Susan Sontag murió el 28 de diciembre de 2004. No conoció, casi seguramente, a Donald Trump; quiero creer, sin embargo, que sí leyó a José Enrique Rodó. En vida se dedicó, más que nada, a filosofar sobre la estética, el arte, la fotografía, y a propósito de esto extendió redes de pensamiento duro y puro sobre casi todas las cosas de este mundo que nos inquietan y nos interpelan.
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En más de un sentido, Susan Sontag ha pasado a integrar el difícil universo de los clásicos; sus ideas siguen estando vigentes y forman parte del enorme caudal de las aguas de la filosofía universal que, al decir de Carlos Vaz Ferreira, constituyen el mar del cual se va formando el témpano del conocimiento humano. Sontag pertenece más al agua que a la masa de hielo, y en su obra Estilos radicales (Buenos Aires, Suma de Letras, 2005) se ocupa entre otros temas, de Estados Unidos.
En el verano de 1966 le llegó un cuestionario de la Partisan Review, con siete preguntas específicas sobre su nación. Adelanto desde ya la curiosidad –o mejor dicho el abismo sin fondo- que nos separa de aquel país del norte en cuanto a la participación de los intelectuales en la política por medio de este tipo de preguntas. Véase la primera: “¿Importa el hecho de que determinada persona esté en la Casa Blanca?” O la tercera: “¿Qué significa la ruptura entre el gobierno y los intelectuales norteamericanos?” O la cuarta: “¿Ha contraído la población blanca de Estados Unidos el compromiso de conceder la igualdad al negro estadounidense?”. Sontag fue, como de costumbre, al grano. Para ella, “todo lo que se siente acerca de este país está condicionado por la percepción del poder norteamericano: de Estados Unidos como el archiimperio del planeta, que retiene en sus manazas de King Kong el futuro tanto biológico como histórico del hombre”.
Así comienza la pensadora, y así también, setenta años antes, decía Rodó en el capítulo de su libro Ariel destinado a filosofar sobre Estados Unidos: “Su prosperidad es tan grande como su imposibilidad de satisfacer una mediana concepción del destino humano”. Y agregaba que aquella civilización produce en conjunto una “singular impresión de insuficiencia y de vacío”. A este país le falta la chispa que haga levantarse la llama del ideal por sobre el egoísmo nacional, el exclusivismo y el orgullo de raza. Para nuestro pensador nacional, Estados Unidos encarna la concepción del verbo utilitario, de aquel supremo “yo quiero” al que se refiere Nietzsche en su idea del superhombre, que viene a ser la suma de todo aquello que se entiende como poder.
Sontag, por su parte, se centra en el concepto de “barbarie norteamericana” y ofrece al lector tres datos básicos. Primero, Estados Unidos se fundó a partir de un genocidio (el de la población aborigen). Segundo, no solamente tuvo el sistema de esclavitud más brutal de los tiempos modernos, sino también un sistema jurídico que no reconocía (y acaso aún no reconoce en su totalidad) el estatus de persona para los negros. Tercero, se formó como nación gracias al excedente de pobres de Europa; estos pobres se encontraron, de buenas a primeras, en un país donde todo estaba por hacer.
¿Existía propiamente una cultura norteamericana, digamos, a mediados del siglo XIX, cuando estos contingentes humanos comienzan a llegar? Si la respuesta fuera afirmativa, habría que concluir que dicha cultura se componía básicamente de dos premisas: que el aborigen era el enemigo y que la naturaleza era también el enemigo. La fusión entre ambas mentalidades, la del antiguo colono y la del nuevo inmigrante, dio como resultado una sociedad edificada sobre “la fantasía chabacana de la buena vida que unas personas desprovistas de cultura, y desarraigadas, podían acariciar a comienzos de la era industrial. Y eso se nota”.
En este punto me pregunto si no existirá más de una nota común entre el pensamiento de Sontag y el de Rodó, aun cuando los separe casi un siglo, y aun cuando sus contextos vitales y circunstanciales hayan sido bastante disímiles. Uno y otro realizan un ejercicio analítico de corte antropológico que ha despertado el interés de toda América Latina, por lo menos en el caso de Rodó, y el del hemisferio norte en el caso de Sontag, cuya obra es ampliamente conocida tanto en el país norteño como en Europa occidental.
La autora dedica varias páginas a la famosa “energía” norteamericana, tan admirada e imitada en el resto del orbe. Expresa al respecto que se trata, en el mejor de los casos, de una “energía que nace corrompida y por la que pagamos un precio demasiado alto. Es un dinamismo desproporcionado a escala humana, que nos destroza los nervios a todos”. Rodó, por su parte, al ocuparse también de este aspecto, señala que los norteamericanos manifiestan una energía individual desmesurada, que hace de cada hombre el artífice de su destino, como si se tratara de un Robinson moderno. Añade que “tienen el culto pagano de la salud, de la destreza, de la fuerza…”, todo lo cual concita fácilmente la admiración de quienes los contemplan. Pero cuidado. “Su grandeza titánica se impone así, aun a los más prevenidos por las enormes desproporciones de su carácter o por las violencias recientes de su historia”.
Es aquí donde debemos andar con pies de plomo. Parece claro que el poder, la energía y la violencia van de la mano, en una especie de combo o “cajita feliz”, cuando de Estados Unidos se trata. Rodó pretendió prevenirnos contra la fascinación facilista de la prosperidad norteamericana; nos alertó sobre los tremendos peligros de su imperialismo político y moral. Pero quiso además mostrar los riesgos de la mentalidad colonial, acrítica y servil al nuevo amo. Sontag habla desde su lugar de intelectual contestataria, ciudadana norteamericana típica, no negra, no latina, hispana o sudaca; no funcional tampoco al régimen y a la mentalidad de su espacio y de su tiempo.
En la obra mencionada al comienzo de esta columna se despacha a gusto contra el establishment nacional: “Es la energía de la violencia, del resentimiento y la ansiedad… de una codicia y un materialismo groseros” que se resuelve en “tenebrosas cruzadas morales”. Por mi parte, podría continuar este artículo en muchos artículos más. Y acaso sea necesario hacerlo. Pero me detengo en dos preguntas cruciales: ¿Seguiremos sumidos, en tanto latinoamericanos, en la más obsecuente mentalidad de colonos, en la que venimos instalados desde hace ya quinientos años? ¿Por qué, en el caso de los excesos actuales, públicos y notorios en que incurre el gobierno de Estados Unidos, no salimos a denunciarlos, a indignarnos y a rasgarnos las vestiduras como lo hacemos, sin ir más lejos, frente a la situación reciente de Venezuela?
Me apresuro a señalar que no estoy defendiendo en modo alguno el régimen venezolano. Se parece a una dictadura mucho más de lo que yo, en lo personal, desearía. El pronóstico sobre Venezuela ha sido hecho desde el día mismo en que Maduro asumió el poder. Me refiero a otra cosa, que tiene que ver con nuestras conductas, reacciones, mitos y estereotipos mentales. José Enrique Rodó y Susan Sontag gastaron mucha energía humana, tinta, vida y pensamiento en la tarea crucial de iluminar nuestras cegueras y yerros, ideas implícitas, falsas ilusiones, temerarias esperanzas o lisas y llanas actitudes genuflexas.
Por estos días las redes estallan en denuncias y noticias terribles sobre Venezuela. Todo el mundo quiere meter cuchara. Todos se creen con el derecho humano o divino de erigirse en jueces. Yo no sé si está mal o está bien. Pero me rechina demasiado el abismo de silencio, de reserva, de distracción o de prudencia emparentada con la cobardía que se ha guardado, y se sigue guardando, a propósito de los desafueros y las barbaries ilimitadas del gobierno de Donald Trump. A todos nos vendría bien leer o releer a Rodó y a Sontag. A todos nos vendría bien reflexionar, aunque sea un poco, al respecto.