Hace pocos días se produjo en Argentina un acontecimiento histórico. La Cámara de Diputados votó a favor de la legalización del aborto mediante un proyecto de ley que permite la interrupción del embarazo hasta las 14 primeras semanas de gestación (*). El debate legislativo se verificó de una manera singular. Muchos expositores, provenientes de las más diversas disciplinas e ideologías, fueron llamados al Congreso para dar su opinión. Se produjo una verdadera deliberación colectiva y se construyó razón pública. Algunos de esos discursos sobresalen por su ejercicio reflexivo. El aborto es sin duda una de las cuestiones más complejas a abordar desde los colectivos sociales. En términos de opinión individual hay de todo. Unos están a favor y otros en contra, pero en el medio reina la más brutal de las confusiones. Se confunde juicio moral con problema social; se confunden el plano metafísico (el de las verdades últimas que cada uno cree defender) y el plano político (aquel donde es necesario sí o sí regular la vida, la conducta y la convivencia humanas a través de las instituciones). Partamos de la evidencia y no de las posiciones morales: el aborto siempre ha sido una realidad, desde los albores de la humanidad. Su penalización sólo ha provocado males sociales, inequidad e injusticia. Empecemos por el mal de la clandestinidad: los abortos practicados “a oscuras” se prestan al lucro desmedido y a maniobras que ponen en riesgo la vida de las mujeres, en especial de las que no pueden pagar un aborto seguro. Esto arroja, de entrada, una flagrante inequidad. Las que se mueren desangradas son las pobres. Provoca además un cúmulo de injusticias, por obligar a una mujer a ser madre contra su consentimiento, sea cual sea su circunstancia vital, y por negarle en definitiva el estatus pleno de sujeto de derecho libre y autodeterminado. Ignorar estos males, evitar trabajar en ellos para ponerles remedio, desechar el esfuerzo de hallar vías de solución racionales, equivale a una grave irresponsabilidad individual y colectiva. Volvamos a la confusión anteriormente señalada: una cosa son los juicios de hecho (ejemplo, decir que el aborto existe) y otra cosa son los juicios de valor (ejemplo, decir que el aborto es bueno o es malo, correcto o incorrecto), y mientras no seamos capaces de visualizar esta diferencia elemental no seremos capaces de sostener una sociedad plural, democrática, ordenada y orientada a los acuerdos, en lugar de a los desacuerdos. Yo creo que, simplemente, no podemos darnos el lujo de comportarnos como seres alienados, aferrados a su propia consigna, creencia o acto de fe, con los ojos tercamente cerrados a la realidad que nos rodea. No somos seres aislados. Vivimos en sociedad, y en las sociedades contemporáneas, el pluralismo y la diversidad de ideas hacen imposible llegar a un acuerdo sobre ciertos temas, como el del aborto, a menos que procedamos a construir los términos elementales de ese acuerdo. Puede parecer lamentable semejante diversidad. Sería mucho más fácil que todos sostuviéramos las mismas concepciones éticas o, mejor aun, que todos los demás pensaran como uno. Pero, según expresa el filósofo John Rawls, “considerar un desastre el pluralismo es considerar un desastre el ejercicio mismo de la razón humana en condiciones de libertad”. ¿Cómo llegar entonces a un acuerdo razonable sobre el hecho real del aborto, que no pase por la imposición autoritaria de una sola visión, por una imposición represiva y penalizadora, que en la práctica no resuelve el problema, sino que lo agrava? Si el acuerdo moral es imposible (y está visto que lo es), entonces sólo queda un camino: los juicios morales deberían dejarse entre paréntesis, a la interna de cada cual, y la sociedad debería promover otro tipo de argumentaciones para abordar el problema. Esto parece una afirmación de Perogrullo y, sin embargo, existe una descomunal e irracional resistencia a enfrentar la cuestión en esos términos. Necesitamos construir una razón pública en torno al aborto. De algún modo, con todos los obstáculos y las limitaciones de la praxis humana, ese ejercicio de razón pública se ha llevado a cabo en el Congreso argentino, y esto debería ser motivo de celebración. Una razón pública es aquella que deja de lado, en la discusión colectiva, los postulados científicos controvertidos, las creencias religiosas, las doctrinas morales y las concepciones metafísicas, por valiosas que puedan ser para sus sostenedores, y acomete otro tipo de instancias deliberativas. Es lo que Rawls denomina “posición original”, situación ideal en la que se promueve la reflexión y la búsqueda de unos principios de justicia en común. Para Rawls, la justicia no es una entelequia imposible, no es un fantasma inapresable; no es un personaje con los ojos vendados, ciego y sordo a los males de este mundo. Por el contrario; para Rawls, la justicia es una construcción social en la que participan todos los integrantes de la sociedad como seres racionales, libres e iguales. Esto supone, entre otras cosas no menores, que nadie puede imponer a nadie su particular punto de vista, sino que todos han de comprometerse a elaborar una razón pública, cuyos valores también sean públicos, es decir, que no retornen al círculo vicioso de los interminables debates metafísicos. Esto sería más de lo mismo: el viejo callejón sin salida que, en el mejor de los casos, demuestra nuestra completa incapacidad, como ciudadanos, para enfrentar los males sociales. Las confusiones, intencionales o no, las opiniones de francotirador virtual, la hipocresía enmascarada detrás de una frase, sólo contribuyen a hacer de este mundo un sitio cruel, inhóspito y contaminado. En el Congreso argentino, la diputada Silvia Lospennato lo señaló: “Se nos quiso hacer creer que estábamos discutiendo aborto sí, aborto no, pero de lo único que se trataba era de aborto clandestino o aborto legal. De cara a la realidad, lo único que puede defender la vida es el aborto legal”. Quienes rechazan la despenalización del aborto en nombre de creencias e ideologías, no sólo rechazan la realidad, sino además su cuota parte de responsabilidad colectiva. En efecto, ¿qué se rechaza? ¿Una evidencia contra la cual nadie ha hecho otra cosa que prohibir y reprimir? ¿Se rechaza la estadística oficial de las muertes por aborto clandestino? ¿Se rechaza el derecho a la salud de las mujeres que abortan? ¿Se pretende obligar a las mujeres a continuar con embarazos no deseados? ¿Es posible evitar que una mujer aborte, a través de imposiciones externas a su voluntad? Vuelvo a la anterior dicotomía: el acuerdo en una sociedad pluralista no se construye con metafísica, sino con decisiones políticas fundadas en la razón pública. Si el aborto continúa siendo clandestino, sólo se garantiza la perpetuación de las muertes, de la hipocresía y de la inequidad. Si verdaderamente nos oponemos al aborto, debemos estar a favor de su despenalización, no en nombre de nuestra conciencia moral, sino en el marco de una correcta decisión política. En cambio, si nuestra intención es culpar, reprimir y castigar, permanecer indiferentes a la realidad o, peor aun, practicar o ser cómplices de un aborto clandestino, mientras mostramos ante el mundo una aparente postura contraria, entonces nos alzaremos contra su legalización. La consideración de la mujer como sujeto de derecho, dotado de libertades y de autonomía sobre su propio cuerpo, es una premisa elemental de la racionalidad democrática, mal que les pese a los modernos inquisidores. El primer principio de justicia es para Rawls el de libertad: “Cada persona ha de tener el mismo derecho irrevocable a un esquema plenamente adecuado de libertades básicas iguales que sea compatible con un esquema similar de libertades para todos”.
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