportuna, lo que le impidió cerrar contrato con otras prestigiosas instituciones que le habían manifestado en diciembre interés de contar con él; su cese le fue comunicado de modo grosero, sin que el presidente se molestara en hablar personalmente con él, a través de una intempestiva comunicación telefónica con otro funcionario de la institución. Aunque no se le expresó la razón de la disconformidad con su rendimiento, surge claramente la futilidad del motivo: haber perdido el segundo clásico del verano. De nuevo surge una lacra insanable de las directivas de los grandes del fútbol uruguayo: la hipervalorización de la competencia interna. Durante años, el único objetivo de las temporadas ha sido, para ambas, la superación del rival clásico, en los partidos y, en menor grado, en los campeonatos internos, relegando a la competencia continental. De ahí derivan deslucidas performances durante casi treinta años, tanto en la Libertadores como en la Sudamericana. Es verdad que Peñarol no ha alcanzado un rendimiento satisfactorio en casi todo el año. El propio Pablo lo ha reconocido en declaraciones semanales. Pero si esa fue la razón de su cese, éste debió decidirse al fin de la temporada, cuando el tema, incluso, estuvo en la agenda de la directiva y contó con resolución expresa. Pero la falsa importancia que se le otorga a la rivalidad clásica se trasuntó por dos veces. Primero, cuando por enésima vez se resolvió interrumpir inconvenientemente la pretemporada, conviniendo la participación en dos intrascendentes torneos de verano. Segundo, porque se le dio a la derrota en el segundo clásico una significación de la que carecía, porque los jugadores no estaban todavía físicamente preparados, al punto de que el equipo distó de su integración ideal. Su rendimiento, de modo alguno, servía para medir presente y futuro del trabajo de Bengoechea. Confieso que, como hincha de Peñarol, me convenció poco su nombramiento como técnico. Sus trabajos en Perú no permitían alimentar muchas expectativas, Ya en esa época prefería, como sigo prefiriendo hoy –y que me perdone Jorge Da Silva, quien nos dio el último campeonato uruguayo, el de 2012-2013– a Diego Aguirre, el último técnico que le imprimió al equipo un funcionamiento veloz y ofensivo. Pero Pablo y sus técnicos, entre ellos el Vasco Aguirregaray, otro ídolo manya del pasado reciente, no tardaron en impresionar, con su dedicación y seriedad a toda la hinchada. Puso en su tarea no solo todo el afán de un profesional que era consciente de que estaba trabajando para una gran institución, sino también todo el cariño de quien es hincha de ese equipo. Lo hizo con una llamativa humildad y espíritu de autocrítica. Se entremezcló con sus jugadores, fue uno más entre ellos. Como él ha dicho, se esforzó para que Los Aromos fuera una isla de tranquilidad, libre de presiones patológicas, para el mejor trabajo del plantel. Si bien ganó campeonatos como el Clausura 2015 y el último Apertura, lamentablemente su dedicación no tuvo el merecido lucimiento. Muchas victorias fueron ásperas y ajustadas y perdió o empató, no ganó, clásicos decisivos. Estuvo siempre en la cuerda floja y esa aflicción parecía no generarle resentimiento. No tuvo suerte; la directiva; quizás avergonzada de sí misma, terminó haciéndole el gusto a un puñado de hinchas obcecados. El desprolijo cese de Bengoechea cayó muy mal en el plantel, en el que había generado un alto grado de confianza y adhesión. El episodio más grave lo protagonizó nadie menos que el capitán, Marcelo Zalayeta, quien se fue de Los Aromos con todas sus pertenencias y anunció que anticipaba para esta fecha su retiro total del fútbol, que inicialmente tenía previsto para el mes de junio. El disgusto del plantel, así como la inminencia de la iniciación de la actividad oficial, se han convertido en los dos principales obstáculos que afronta Jorge Da Silva, desde que se ha hecho cargo de la dirección técnica de Peñarol. La presencia de Darío Rodríguez, hasta el año pasado un futbolista más y referente, puede limarle mucho a Da Silva eventuales asperezas que hayan quedado o surjan con el plantel. Este cese desmañado e ingrato puede en suma ser acertado aunque tardío. Delicada y primordial es la responsabilidad de las directivas respecto a confiar sus planteles a manos de los mejores técnicos posibles. Y en cuanto hayan sido electas democráticamente, esa responsabilidad es una prerrogativa que les es exclusiva. Lo criticable es, pues, no que se haya destituido a Bengoechea, sino la forma y oportunidad en que se lo hizo. Y si ese estilo y elección de oportunidad ameritan el calificativo de cavernícolas, cabe lamentar no solo que la resolución adolezca de un arraigo con una tradición que se debería superar, sino también que, efectivamente, por el presente en el que fue adoptada, significa un paso atrás en un proceso de modernización institucional incipiente pero promisorio. Desde no hace mucho, la gestión cotidiana de Peñarol se ha tecnificado. Se ha acudido a la figura de los gerentes para asistir a las directivas en las diversas ramas de su quehacer. Así, se han apostado, en la inmediación de los círculos dirigentes, cerebros exclusivamente dedicados a la resolución de determinados tipos de problemas. Sean los de altas finanzas, como los estrictamente deportivos o la explotación de más novedosos recursos genuinos en el mercadeo de bienes físicos o inmateriales –como la memoria institucional–. Bastante rápidamente, con naturales oscilaciones, siete pasos para adelante y dos para atrás, Peñarol ha ido adoptando las formas de gobernarse que priman en las grandes instituciones del mundo. Ha asumido con éxito un desafío largamente soslayado, como la construcción de un estadio propio, cumpliendo con los lineamientos de la FIFA. Todo indica que lo inaugurará a principios de este año. Hasta parece que se lo ha bautizado y está todo pronto para emprender la aventura de gestionarlo. Se ha enredado en disquisiciones y en discusiones sobre la organización de la cúpula institucional de su organización deportiva, de modo de fijar la orientación táctico estratégica del equipo y asegurar la mejoría paulatina pero incesante del plantel. Con insistencia ha asumido la defensa de la transparencia y equidad de la distribución de los recursos generados por los clubes en la disputa de los torneos continentales. Pero, sobre todo, ha elevado las miras. Con el simultáneo ascenso del equipo de José Luis Rodríguez a la directiva de Nacional, se puede afirmar que nuestros grandes han vuelto a emprender la conquista de las copas mundiales. Porque no deja, entonces, de ser un retroceso, es lamentable el episodio Bengoechea. Es de desear que se le dispense a su sucesor un apoyo más constante y más leal.

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