“Nací al lado de la piedra junto a la montaña, en una madrugada de primavera, cuando la tierra, después de su largo sueño, se corona nuevamente de flores. Las primeras prendas que al nacer me pusieron las hizo mi madre cantando baladas antiguas, mientras el pan casero expandía en la antigua casa su familiar perfume y mis hermanos jugaban alegremente. Me llamaron Alfonsina, nombre árabe que quiere decir dispuesta a todo”. En mi última visita a Buenos Aires no me quise perder la función de tango del Tortoni, así que acudí muy temprano para conseguir buenos lugares, y después, para aprovechar el tiempo, me senté a la mesa de Alfonsina. Mientras tomaba un café volvió a mí el enigma de la poeta, nimbado, como no podía ser de otra manera por la tragedia de su muerte, que parece sobrevolar toda su obra. No todos los poetas y escritores se suicidan, ni mucho menos. Pero existe un club de los poetas muertos por su propia voluntad, en el que figuran algunas notables personalidades como Virginia Wolf, Alejandra Pizarnik y Sylvia Plath. Si bien se trata de casos distintos al de Alfonsina, es probable que la sensibilidad artística nazca frecuentemente del dolor y del caos de las situaciones extremas; las mismas que más de una vez llevan a sus protagonistas al abismo. El 29 de mayo se cumplieron 126 años del nacimiento de Alfonsina Storni, una mujer cuya vigencia permanece incólume -o aumenta- desde los más variados puntos de vista. Desde que tuvo conciencia del mundo, o sea, desde que se paró frente a las cosas y constató que ella y las cosas se diferenciaban y se atraían y repelían a la vez, Alfonsina descubrió el sufrimiento. A los seis años robó con la mayor sangre fría un libro de lecturas, porque el “peso nacional” que había pedido para comprarlo le fue negado. A los doce escribió su primer poema, o por lo menos el primero de que se tiene noticia, tan desgarrador en su apelación a la tristeza y a la muerte que su madre, alarmada, no pudo menos de manifestarle que la vida era dulce. ¿Era dulce? Evidentemente, para Alfonsina no. Poco después su madre intentó dirigir una escuela a la que asistían 50 alumnos, escuela a la que Alfonsina debía integrarse, ya que su progenitora adivinaba en ella unas condiciones poco comunes para el estudio y la reflexión. Pero su padre decidió otro destino para la niña: la puso a fregar y a servir bebidas en el Café Suizo, que acababa de abrir. Este no debe haber sido el primer desengaño de su vida, habida cuenta de aquel primer poema en el que traslucía su visión catastrófica del mundo, pero fue sin duda un golpe severo para su sensibilidad y sus ilusiones. En un supremo esfuerzo para salir de sí misma y del entorno familiar agobiante, tras la muerte del padre se traslada, con tan sólo 14 años, a Coronda para estudiar magisterio, pero como le era preciso ganarse la vida, se pone a trabajar en una empresa de gorras y luego en una de aceites, se pone de celadora en una escuela y finalmente prueba suerte como corista, lo cual en aquellos tiempos suponía un estigma de los grandes. La primera idea de suicidio le sobrevino justamente cuando la familia descubrió su oficio de cantante, y entonces ella pensó en arrojarse al río. Después de tantos avatares, y sumida en la soledad de los desterrados, logró al fin obtener su anhelado título de maestra, pero su estado de alma estaba quebrado sin remedio posible, no tanto por culpa de su propia psiquis, sino más bien por abuso y repudio sistemático de la sociedad. A partir de entonces, en medio de hondas depresiones, su soledad y su condición de incomprendida fueron aumentando, y sólo la escritura se convirtió en refugio. Su primer libro de versos lo escribió “para no morir”. Dice Muriel Barbery en su obra La vida de los elfos, en referencia a uno de sus personajes, que “traslucía una ligera tristeza, como suele ocurrirles a las almas cuya inteligencia desborda la percepción… y que ya presienten las tragedias del mundo”. Algo de esto ocurrió con Alfonsina, con la diferencia de que la suya nunca fue una tristeza ligera, sino más bien profunda y ardiente. A los 20 años tuvo un hijo como madre soltera. Era evidente a esas alturas que Alfonsina estaba peleada con el mundo, o con las convenciones y discursos que hacen las veces de tal. Ella, que no podía hallar su lugar como mujer, tiene que haber maldecido largamente su sexo, que de tal modo la constreñía y la condenaba. Y sin embargo, en una aparente paradoja, expresó en uno de sus versos: “Señor, el hijo mío que no me nazca varón”. Se ha dicho de Alfonsina que poseía la mente de un varón, e incluso ella misma llegó a aseverarlo en alguna entrevista; para mí, sin embargo, no debe haber perversidad mayor que semejante afirmación, ya que esa idea equivale a la mutilación más concluyente que puede experimentar un ser humano. O se conforma con el molde de mujer que la sociedad quiere imponerle, o es un hombre encerrado en un cuerpo de mujer. No estamos hablando, por cierto, de transexualidad, lo cual sería muy válido. En todo caso, la poeta se rebelaba contra el papel de femineidad construido en su tiempo, según el cual se pretendía que la mujer fuera un ser para otros, y jamás para sí mismo; un ser dotado de una pureza virginal que incluía, además, un estado casi absoluto de ignorancia. Un ser privado de libertad y de autonomía, que debía caminar por una senda trazada de antemano. Por eso dice ella en unos versos: “Yo soy como la loba/ quebré con el rebaño/ y me fui a la montaña/ fatigada del llano”. El propio Kant se expresa de tal modo cuando habla de la mujer: “Aprender con trabajo y cavilar con esfuerzo, aun cuando una mujer debiera progresar en ello, hace desaparecer los primores que son propios de su sexo, y puede convertirse en una fría admiración a causa de su rareza, pero debilita al mismo tiempo sus encantos”. Una mujer que “tenga la cabeza llena de griego… o que mantenga discusiones profundas sobre la mecánica… únicamente puede en todo caso tener, además, barba”. Si uno de los mayores pensadores de occidente se expresa de tal modo sobre lo femenino, con una normatividad cerrada y asfixiante que, dicho sea de paso, viene a contradecir el fundamento mismo de un sistema filosófico centrado en la razón, la libertad, la autolegislación ética y la autonomía de la voluntad, no cabe hacerse demasiadas ilusiones en referencia al imaginario colectivo que puede trazarse a partir de esas ideas. Dije más arriba que el caso de Alfonsina es distinto al de otras poetas suicidas. Tal vez lo sea por el hecho de que en ella, lo que determinó su decisión de quitarse la vida fue una enfermedad terminal. Pero hay también más de una semejanza. Virginia Wolf, Sylvia Plath, Alejandra Pizarnik y Alfonsina fueron mujeres rechazadas, temidas, vigiladas de lejos y de cerca, jaqueadas en sus respectivos espacios de no libertad y de no redención. La idea de la muerte la golpeó más que nunca a Alfonsina cuando supo el final de su entrañable amigo Horacio Quiroga, a quien escribió: “Más pudre el miedo, Horacio, que la muerte/ Que a las espaldas va”. Pero la eterna incomprendida supo dejar su legado. En vida concitó la adhesión de muchas almas, no sólo de mujeres sino también de hombres. Seres sensibles, al fin, de los que no se conforman con mandatos dogmáticos y se inclinan a la interpelación y a la sospecha. La loba sigue y seguirá vigente, no tanto en un mensaje feminista, sino más bien radicalmente humano, de los que tienen largo aliento y, por lo mismo, alcanzan toda posteridad. “El sustento me lo gano y es mío/ donde quiera que sea, que yo tengo una mano/ que sabe trabajar y un cerebro que es sano./ La que pueda seguirme que se venga conmigo”.
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