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2017: la irresistible ascensión de China a la cima del mundo

Por Daniel Barrios.

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La investidura de Donald trump, los lanzamientos de misiles norcoreanos, la “limpieza étnica”, el genocidio de los rohinyás en Birmania, la crisis catalana, el agravamiento institucional, social y económico en Venezuela, el inicio de las negociaciones para la salida definitiva de Reino Unido de la Unión Europea, hasta la tormenta desatada a partir de las denuncias de acoso sexual al  todopoderoso productor de Hollywood Harvey Weinstein, ocuparon los titulares de los principales medios del mundo y se disputaron la candidatura a “acontecimiento del año 2017”. Sin embargo, el año que acabamos de dejar atrás debería ser recordado como el año de China y de su presidente Xi Jinping. 2017 fue testigo de un hecho histórico sin precedentes: por primera vez un Estado, una nación -como lo fuera China por casi un milenio, hasta la caída de la dinastía Ming- vuelve a ser el principal protagonista de la política, las relaciones internacionales, el comercio y las finanzas del mundo. No tengo dudas de que el año pasado será recordado como un punto de inflexión, una ruptura en la política exterior china, que durante décadas fue inspirada por el principio de Deng Xiaoping de “ocultar el potencial y esperar el momento oportuno”. Para la República Popular el “momento” esperado desde 1955 -cuando Mao postuló los cinco principios de la coexistencia pacífica mundial-   fue precisamente 2017, y lejos de ocultar su potencial, lo exhibió orgulloso en todos los planos y en todos los lugares. Tanto el punto de partida como el arribo de la escalada china a la cumbre de las relaciones internacionales fueron minuciosamente planificados. Todo comenzó un 17 de enero en los Alpes suizos. El jefe de Estado de la superpotencia asiática y secretario general del partido más grande e influyente del planeta, inaugurando el Foro Económico Mundial de Davos, anunciaba que, de ahora en más, su país, su gobierno, y su Partido Comunista asumían la responsabilidad de custodiar el libre comercio y liderar la globalización económica del siglo XXI. “La globalización económica ciertamente ha traído nuevos problemas, pero no por ello puede ser que la hagamos desaparecer, sino que debemos adaptarnos y reconducirla, eliminar sus efectos negativos, hacer que beneficie mejor a cada país, a cada nacionalidad”, afirmaba el comunista Xi Jinping en el sitio de reunión por excelencia de la elite capitalista proglobalización. “Redoblar los esfuerzos para interconectarnos, comprometernos en el mercado libre y la inversión, la liberalización, y evitar el proteccionismo, que es como encerrarse en una habitación oscura en la que el viento y la lluvia pueden quedarse fuera, pero también la luz y el aire”, agregaba ante una platea de políticos y empresarios de todas las partes del mundo. Tres días antes de la asunción de Donald Trump,  cuya hostilidad al multilateralismo, a las fuerzas de la globalización y el libre comercio y sus exabruptos proteccionistas presagiaban la renuncia de la más grande potencia del capitalismo a un siglo de liderazgo, paradójicamente, es el secretario general del Partido Comunista quien se presenta como el último gran defensor de un mundo sin barreras comerciales y como principal apóstol del liberalismo. El mundo del revés.   El “ascenso pacífico” chino a la cima del poder global y de Xi al poder cuasi absoluto de China tuvo su expresión política e ideológica más acabada en el 19º Congreso del Partido Comunista de octubre de 2017. En su informe al cónclave comunista, Xi se comprometió a hacer de su país “un líder global” y que el “sueño chino de gran rejuvenecimiento” devolverá al gigante asiático su destino histórico, su karma de “centro del mundo”. Los diez meses que separaron el Foro de Davos del  Congreso de Beijing confirmaron y reforzaron esta tendencia. Mientras Trump se desvinculaba, uno tras otro, de sus compromisos globales (Tratado de París sobre el cambio climático, Acuerdo de Asociación Transpacífico), su colega  Xi asumía nuevas responsabilidades  internacionales, se consolidaba como primer actor de la diplomacia mundial y la República Popular ocupaba, sin prisa pero sin pausas, los vacíos dejados por Estados Unidos en Asia, América Latina y Europa y en el sistema multilateral en general. Nunca la política  exterior china fue tan activa y prolífera como en 2017. El presidente y su primer ministro, Li Keqiang, visitaron diez países cada uno. Xi viajó a Estados Unidos, Rusia, Finlandia, Alemania, Suiza, Vietnam, Kazajistán, Ecuador, Perú y Chile. En Beijing recibió no menos de 24 presidentes o primeros ministros (cinco de América Latina, dos de América del Norte, ocho de Asia, cinco de Europa, dos de África y dos de Medio Oriente) Durante el año, China participó en los denominados diálogos de alto nivel con EEUU, Rusia, Canadá, Francia, Reino Unido, Indonesia, Corea del Sur, la Unión Europea y los 16 estados de Asia Central y Oriental. Sin duda, el momento más importante y emblemático de la nueva era de la diplomacia china y el más representativo de su “poder blando” fue el primer Foro de la Franja y la Ruta para la Cooperación Internacional que, en mayo pasado, convocó en Beijing a más de 130 países representados por presidentes o ministros y los principales exponentes de 70 organizaciones internacionales (Naciones Unidas, Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, Organización Mundial del Comercio, Banco de Reconstrucción Europeo, Organización Mundial de la Salud, Agencia Internacional de las Energías Renovables, entre otras).   La Franja y la Ruta de la Seda, también conocidas como el “Plan Marshall chino del siglo XXI “, es un megaproyecto para incrementar las conexiones en la infraestructura, en el comercio, en las finanzas, en las políticas de 60 países de Asia, Europa, Medio Oriente y África y que representan 75% de las reservas energéticas conocidas del mundo, 70% de la población mundial y 55% del PIB mundial. El gobierno chino ha comprometido 1,4 billones de dólares para financiar su primer etapa de implementación. Politólogos, analistas y expertos debaten no ya de las causas -el consenso es cuasi unánime-, sino de las consecuencias de la “irresistible ascensión china”. La madre de todas las preguntas es si podrán Estados Unidos y la República Popular gestionar la relación política y diplomática más importante del siglo XXI. ¿Serán capaces de manejar  “pacíficamente” la tensión estructural implícita cuando una potencia desafía el poder de la otra? O ,por el contrario, se corre el riesgo de caer en la Trampa de Tucídides, el historiador griego que definió la Guerra del Peloponeso como “inevitable, por el ascenso de Atenas y el miedo que eso inspiró en Esparta”. Según el Fondo Monetario Internacional, China es desde 2014 la primera economía del mundo en términos de paridad de poder adquisitivo, que tanto el FMI como la CIA consideran el mejor criterio para comparar economías nacionales. Si los dos países mantienen los ritmos actuales de crecimiento, la economía china será 50% mayor que la estadounidense en 2023. Y la triplicará en los próximos 25 años. Estos datos no son historia, constatan una realidad y nos anticipan el futuro que nos tocará vivir.

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