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Agresividad y violencia

Por Rafael Bayce.

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El diccionario filosófico de Lalande define muy ricamente a la violencia como el empleo ilegítimo, o por lo menos ilegal, de la fuerza. Muy significativamente distingue, y acumula, la violencia ‘ilegítima’ -aquella que alguien ejerce transgrediendo el deber ser creído como tal colectivamente, moral- y la ‘ilegal’ -aquella prohibida por el orden normativo legislado por autores competentes dentro de su jurisdicción, generalmente pero no necesariamente moral-.

Ambas pueden coincidir, pero también divergir, siendo la divergencia lo más interesante para explicar la vigencia concreta de algunas conductas tales como la justicia por mano propia, delito ilegal, pero conducta aprobada como legítima en algunos medios y contextos. Porque muchas veces la ilegalización de una conducta no la hace necesariamente ilegítima, aunque sea cierto que la ilegitimidad creída lleva normalmente a su ilegalización.

El proceso civilizatorio de progresiva ilegitimación e ilegalización de la violencia tiene tres fuentes principales: uno, la domesticación cortesana y la formalización del cotidiano; dos, la imposición paulatina de los Estados-nación centralizados que monopolizan el uso y amenaza de la fuerza; tres, la superación de venganzas, vendettas y el ojo por ojo babilonio de Hammurabi desde la moral judeocristiana y estoica. Matizando a Elías y a su confirmación hasta hoy por Harari, Lipovetsky dice que ese proceso, gruesamente válido, tiene excepciones en la medida que la ilegitimidad de la violencia no penetra con la misma velocidad, en el espacio-tiempo, todas las capas sociales ni todas las instancias que podrían suscitarla, lo que hace que la generalización de su ilegalidad no sea siempre suficiente para eliminar violencias que conservan su legitimidad pese a su ilegalidad superviniente –i.e. en capas sociales determinadas, con conductas específicas como las sexuales, o en asuntos públicamente desregulados como el ciclo de las drogas ilegales-.

En muchos casos, históricamente, la imposición de legalidades de legitimidad translocal –i.e. de conquistadores, vencedores bélicos, invasores, migrantes, viajeros- choca con legitimidades y/o legalidades locales (i.e. indígenas, dominados, etc.). Los casos de la justicia por mano propia y de la proporcionalidad de la respuesta violenta son ejemplos conspicuos para explicar, mediante esa distinción legal-legítima, violencias concretas de diversa calificación y probabilidad de ocurrencia. Lo mismo, geopolíticamente, sucede con intereses y necesidades que se cree necesario servir, legítimamente, mediante ilegalidades encubiertas que se disimulan hasta el punto de proclamarse su ilegitimidad e ilegalidad mientras se efectúan en la práctica; los organismos de seguridad, el espionaje, los comandos secretos, el terrorismo y la guerrilla son ejemplos históricos de la tensión entre legitimidad y legalidad en la realidad y en el discurso.

 

Agresividad, agresividades

Comencemos por dos nociones importantes de ‘agresividad’, de diverso caudal técnico pero perfectamente complementarias para explicarnos inteligentemente la agresividad de modo metaemocional. Uno, la de Henri Laborit: “La cantidad de energía cinética capaz de destruir más o menos completamente una estructura, acelerando la entropía de un sistema, su nivelación termodinámica”, “liberación energética desestructurante”. Joachim Illies: “Designamos con ese nombre (agresión) al impulso que se manifiesta como contrapuesto a las energías o fuentes religadoras o constrictivas; como ímpetu de rechazo, o como necesidad de distanciamiento y espacio vital. Por consiguiente, con la palabra agresión no nos referimos especialmente al deseo de aplastarle la nariz al vecino, sino que aludimos al deseo que tiene un ser vivo de autoconservación, autoafirmación y delimitación con respecto a su vecino; la agresión, por lo tanto, es el deseo y la capacidad de afirmarse a sí mismo y distinguirse de los demás, manifestando y defendiendo con ello el derecho al propio ser y a la propia realización”.

Importante dicotomía fuertemente debatida existe entre los partidarios de la agresividad instintiva, línea Darwin-Lorenz, y la aprendida, línea Skinner, muy probablemente complementarias pese a su forzada dicotomización por erizadas parroquias. Volvamos a Laborit que distingue: uno, una ‘agresividad depredatoria’, instintiva, de caza, pesca, recolección violenta, eliminación de obstáculos disfuncionales, ocupación de espacios y su territorialización instrumental; dos, una ‘agresividad defensiva’, también instintiva, innata, provocada por un estímulo doloroso cuando la huida es imposible; puede tener refuerzo adquirido cuando es recompensada interpersonal y colectivamente; tres, la más interesante, la ‘agresividad de competición’, adquirida, vinculada al acceso a objetos, personas e instancias  gratificantes y al establecimiento de jerarquías dominantes y/o hegemónicas, de poder simbólico.

Refuerza las pulsiones predatorias y legitima las competitivas desde la predación o desde la defensa contra la predación. Citemos más maravillas de Laborit: “Podemos concluir que los problemas de crecimiento, producción, contaminaciones, son problemas de agresividad competitiva, crecientemente enmascarados bajo un discurso humanitario exculpatorio, que permite el mantenimiento de la estructura de dominación en el interior de los grupos y de las etnias, así como entre las naciones. La agresividad competitiva pasa hoy, más que ayer, por la eficacia de las armas y por el número de patentes de propiedad de inventos. Esta agresividad fundamental, que permite a los dominantes conquistar y conservar su posición de dominio, se halla tan perfectamente ritualizada e institucionalizada que ha dejado de ser manifiesta y ha adoptado el aspecto del derecho, de la justicia, de la ausencia de agresividad, hasta el punto que permite a menudo profesiones de fe humanitaria, de piedad, de caridad y de mansedumbre, al mismo tiempo que estigmatiza las explosiones brutales de violencia de parte de los dominados” (militares, policías, neoimperiales como Estados Unidos, Israel, Arabia Saudita y, en menor medida, sus enemigos).

Pero los comportamientos agresivos, en cualquiera de sus tres tipos, pueden tener un buen resultado, lo que refuerza las conductas, poniendo en funcionamiento un sistema químico catecolaminérgico de renovación energética, típicamente dominante en los dominantes. En cambio, si la conducta no es exitosa, mueve a la huida; y si esta no es posible o efectiva, el mecanismo químico es colinérgico, periventricular, mediado por la acetilcolina, de orientación a la lucha, a la agresividad defensiva. En todos los casos, hay síndromes de alerta y alarma hipófiso-córtico-suprarrenal a través de la liberación de corticotrofina. Si los mecanismos secundarios de huida o lucha tampoco son exitosos, se desatan mecanismos de inhibición o extinción de comportamientos aprendidos fracasados; los mecanismos químicos son colinérgicos y quizás serotogénicos. La reiteración de fracasos en la predación o competición, sucedidos por intentos de huida, en primer lugar, y de lucha-agresividad defensiva, en segundo término, pueden ser más menos exitosos. Obsérvese, de paso, que los psicólogos sociales establecen que las reacciones básicas al miedo son la retracción o la agresión; las personas que menos salen y más se alimentan de los medios masivos de comunicación y de su publicidad consumista criminógena son los que más se encierran en casa (huida, retracción) y los más proclives a pedir o adherir a endurecimiento de penas, facultades policiales y dureza judicial, combinación de retracción-huida con agresividad defensiva-queja histérica (agresividad defensiva, pero activa).

Si no lo son, se acumulan bajo formas de ‘angustia’ consecuente a inhibiciones de acciones no exitosas y a formas de huida o lucha poco funcionales. La angustia sucede a fracasos, prohibiciones, y prohibiciones de transgresiones, a déficits o superabundancia de información pertinente referida a esas áreas problemáticas y, finalmente, recurre a un refugio en lo imaginario, que se puede realizar “en las religiones, en la toxicomanía, en la creatividad, en las psicosis” o en fetiches catárticos, políticos, deportivos, o del jet-set de la abundancia, el consumo el estatus emulable bajo formas materiales o simbólicas.

Retengamos, entonces, la secuencia neuroquímica y socioculturalmente alimentada: uno, tentativa predatoria o competitiva; dos, si hay éxito, hay refuerzo catecolamínico y endógeno socioculturalmente; tres, si hay fracaso, hay inicialmente huida; cuatro, en su defecto, lucha de agresividad defensiva, con actividad neuroquímica colinérgica (acetilcolina, serotonina) y alarma corticoide; cinco, los nuevos fracasos de los enfrentamientos al fracaso básico generan una angustia multicausal que se libera imaginativa e imaginariamente. Por eso, quizás, por ejemplo, el fanatismo evangélico es de los pocos imaginarios simples pero poderosos que pueden sustituir las energías de agresividad o retracción que tienen delincuentes y adictos. Es atrevido pero sugestivo, ¿no?

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