El 28 de enero fue el 102º cumpleaños de Wilson. Es decir, el día antes de que saliera el número anterior a este. Alguno se preguntará por qué no escribió entonces y lo hace una semana después. Quizás porque el motivo de mi reflexión de hoy no es sobre el cumpleaños, sino sobre la forma cómo la gente, por encima de partidos, se empoderó del mismo.
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Este año no fue una fecha redonda, sin embargo, no paré de contestar a radios y de salir por televisión del interior vía Zoom. Me asombré de cómo ya han pasado 34 años de su muerte y la gente no lo olvida. Sigue siendo un referente nacional. Y sobre esto no se legisla, se vive o no entre la gente. No dejaré de decir que me impresionan más los recuerdos de quienes no fueron sus correligionarios. No solo porque en mi caso, de algunos blancos de hoy recibí insultos, pero también unos cuantos saludos y recuerdos.
Aun los que nunca lo votaron y lo siguen teniendo como un faro. Ocurrió durante su vida y después de muerto también. Cuando sus restos eran velados en el Salón de los Pasos perdidos del Palacio, sesionaba la Asamblea General. Recuerdo a un senador colorado, Carlos Cigliutti, con la voz quebrada, profetizando: “Ya irán los jóvenes de su partido, como los griegos a la tumba de Teseo, a buscar inspiración”. O su amigo de la vida, compañero de clase en Melo, el senador frentista Enrique Martínez Moreno, a quien le costaba hablar de la emoción que le embargaba.
Así fue él en vida. Tuve que decirle, en momentos que embarcaba hacia EEUU, donde iba a someterse a un diagnóstico final de la enfermedad que poco después se lo llevara, que su acérrimo adversario y amigo entrañable Paz Aguirre estaba en manos de Favaloro, en un quirófano en Buenos Aires. Lo apuraban porque el avión debía partir. Apresuradamente, escribió una esquela que nunca llegó a manos del destinatario, que murió esa noche: “Querido Lalo: cuando toda la opinión pública está pendiente de mi enfermedad, has irrumpido con un fulminante infarto. Por ello, te exijo que te recuperes pronto y, en el futuro, elijas métodos de competencia más leales. Un abrazo de tu amigo”.
Pero dijimos que más que de su fecha íbamos a hablar de cómo la gente se fue empoderando de la misma. Recuerdo cuando los festejos permanecían en la intimidad familiar. Pero en el año 1972 la cosa empezó a cambiar. Ese mismo año, a finales de enero, la Corte Electoral no había dado a conocer aún los resultados de las elecciones de noviembre del año anterior: el fraude que ungió a Bordaberry (hoy hay mucho más documentación probatoria que en aquel entonces).
Aquel 28 de enero de 1972, el cumpleaños de Wilson dejó de ser una fecha familiar para ser una expresión de festejo y protesta popular. En aquella ocasión, contra el fraude. Una colecta hizo posible que la multitud que se congregó frente a su casa le regalara una estatua de Leandro Gómez, que conservo en un lugar de honor de mi casa. La manifestación fue reprimida salvajemente por orden de Pacheco Areco. Yo, para variar, fui preso. El viejo (Wilson),fue arrojado al piso con los camiones lanzaagua, a los que por entonces llamábamos “guanacos”.
En el 73, todavía con Parlamento, a fines de enero, mi padre estaba junto a su madre, que moriría al mes siguiente. La gente retomó el “festejo protesta” en sus manos, en plena dictadura. En el año 1974 el inolvidable padre Ismael Rivas, uno de los luchadores olvidados del mundo eclesiástico, que resistió y sufrió en carne propia la persecución, hizo lo suyo. A la sazón, párroco de Pocitos, me llamó para organizar una misa por el cumpleaños de Wilson. Finalizada la liturgia, unió su voz a la de una desbordada iglesia de San Juan Bautista para cantar el Himno Nacional. Al salir, a los camiones policiales, y todos, cura incluido, presos en la 10ª.
En el 75 organizamos una cena en el parador Kibón. Revolviendo mis archivos di con fotos en las que, muy joven, me veo acompañado por Dardo Ortiz, Carlos Julio Pereyra, Carlos Rodríguez Labruna, mi otra abuela (Tatina), José Claudio Williman entre otros. Fueron, esta vez, muchos militantes de otras fuerzas (u otra fuerza, para ser más claro). Ningún herrerista.
En el 76, yo ya estaba en el exilio. Pero ello me permitió también, aprender de aquellas experiencias. En enero estábamos aún en Buenos Aires y lo celebré junto a mis padres. Para fin de año estaba ya lejos (en mayo habían matado a Zelmar y al Toba). El 13 de diciembre de ese año, Seregni cumplía 60 años. Lo pasé bajo nieve, en Washington, frente al Capitolio, junto a dos compañeros, Naúl e Iván, juntando firmas para exigir su libertad.