Las revoluciones son caóticas. Suponen una ruptura conflictiva con el orden dominante que abarca todos los aspectos de la vida social. No pueden ser del todo contenidas por las instituciones preexistentes, porque, cuando triunfan, cristalizan en una nueva institucionalidad. Instituyen. Las revoluciones no son un método ni una vía, son una construcción histórica que se define por sus fines y no por sus medios. El sujeto político que protagoniza una revolución social se conforma siempre de clases subalternas, sojuzgadas, excluidas. No hacen revoluciones los favorecidos, los integrados, los beneficiados del orden social que se pretende sustituir.
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En Venezuela hay una revolución. Mientras vivió su inspirador, Hugo Chávez, la contundencia de sus victorias electorales, los abundantes logros sociales y económicos, y su carisma intransferible, le granjeó popularidad nacional e internacional, pese a la persistente demonización de los grandes medios del mundo y el incansable propósito opositor de forzar su salida a como dé lugar, lo que incluyó intentos de golpes de Estado. Pero con la muerte de Chávez y el derrumbe del precio del petróleo, Venezuela ingresó en una caída de su economía que el bloqueo empresarial interno, sobre todo en el abastecimiento de los productos de primera necesidad, se encargó de convertir en crisis social y humanitaria.
Para analizar la situación de la democracia venezolana no basta con escudriñar la actuación del gobierno, debe ser caracterizada la oposición. La oposición política venezolana no ha sido democrática a lo largo de los últimos 17 años. Esas credenciales le faltan. Le faltan porque protagonizaron un golpe de Estado, el lock-out petrolero, el terrorismo puro y duro, la contratación de mercenarios, el plan “la salida” de 2014, que incluyó barricadas violentas y el desconocimiento a los resultados electorales adversos. En suma, no ha sido democrática porque en todos estos años se ha propuesto desplazar a los gobernantes de la forma que sea y, en ese marco, el camino electoral ha sido apenas uno de los instrumentos y, en general, no el que han priorizado.
Con un panorama económico restrictivo, creciente hostigamiento internacional, pérdida de apoyos políticos en la región por el cambio de signo de los gobiernos más influyentes y una oposición empecinada en sepultar el proceso político, las fuerzas revolucionarias venezolanas se radicalizaron. Eso es lo que sucede en las luchas de clases. Si alguien se toma el trabajo de viajar a Caracas, escenario de las grandes movilizaciones de estos días, podrá observar como la brecha política es, en realidad, sociológica y explica la polarización. Las grandes manifestaciones antichavistas se componen de la clase media y alta de Venezuela, y sus jóvenes más combativos se nutren del sector tradicional del estudiantado universitario. Se concentran en los barrios residenciales, se manifiestan y se agrupan en los municipios más ricos de Caracas, como Chacao y Baruta, los que a la vez son controlados por la oposición. Las manifestaciones chavistas son protagonizadas por el pobrerío, de clase media baja para abajo en proporciones abrumadoras. Se juntan en el centro, en la inmensa avenida Bolívar, y vienen de los cerros y las urbes más humildes: si alguien pasea por las dos manifestaciones, observará que cambia todo, desde el lenguaje o el tipo de iconografía, hasta la vestimenta o el color de la piel.
Las represiones a las manifestaciones no son patrimonio de Venezuela. Ocurren diariamente en muchos países del mundo, habitualmente tratados de democráticos. En América Latina se producen con frecuencia y hasta se hacen campañas electorales basadas en el palo y palo, como en Argentina, donde el gobierno evalúa en focus groups si su base social está a favor o en contra de pegarles a los maestros; si le da que sí, va y pega, y después los periodistas oficialistas los festejan en vivo y en directo con frases del tipo “cada vez que dan un palo, pongo el himno”.
Las movilizaciones de la oposición venezolana muchas veces terminan con incidentes. Los incidentes no se producen porque la Policía Nacional Bolivariana vaya a donde están los manifestantes a reprimir. Se da al revés: la manifestación se desvía hacia el centro, donde habitualmente están movilizados los chavistas, y se encuentran con el bloqueo de la autopista por la policía. El objetivo de la policía es impedir que los manifestantes lleguen a encontrarse con los chavistas o al palacio de Miraflores. Los motivos son claros: si se encuentran las manifestaciones, el enfrentamiento puede ser catastrófico en términos de vidas humanas. Y si llegan a Miraflores, van a intentar ingresar y tomar el palacio presidencial. Así lo hicieron hace 15 años. Lo contrario nunca sucede. Los chavistas no se dirigen a la zona de concentración de los opositores. No lo intentan, ni aun cuando los superen en número. Pero siempre sucede lo contrario. La avanzada opositora es habitual y se caracteriza por una violencia desusada: guarimbas, cócteles molotov, destrucción y quema de edificios públicos y ataques a personas sospechadas de chavistas.
¿Cuál es el objetivo de esta seguidilla de movilizaciones opositoras? Básicamente, derrocar a Nicolás Maduro. No se manifiestan por cambiar una política o por un interés parcial: su objetivo es tomar el poder. Con ese objetivo han salido a la calle en consonancia con una estrategia diseñada por el departamento de Estado de Estados Unidos y ejecutada por el operador principal, Luis Almagro, cuya sustancia todavía se ignora: no se sabe si fue siempre un agente o es un traidor. La prensa repite el número de muertos y los engloba como si todos fueran opositores caídos a manos del régimen. Pero las historias particulares de los ocho muertos lo desmienten. Las imágenes del entierro del primero de ellos, Brayan Principal, que apenas tenía 13 años, son conmovedoras y elocuentes. Hay que verlas antes de repetir como loros la propaganda dominante.
La única forma de desplazar al chavismo del gobierno es ganar las elecciones previstas para fines de 2018. En el discurso del 19 de abril, Nicolás Maduro dejó la puerta abierta a adelantarlas. No hay ningún otro atajo que vaya a concretar ese propósito. La estrategia de la oposición de deponer el gobierno por la fuerza se sustenta en la creencia extendida de que el apoyo popular que había perdido el chavismo en la parte más dura de la crisis –que provocó la derrota por 56% de los votos a 41% en las elecciones de la Asamblea Nacional, aunque con un gran ausentismo del electorado– pudiera revertirse a partir de que el precio del petróleo ha subido y la política de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP), lanzados el año pasado por el gobierno, han descomprimido la parte fundamental de la crisis al romper el bloqueo empresarial del abastecimiento mediante un mecanismo de distribución paralelo de los productos más importante de la canasta. La oposición sabe que si los CLAP continúan funcionando y el precio del petróleo no se vuelve a desmoronar, la elección del año que viene la pueden perder y, por eso, necesita desplazarlo ahora de la forma que sea. Pero si el chavismo es derrocado por un golpe de Estado, de tipo convencional –improbable– o de tipo Gene Sharp, lo que va a haber en Venezuela no es un gobierno restaurador: es una guerra civil verdadera, en la que la oposición no tiene ninguna chance de vencer, salvo que logren lo que verdaderamente buscan: una intervención militar de Estados Unidos avalada por la OEA.
Esa es la estrategia en marcha y esa es la estrategia a la que, lamentablemente, Uruguay no se está oponiendo. Hemos debido optar y optamos por la máscara de la democracia, negándonos a entender que los valores democráticos y republicanos se viven distinto por aquellos que han tenido su vida material resuelta que por aquellos que, proviniendo de la exclusión, alcanzaron gracias a la revolución cierta parte de la torta distributiva, y ahora ven amenazadas esas conquistas por el avance de una oposición liderada por la clases altas y apañada por los Estados Unidos. En Venezuela hay una revolución y sólo podrá ser desplazada en la elección presidencial del año que viene, salvo que por acuerdo se adelanten. Cualquier otro camino termina en guerra. Y en esa guerra se van a caer todas las máscaras que quedan por caerse.