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A 35 años del ejército zapatista y 25 del levantamiento: “Todo es imposible en la víspera”

Mi primer acercamiento a esta historia fue en el año 2013, cuando un grupo de compañeros que había participado en las escuelitas zapatistas, entre lágrimas de emoción, contaban sus experiencias. Pasaron cinco años, hasta que llegó el momento de sentir sus territorios.

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Por Adriana Machado Torme

Me toca llegar a estas tierras en el año que se cumplen 35 años del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Además, el próximo primero de enero se cumplen 25 años desde que se cubrieron el rostro para ser vistos y entonces el mundo volteó a mirarlos. Pero en realidad hace más de 500 años que las/los indígenas de México y otras geografías de América escriben historias de vida desde la resistencia.

La historia zapatista es una historia de amor por la vida. Forjada por mujeres, hombres, niños y niñas inexistentes para la geografía política de México. De los que nadie esperaba nada, los invisibles. Los que se morían de hambre y enfermedades curables en las montañas, los que no tenían derecho a educación y ni siquiera a caminar por las veredas de las ciudades, los que eran esclavizados en las haciendas. Pero, a decir verdad, en pleno siglo XXI, nada de esto es ajeno a la realidad de muchas comunidades indígenas de América. Pero los indígenas y campesinos de los Altos de Chiapas un día dijeron ¡ya basta!

El “ezeta” surge en el año 83, cuando un puñadito de rebeldes bajo la protección de las montañas se fue organizando, lenta y silenciosamente, durante diez años. De a poco fueron sumando sus filas hasta convertirse en un ejército de miles que el primero de enero de 1994 irrumpió en las calles de cinco cabeceras municipales de Chiapas, despertando la atención de México y el mundo. Ese día entraba en vigencia un tratado de libre comercio con EEUU y Canadá que venía negociando el “mal gobierno” y abría por completo las puertas a un nuevo ciclo de despojos de la agricultura y la industria nacional. Mientras la producción agrícola estadounidense desarrollada bajo subsidios generaba sobreproducción de alimentos a bajo costo, los desprotegidos campesinos mexicanos eran sacrificados por su gobierno a manos del empresariado y en nombre del libre comercio.

Entonces, cansados de no ser, de no tener voz, de que se les quite el derecho a la vida, se hicieron oír fuerte y claro; “Techo, tierra, trabajo, pan, salud, educación, independencia, democracia, libertad, justicia y paz. Estas fueron nuestras banderas en la madrugada de 1994. Estas fueron nuestras demandas en la larga noche de los 500 años. Estas son, hoy, nuestras exigencias”.

Desde entonces ya pasó más de cuarto siglo, las armas cedieron lugar a la palabra, la palabra expresada se transformó en organización de otro mundo en los Altos de Chiapas. A este mundo llegué hace apenas unos meses, buscando llenarme de la alegre y humilde rebeldía de la prosa y la poesía que se lee en los cientos de mares de literatura escritos por ellos, con ellos y sobre ellos.

El primer acercamiento salió a las apuradas. Mi “compa” me acompañaba los primeros días de mi estancia y, desde antes de emprender vuelo de Montevideo, no podíamos dejar de soñar con llegar juntos a esas tierras, pero el tiempo era poco. Llegando a San Cristóbal nos pusimos en la tarea de descubrir cómo llegar hasta ahí. La respuesta no se hizo esperar. Así que nos levantamos temprano y seguimos las recomendaciones que habíamos recibido. Estábamos emocionados pero nerviosos, no sabíamos muy bien con qué nos íbamos a encontrar y la presencia de dos “güeros” en los caminos no pasa desapercibida en un estado con 70% de población indígena. No sabes si estás tomando bien “el camión” y entre los demás pasajeros hablan en tzotzil, tzeltal o quizás otra de las lenguas indígenas que se escuchan por estas tierras. Sabíamos que era algo así como una hora de recorrido. Después de levantar en una especie de mercado modelo a un señor que iba con muchas bolsas de flores, en breve ya estábamos en ruta, curva a la izquierda, curva a la derecha, derecha, izquierda de nuevo cientos de veces en la vuelta de la montaña. Ya no sabes si bajas o subes, si vas al sur, al norte, o hacia dónde.

El paisaje que se muestra en el camino es muy distinto a la monotonía de las rutas uruguayas. Sorprende la altura de las montañas, las pilas de leña pronta para el fogón y los comales listos para sacar unas tortillas o tostadas de maíz. Las mujeres y niños a la orilla de los caminos cuidan sus borregos mientras bordan sus coloridas vestimentas. Los hombres son difíciles de ver y por lo general no llevan trajes típicos. En las milpas también se ven mujeres. Más mujeres cargando leña colgada en sus espaldas y amarrada a su cabeza. Más mujeres lavando ropa o cargando agua. Cruces marcando lugares sagrados. Iglesias en cada rancherío. Casas humildes por doquier, en ninguna falta la milpa y sobre la carretera; elotes, esquites, atole, calabazas, huevos. La ruta tiene decenas de topes (lomadas, para nosotros). Dicen que la mayoría las ponen los propios pueblos para el autocuidado de su caminar, con carteles al estilo: “El exceso de velocidad se cobrará 3.000 pesos” o “quien arroje basura será multado con 3.000 pesos”. A lo largo de todo el camino y a lo lejos se ven las montañas y alguna que otra nube de lluvia o niebla amenaza con quedarse. Casitas muy humildes y otras igual de humildes, pero estilo muy Miami.

De repente, en una de las tantas curvas del camino, sin que cambie mucho el paisaje de montañas, sin cercos ni barreras físicas que lo delimite, más que los corazones e ideas que habitan ese espacio, estás en territorio zapatista, además del cartel que anuncia: “Está usted en territorio zapatista en rebeldía. Aquí manda el pueblo y el gobierno obedece”, se nota en la mirada penetrante de la gente, los murales de las casas de madera con estilo muy propio y algún que otro paliacate rojo.

Nerviosos como niños nos acercamos a la caseta que resguardaba la primera mirada atrás de un pasamontañas que nos tocó ver. Con paciencia y tratando de hablar lento, lo que en momento de ansiedad me cuesta mucho, pedimos para pasar a conocer el lugar. Tuvimos que esperar un rato la autorización y al compañero que le tocaba ese día y en esa hora encargarse de los curiosos que querían ver cómo era un caracol. Era un día normal, un día de clase para muchos de ellos, y ahí estaban los niños en la escuela, otros en la secundaria, unos filmaban un video, otros jugaban un partido de básquetbol; para identificar los cuadros, unos/as usaban pasamontañas y otro/as el paliacate, así rojos y negros se desplegaban con agilidad en aquella cancha en medio de las montañas. El compañero que nos guiaba, contaba muy emocionado sobre su sistema de educación, donde cada quien a su ritmo puede ejercer su derecho a la identidad, conocer su historia como indígena y zapatista, en su lengua, valorizar sus conocimientos y saberes ancestrales en relación con su entorno local, así como conocer los de otras luchas que los hermanan con otras geografías.

Los caracoles zapatistas en nada se parecen a un espiral, como había imaginado. Lo primero que sobresale son los murales sobre las casas de madera, las ropas de las mujeres, los paliacates y pasamontañas. Los caracoles son algo así como el centro “administrativo” y de autogobierno de un conjunto de municipios rebeldes. Son territorios de encuentro. Ahí están sus escuelas, policlínicas, las juntas de buen gobierno, la casa de las mujeres con la dignidad rebelde, algún que otro local de artesanías, un espacio para comer, el auditorio, las canchas. Y alrededor, donde la mirada curiosa no alcanza a ver, se expande y transcurre la vida de miles de familias que conforman las bases de apoyo zapatistas de esos territorios.

Para la segunda travesía, ya conocía el camino, y esta vez me tocaba llegar acompañada de dos experimentados conocedores del lugar; aunque hay deudas que son incobrables e impagables, a uno de ellos le debo el amor por el zapatismo que me supo transmitir con sus relatos, al otro la paciencia y la compañía, en estos tres meses por acá. Estaba más tranquila esta vez, pero la experiencia no deja de atravesarte cada célula con emociones diversas. Esta vez, además del recorrido, tocó conocer a las y los representantes de la junta del buen gobierno. De repente estás ahí con 5 de ellos y es cuando sientes en carne propia que el zapatismo trasciende ampliamente la figura de Galeano (ex-Marcos) y Moisés. El zapatismo vibra en la sangre de cientos de indígenas de los Altos y va más allá del místico primero de enero del 94. El zapatismo hace carne y se expande como la vida misma, en momentos de latencia y en momentos de fervor, en todos los días y las noches. En el aquí y ahora la rebeldía autónoma construye desde la alegría, el respeto y la dignidad un presente que siempre había sido negado por los malos gobiernos del mundo.

La tercera vez me tocó un rol distinto. Llegaba a estas tierras una amiga de Uruguay que venía por unas semanas a inundarme un poco los días de uruguayismo y amor. También estaba con nosotras un amigo de Brasil que nos hicimos por estos lados. Ninguno había ido aún y los dos querían conocer, así que me tocó hacer de guía. Era la previa del dos de noviembre, momento muy particular de la tradición mexicana y su relación con la muerte. Pero ese primero de noviembre era particular porque además daba inicio, en el caracol zapatista de Oventic, el primer festival internacional de cine imposible organizado en territorio rebelde, denominado “Puy ta Cuxlejaltic” (“Caracol de nuestra vida”). Cuando salimos hacía allá, lo único que sabíamos era cómo llegar. Con qué nos íbamos a encontrar, qué iba a pasar o cómo íbamos a volver (era feriado) eran detalles menores.

Esta llegada fue “muy otra”, había pasamontañas y paliacates, pero por miles, moviéndose de un lado a otro muy seguros de su andar, entretanto aparecían algunos visitantes que deambulábamos, bastante torpes, tratando de ubicarnos en aquel tiempo/espacio y de entender con todos los sentidos lo que acontecía, sin perder detalle. Después de pasar por el área de registro, con la clave que nos había llegado por mail, nos dimos a caminar por la calle que lleva hasta el bajo, que ese día estaba abarrotada de carteles con consignas, puestos de comida, proyecciones, niños, mujeres y hombres de las comunidades circulando todos bajo la atenta, pero cálida y respetuosa mirada que surge por debajo de los uniformes que identifican al EZLN.

Casi llegando al final de la calle y pasando el auditorio “Comandanta Ramona”, una carpa casi sobre otra abarrotaban el espacio, sin importar la pendiente, con lonas improvisadas que iban a ser el techo con el que se cubrirían miles de familias de las comunidades que llegaron para vivir su primer festival de cine (de 10 días). Cada tres o cuatro carpas, se levantaba un austero fogón donde se preparaba la cena.

Al caer la noche, entramos al auditorio, estaba por estrenarse la película Roma. Cuando entré no podía acreditar lo que veía. Ya había visto que eran muchos, pero todos juntos eran un mar de hormigas negras y rojas. Me pareció ver que en su inmensa mayoría las miradas bajo el paliacate eran almas y cuerpos jóvenes. Las y los zapatistas ocupaban todos los rincones, el calor humano se hacía sentir y la emoción desbordaba. En uno de los laterales la pantalla esperaba para ser proyectada. Después de un rato y una brevísima presentación por parte de los productores de la película, arrancó el esperado momento. Roma es una película en blanco y negro que ilustra la vida de una joven indígena que trabaja como empleada doméstica. La tensión, risas y lágrimas duraron casi dos horas, aunque creo que por momentos me parecieron más, es que no me había ubicado en un lugar muy cómodo. Al finalizar, al fondo y entre todos ellos apareció el Sub Galeano dando cierre a la actividad, con la entrega de reconocimientos a varios de los presentes, que fueron entregando los niños y niñas zapatistas.

Ya era casi medianoche, o sea, dos de noviembre. De repente, pero con previo aviso de no asustarse, se apagó hasta la última luz, dando así inicio a una ofrenda en honor a los compañeros caídos. La primera vela la encendió el Sub, que con esa encendió otra, que encendió otra y otra. No sé cómo, pero de repente y en solo minutos los miles que estaban ahí se pasaron uno a uno, una a una, la llama que inundó el amplísimo auditorio, y así cada uno con el vaso-vela pegado al corazón, alumbrados los rostros cubiertos, salieron paciente y ordenadamente en cuatro filas hacia el altar donde estaban dispuestos los nombres de todos los compañeros/as caídos en la lucha.

Como la niebla que baja a las montañas al atardecer y se expande, impenetrable y sin pedir permiso por todos los rincones, por todo el rancherío. Como esa niebla que baja segura de su lugar, de su tiempo y cuando te das cuenta te cuela hasta los huesos, así también avanzan las comunidades, sin descansar en la construcción de su autonomía. La espesa niebla es parte de la geografía del paisaje en Oventic, pero es diferente a otras nieblas, porque ahí no hay lugar para el miedo inmovilizador, solo hay lugar para arrumar esperanzas y darle la bienvenida a la noche. La niebla no detiene el andar del lugar, nomás llega y entonces entre ella se empiezan a escurrir los faros de las zapatistas y de las casitas. Las luces zapatistas se dibujan en la niebla, la enfrentan, la traspasan como si fuera el gran muro del capital del que tanto nos hablan y como si hacer la grieta que lo va a derrumbar fuera a cada instante y ya mismo posible. Estoy segura que por eso no descansan, desde hace 500 años, ni de noche ni de día en su tarea de derribar el muro.

Los que no tenían nada 25, 35 y 500 años después siguen demostrando al mundo con su “…Aquí estamos, somos la dignidad rebelde, el corazón olvidado de la patria…” que la autonomía es posible y que el poder del pueblo se construye.

En el zapatismo, el proceso de autonomía, que se dio a conocer primero como un levantamiento armado -en respuesta a la acuciante situación de violencia que condenaba a miles a la miseria-, evolucionó rápidamente hacia un proceso de diálogo con el gobierno para que sean reconocidas sus demandas. Pero a pesar de estos y de los miles que marcharon al Zócalo de la ciudad de México, el poder de turno tenía otros planes. Demostrando una fuerte capacidad organizativa, de autocrítica y claridad en la lucha, el zapatismo se abocó entonces a hacer realidad un nuevo mundo por sus propios medios, dejando en evidencia ante los ojos del mundo entero que el poder político es incapaz de representar los verdaderos intereses de los pueblos.

Se expanden entonces por los territorios rebeldes los caracoles y las juntas de buen gobierno; lideradas por la sociedad civil, bajo la protección del EZLN y con las consignas “democracia, libertad y justicia”. Entre las nuevas reglas que empezaban a determinar los pueblos para sí mismos, estaba una llamativa demanda de las mujeres rebeldes, “se prohibía el ingreso de alcohol a las comunidades”. Es de saberse que desde 1993 las mujeres indígenas zapatistas cuentan con una ley revolucionaria de las mujeres que garantiza el trato igualitario en todos los procesos de las comunidades. Cuando hoy Uruguay se sorprende por el uso del lenguaje inclusivo, desde hace años las y los zapatistas ya hablan de otros/otras y otroas.

Una de las cosas que me resultan atractivas del zapatismo es que son hoy y ahora una experiencia real, en la cual espejarse y de la cual aprender. Desde 1983 el zapatismo acumula granito sobre granito los frutos de su lucha; reforma agraria, ley de mujeres, lenguaje inclusivo, salud comunitaria, educación y justicia rebelde, organización popular y democrática para la toma de decisiones, alimentación adecuada y agroecológica, arte, universidades, mística, construcción de redes de apoyo internacionales, análisis políticos de la realidad en un lenguaje cotidiano y entendible para todos/as. Pero, sobre todo, son ejemplo viviente de que otro mundo es posible y se construye desde abajo y a la izquierda, con alegría, con poesía, con trabajo, con diversidad, con respeto, con inclusión, con dignidad y con rebeldía organizada.

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