Terminó, con el último fuego artificial, la fiesta de fin de año. Pienso que pocos momentos de la vida humana están tan atravesados por el pensamiento mágico como esta celebración. Desde tiempos inmemoriales, o por lo menos desde que el ser humano inventó el calendario, el mundo ha sido pautado y medido en función de esos ciclos a los que llamamos años, que determinan nuestra vida entera con una fuerza inapelable. No se trata ya del transcurso natural de las estaciones y de los solsticios, sino de una interpretación del paso del tiempo que ha gestado y seguirá gestando significaciones, costumbres y rituales emparentados con lo mágico. Es que la magia es, para decirlo en términos elementales, todo aquello que pretende obtener resultados contrarios a las leyes naturales, o que no pasen necesariamente por éstas.
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Uno de mis libros de cabecera es, desde hace muchos años, La rama dorada de J. Frazer, del cual tengo un ejemplar especialmente querido, que perteneció a mi madre. Frazer estableció dos grandes leyes del pensamiento mágico: la de semejanza, por la cual lo semejante produce lo semejante (piénsese en el muñeco de vudú acribillado de alfileres), y la de contagio o contacto, por la cual las cosas que alguna vez estuvieron en contacto, actúan recíprocamente a distancia (aquí es donde las brujas le piden a su cliente una prenda de ropa perteneciente a la víctima, o que haya estado en contacto con ésta).
El Año Nuevo como símbolo, gira en torno a la medianoche; y sin embargo la medianoche es una hora temida y temible; será por eso que la conjuramos con tantas luces y petardos. Recuerdo una notable película de Bergman llamada La hora del lobo, a la que el cineasta se refería en estos términos: “La hora del lobo es el momento entre la noche y la aurora cuando la mayoría de la gente muere, cuando el sueño es más profundo, cuando las pesadillas son más reales, cuando los insomnes se ven acosados por sus mayores temores, cuando los fantasmas y los demonios son más poderosos”.
Claro que en la calidez de una reunión de familia, entre risas, comidas y bebidas, rodeados de las llamas de un fogón purificador, nos sentimos a salvo. ¿Tiene esto algo que ver con la magia? Ya sabemos que para el racionalismo de cuño occidental, por lo menos en teoría, la magia es un pensamiento primitivo, propio de seres de oscuro desarrollo mental que adoran formas inanimadas y vagamente comprendidas. Pero entre nuestras prácticas y aquellas, algún lazo se mantiene intacto. El brujo o la bruja suelen recurrir a pociones, fetiches y animales determinados para lograr sus objetivos, lo mismo que hacemos nosotros cuando armamos el arbolito navideño, colgamos guirnaldas en las puertas y ventanas, y hasta en los marcos de los cuadros, nos hacemos regalos, servimos una mesa abundante y asamos el típico cordero, tan relacionado a las prácticas de sacrificios ancestrales en honor a los dioses.
No hablo tampoco de religión. Las prácticas religiosas, en el mejor de los casos, quedan circunscritas a la Navidad, al pesebre, al “niño Dios” y a toda su parafernalia. Hablo de la ferviente capacidad humana para imaginar un mundo mejor. Lo mismo que aquellos seres primitivos que adoraban el sol, la lluvia y el relámpago, seguimos intentando dar respuesta a una multitud de problemas y fenómenos cotidianos que nos producen angustia, y lo hacemos por medios muy alejados de los procedimientos científicos, entre otras cosas porque ya sabemos que la ciencia no tiene nada que hacer en el reino de los recuerdos, las pérdidas y los amores idos o correspondidos, las sensaciones de vacío y de tristeza, las arremetidas de la muerte, del dolor y de la pura y descarnada mala suerte.
Esta última es, entre todas, la prima donna de nuestros desvelos y deseos de fin de año; para combatirla nos deseamos buena fortuna, auguramos con todas nuestras fuerzas el cumplimiento exitoso de las aspiraciones, expectativas, metas y esperanzas, todas las cuales se verán realizadas en el Año Nuevo por obra y gracia de nuestra intención y voluntad.
Puede ser que la gente no crea en la existencia de ningún ser sobrenatural o en una divinidad distante y caprichosa; pero esa magia de la que hablé al comienzo anda rondando el alma y logra causarle sobresaltos y dudas al más escéptico. Yo celebré fin de año en una hermosa cabaña de madera, medio hundida entre bosques, mar y cerros. Estábamos sentados de cara a la noche, mientras en el fogón se doraba el cordero sacrificial, y la conversación derivó en el recuerdo de esos seres queridos que no están, y que representan otras tantas sillas vacías. Un poco más allá se erguían la noche, los senderos de tierra y las sombras difusas de los árboles, y al fondo se escuchaba el ruido de las olas estrellándose en la arena. De pronto oímos un aleteo nervioso; un pájaro brotó de la oscuridad y se posó bajo el alero, casi pegado al farol de hierro. Ahí se quedó, rodeado de luz, a menos de tres metros de nuestro grupo, que lo miraba con asombro. Dobló la cabeza sobre el pecho, como si se aprestara a dormir, pero después se puso a mirarnos de costado. No se inmutó por nuestra presencia; simplemente se dejó estar ahí durante largas horas, hasta que todos nos fuimos a dormir.
Más de un lector habrá pensado en el Never more de Edgar A. Poe, pero lo que quiero significar es que la presencia de ese pájaro, en ese sitio y a esa hora, despertó las reacciones más inusitadas. Alguien observó, con flema filosófica, que se trataba de una cosa rara. Otro dijo que el ave estaría asustada por el movimiento inusual del balneario.
Una tercera voz se atrevió a expresar lo que ya todo el mundo había rumiado para sus adentros, en la más pura línea del pensamiento mágico: este pájaro es el espíritu de mamá, o de papá, o de aquel amigo o amiga entrañable que hemos convocado con nuestra charla. Nadie le dio la razón, pero tampoco nadie le llevó la contraria. Le dejamos al pájaro unas cuantas migas de budín inglés que al otro día habían desaparecido, junto con él.
Pero esa noche de Año Nuevo nos convertimos por un momento en magos, en druidas, en sumos sacerdotes, a despecho del alud de sofismas impuestos por el positivismo y del prejuicio concomitante de considerar que estamos en la cima de la evolución humana; que la religión y la magia son propios de espíritus embrutecidos e ignorantes, y que todo en este mundo se dirime según los dictados de la naturaleza. Pero el espíritu, el sentimiento, la creencia, la voluntad y la intención (que ciertamente no pertenecen al ámbito de la física, la matemática y sus leyes causales) no son ninguna cosa sobrenatural.
Ya Kant dijo en su Crítica de la razón práctica que esta obra estaba encaminada a buscar otras vías para llegar al conocimiento de esos aspectos del ser humano relacionados con la moral, con el deber, con la buena voluntad y con el a priori antropológico, que no pueden ser conocidos mediante la razón pura teorética, o la ciencia. Nunca como en las fiestas de fin de año se elevan votos que representan o pretenden representar diferentes formas de la ética y de la buena voluntad; salen a relucir palabras como esperanza, amor, sabiduría, comprensión, espíritu de paz y otras tantas, ninguna de las cuales tiene nada que hacer en el reino de la ciencia pura y dura.
En el mundo entero, durante la noche del año viejo y el advenimiento del Año Nuevo, los aires arden en fuegos artificiales; pareciera que hubiera estallado una batalla en la que arrecian las bombas y las ráfagas de las ametralladoras. Pero su propósito principal –al menos entre los chinos- es ahuyentar a los malos espíritus y aventar esa “hora del lobo” que acecha sin cesar en derredor. Mientras tanto, la vida sigue andando; y aunque nuestra manía de dividir el mundo en épocas, en décadas, en relojes y en campanadas tal vez no agrega nada, no esclarece ni modifica nada, por allí sigue latiendo la magia, burlándose de la razón y de la muerte.