Vivimos en un Estado de derecho, que si bien fue largamente criticado por las izquierdas históricas, hoy es casi unánimemente aceptado como modus vivendi y operandi básicos de los gobiernos. Junto con este tipo de Estado conviven: el dominio fundamental del mercado como instrumento de valor y medida del intercambio de bienes y servicios; el dominio central de la democracia partidaria, vagamente republicana, articulada en parlamentarismos más o menos ejecutivistas, pero siempre superordinados al judicial en el precario desequilibrio de poderes cotidiano real; y un orden social y un imaginario cultural gruesamente alineados con todo ello. Nos guste o no, tengamos más o menos conciencia del entorno político jurídico en el que vivimos, deberíamos tener muy claras algunas cosas que parte de los políticos parecen ignorar o subordinar a otros criterios más personales de decisión. Y me refiero, en el abordaje de esta columna, a la “presunción de inocencia”, uno de los pilares del estado de derecho como lo conocemos, ancla y custodio de los derechos subjetivos de todos, liberalmente acuñados durante los siglos XVIII y XIX. Esta llamada presunción de inocencia nos cuida a todos, entre otras cosas, de la arbitrariedad y discrecionalidad de los más poderosos. La imprescindible presunción de inocencia Frente a la urgencia de castigar un crimen, muchas veces se sostiene una irreflexiva ansiedad por detener, juzgar y condenar (cuando no ejecutar sumariamente) sin que las evidencias sustantivas y sus procesos formales sean esperados con la superior importancia que la presunción de inocencia debiera revestir para todos nosotros. Sin esta presunción, es cierto que nuestro cotidiano castigaría a veces con mayor velocidad, pero se equivocaría mucho más y pondría en vilo nuestra inocencia cotidiana frente a los ansiosos, a los urgidos y a los que disfrutan de legitimidad a partir de su papel en el descarte de esta presunción durante los procesos de indagación, durante el levantamiento provisional con el procesamiento y durante la secuencia posterior a la condena firme judicial. Pese a que se paga el precio de que algunos culpables queden sin castigo, y que esos castigos puedan ser menores o más tardíos de lo deseable, la seguridad y garantías que para el cotidiano de todos representa la presunción de inocencia (reversible por flagrante, semiplena prueba y debido proceso) deberían ser objeto de reflexión frecuente, aunque más no fuera para cuestionar histerismos fachos de queja pseudovaliente, desbordes ejecutivos para llenar el ojo y autoatribuciones ejemplares y supermánicas de jueces y fiscales desmedidos en su conciencia de funcionalidad social. Sin una consciente y bien implementada presunción de inocencia, nuestro cotidiano sería una pesadilla constante. El cansancio de la población neoyorquina por la tolerancia cero y las requisas callejeras ubicuas (Giuliani-Bratton), tan histéricamente reclamadas como remedio al crimen, documenta la súbita nostalgia por la presunción de inocencia que ocurre cuando se olvidan las consecuencias prácticas de su observancia disminuida. Imagínese si ante la urgencia sentida por condenar por terrorismo o por algún crimen espectacular, usted o cualquiera de los suyos pudiera ser detenido, procesado y culpado por la mera necesidad de tranquilizar sobre la gobernabilidad, eficacia, eficiencia y rapidez de respuesta de los encargados del orden estatal o gubernamental. Eso podría pasar, y las legislaciones posterroristas apuntan, doctrinaria y normativamente, a ese pesadillesco mundo al que contribuimos crecientemente pidiendo mayor dureza legislativa, judicial y policial, que casi implican una progresiva amnesia por la columna liberal y ciudadana fundamental que la presunción de inocencia representa. ¿Qué pasa con el abuso de funciones? Una de las mejores maneras de desvirtuar el cimiento liberal de la presunción de inocencia y de apreciar el pesadillesco cotidiano que su desvirtuación acarrearía, es el análisis del debate actual sobre la derogación o reforma del artículo 162, del Capítulo II, del Título IV, del Libro I del Código Penal vigente, que castiga con prisión e inhabilitación especial a funcionarios públicos que, en abuso arbitrario de su cargo, perjudicaran a otros con ello. Dicho acto sería castigable si “no se hallare especialmente previsto en las disposiciones del Código”. Como se ve, una flagrante violación del principio liberal y doctrinario de la presunción de inocencia, tan necesario como querido. Si el principio es la libertad y su garantía por medio de la presunción de inocencia, debería ser jurídicamente nula toda disposición que la enfrente y resulte en su vulneración práctica (normativa o decisoria). Es increíble que se haya votado este artículo legislativamente, promulgado ejecutivamente y aplicado judicialmente sin que nadie haya levantado su voz para fustigar a este flagrante ataque al principio fundamental de la presunción simple de inocencia, hasta constitucionalmente cuestionable. Hace un tiempo, y ahora con mayor fuerza, ese cuestionamiento al mencionado artículo 162 está amenazado de derogación, o de reforma de sus contenidos, de modo de eliminar “el abuso innominado de funciones”, tal como de modo aun más redundante y antijurídico se han calificado penalmente esas conductas. Oxímoron tenebroso, si los hay, este artículo del Código Penal ignora la taxatividad y especificidad con que una conducta debería ser descrita para poder configurar un limitante a la libertad individual amparada por la presunción de inocencia. Aclarado lo anterior, concentrémonos en las pequeñeces políticas con las que ha chocado y choca en el cotidiano político, más que nada legislativo, esa tan importante preocupación por la derogación o reforma del citado y peligroso disparate para nuestro cotidiano que es el artículo 162. La baja formación del debate político Llama la atención la tersa alineación de los partidos tradicionales con la mantención del pesadillesco disparate. Porque si alguien debería supuestamente custodiar las garantías y libertades liberalmente consagradas en nuestro derecho positivo, son los partidos tradicionales, desde la matriz constitucional de 1830 y pasando por sus sucesivos ajustes constitucionales y legales. Aquellos cuyas veleidades antiliberales, de descaecimiento doctrinario por la democracia liberal y sus institutos, deberían ser tenidos a raya, serían precisamente los “partidos de ideas”: los anarquistas, comunistas, socialistas y sus variedades hasta socialdemócratas y democristianos que pudieran hacer temblar la matriz ideológica liberal anclada en presunciones de inocencia doctrinarias, incompatibles con abusos innominados de funciones legales. Sin embargo, en este caprichoso mundillo pragmático de subordinación de los principios a los votos, o peor, a las coyunturas individuales, Sancho se ha quijotizado y Quijote, sanchificado; quienes defienden la doctrina liberal, con su presunción de inocencia incompatible con una legislación que prohíbe innominados abusos administrativos de funciones, son los tradicionalmente sospechables de autoritarismo contra los tesoros en custodia de los partidos tradicionales liberaldemocráticos; y los que masivamente proponen la mantención de una legislación antidemocrática y liberal son los que supuestamente la deberían denunciar. No solamente es llamativa esta inversión histórica de los papeles doctrinarios por parte de actores sociopolíticos estereotipados desde fines de los años 50 y mediados de los 60. Hay otro componente del debate cuya endeblez ideológica no deja de sorprender mi capacidad de absorción de la pequeñez ideológica progresiva de los argumentos usados; en efecto, algunos legisladores han argumentado que no pueden votar contra una ley mediante la cual se los ha incriminado judicialmente a ellos o a algún connotado correligionario partidario. Curiosa falta de formación politológica y moral sobre su rol y funciones como legislador de los Sanchos quijotizados que atacan el artículo 162, cuando se supone que deben apoyar lo que crean mejor para la legislación del país a futuro, y no aquello que evite suspicacias acerca de los motivos de su apoyo a la iniciativa. En otras palabras, si la derogación impide efectos indeseables de la aplicación de una injusta y antijurídica ley anterior, mucho mejor y no mucho peor; es una oportunidad para librar a algunos ya injusta y antijurídicamente imputados, y a todos para siempre de ello. Deben argumentarse los porqués de la decisión y no esperar que las suspicacias desaparezcan totalmente por ellos. Siempre habrá suspicacias; y si los legisladores no van a votar por aquello en lo que creen y en lo que creen, y concuerdan sus mayorías partidarias para evitar suspicacias de poco informados ciudadanos, la mezquina timoratez electoral triunfará cada día más frente a las cultas e informadas razones personales, fraccionales, partidarias e intelectuales que deben producir persuasión, convicción y decisión políticas en desmedro de las suspicacias, pequeñeces, dimes, diretes y chimentos que crecientemente invaden el espacio comunicacional decisorio. Es de un extremado grado de decadencia política y ética que una convicción masivamente profunda sea descartada en aras de un cálculo electoral mezquino y cholulo. Cada día me asombra más la insuficiencia filosófica, ideológica y política de la formación de nuestras elites decisorias; aunque más no sea porque los olmos no dan peras.
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