América Latina tendrá varias elecciones presidenciales en 2018, entre ellas las de México, Colombia y Brasil. En el caso brasileño, debe representar el desenlace de la más profunda y prolongada crisis que el país ha vivido en toda su historia, iniciada a finales de 2014, cuando, derrotada por cuarta vez consecutiva en elecciones presidenciales y teniendo la perspectiva de tener que enfrentarse de nuevo con Lula en la elección siguiente, la derecha brasileña tomó la vía golpista. Desde entonces, Brasil ha ingresado en la más larga y profunda crisis de su historia, con la desestabilización introducida por la derecha y prolongada por el mismo gobierno instalado por el golpe. Fueron dos primeros años (2015 y 2016) de auge de la ofensiva de la derecha, que logró tumbar a Dilma Rousseff e instalar un gobierno que puso en práctica el ajuste derrotado en cuatro elecciones. El resultado fue que 2017 se volvió un año de giro en Brasil, con el cambio de la agenda de la derecha -centrada en las denuncias de corrupción y los problemas del modelo económico del PT- para el retorno a la centralidad de las políticas sociales. Uno de los resultados de ese cambio fue el ascenso del apoyo a Lula y el desastre de todos los candidatos asociados al gobierno de Temer. El año 2018 se anuncia como el año de las nuevas elecciones generales. Comienza con la continuidad de los procesos judiciales en contra de Lula, con los que, aunque sin ninguna prueba concreta, tratan de sacarlo de la disputa electoral. El 24 de enero se dará el juicio en segunda instancia -en Porto Alegre- de la primera condena de Lula. Grandes movilizaciones son anunciadas para enero en todo el país, haciendo de ese mes uno más de la precampaña electoral de Lula, que debe ser condenado, pero sin que esa condena lo saque de la disputa electoral. Hay todavía una serie de recursos a otras instancias de la Justicia. Este año será en Brasil una mezcla de batallas políticas, de masa y de peleas jurídicas. Pero lo que es seguro es que el nuevo año será el del desenlace de la crisis política iniciada hace tres años. O, de alguna forma que todavía no se vislumbra, el régimen de excepción se alargará, consolidando el desmontaje de Brasil como país, o se restaura la democracia, con la elección de Lula de nuevo como presidente del país, retorna el modelo de desarrollo con distribución de renta, las políticas de inclusión social y la política externa de soberanía nacional. De la forma que sea, Brasil decide su futuro por un tiempo largo en 2018. Un año decisivo para el país, con consecuencias directas e indirectas en otros países del continente. Si venciera Lula, se frenaría la contraofensiva conservadora, que no ha dejado de ampliarse en 2017 en Chile, en Argentina, en Ecuador. Será un año más de tensión, de convulsiones, de escaramuzas cotidianas, entre el bloque de derecha y el bloque de izquierda. La crisis ya se ha alargado por más de tres años; ha devastado los derechos sociales conquistados en los 12 años de gobiernos del PT, ha suspendido la política externa soberana del país, ha excluido al pueblo de las decisiones y ha cerrado el ciclo democrático brasileño. Un desenlace democrático representará que ese período negativo habrá sido apenas un paréntesis, superado por la capacidad de lucha de pueblo brasileño.
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