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Baudelaire: vivir y morir ante el espejo

Por Marcia Collazo.

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Cuando me sitúo frente a estas líneas me pregunto: ¿qué puedo decir yo sobre Baudelaire? Se me podrá responder que la figura de Baudelaire puede ser abordada no solamente a partir de la literatura o la teoría literaria, sino también  desde múltiples enfoques disciplinarios y aún desde varias miradas históricas y antropológicas. Pero cuando pienso en Baudelaire lo primero que me viene a la cabeza es la imagen de mi madre recitándome sus poemas en francés. Mi madre hablándome de Las flores del mal. Mi madre y sus retratos de escritores célebres, esos que ella tanto amaba, y que presidían su biblioteca: Edgar Allan Poe, William Shakespeare, Virginia Wolff entre tantos otros…  y Baudelaire, el poeta de mayor impacto del simbolismo francés. El 9 de abril se cumplieron 200 años del nacimiento de quien ha sido considerado el más alto exponente y precursor del simbolismo francés, esa corriente artística que osciló entre el misticismo, la imaginación y la exploración en las emociones humanas, o sea en todo aquello que subyace por detrás de la realidad como dato visible, y que por lo mismo, se nutre de las facetas más ocultas, mórbidas y perversas de ese mundo interior.

Precisamente el simbolismo encuentra su más puro antecedente en la poesía de Baudelaire, quien supo descender a las regiones más inquietantes del alma y puso de manifiesto el malestar de y en la cultura, mucho antes de que Freud escribiera la obra homónima. Si Freud abordó el malestar de la cultura desde el psicoanálisis, aseverando que no existe ningún hecho humano que no se encuentre afectado y transformado por la doctrina psicoanalítica, Baudelaire puso de relieve esa misma “sospecha” desde el lugar de la poesía.

En sus versos se destaca una fuerte correspondencia simbólica entre los colores, olores y sonidos, así como un conflicto universal entre lo ideal y lo sensual, la experiencia y la melancolía, el asombro y el tedio vital.

Por algo fue incluido por Verlaine entre los poetas malditos, esa categoría difusa que se vincula ya a los goliardos del siglo XIII y por supuesto a Francois Villon, el poeta del siglo XIV considerado la suprema encarnación de lo maldito.  Muchos puntos de contacto guarda Baudelaire con sus antecesores, especialmente a través de su vida bohemia, saturada de episodios que la burguesía francesa, tan apegada al orden post revolucionario, calificaba como excesos, y a la visión del mal que impregna su obra.

También ha sido comparado con otros grandes creadores que marcaron un verdadero giro copernicano con sus obras literarias. Barbey d’Aurevilly, periodista y escritor francés, dijo de Baudelaire que fue el Dante de una época decadente. En efecto, ya a mediados del siglo XIX se estaba perdiendo aquella confianza en la razón acuñada por la filosofía de la Ilustración, que había llegado a hablar de la “diosa razón”. Los hechos desmentían, uno a uno, semejante idolatría. Por un lado, estaba la gran inestabilidad política que vivió el continente europeo desde la revolución francesa, con sus sucesivas fases, hasta las revoluciones de 1848 y el inicio de los nacionalismos, las guerras y alzamientos nacionales que se suceden uno tras otro a lo largo de todo este período, a lo que se agregan las luchas entre anarquistas y marxistas.

Esta ausencia de fe en la razón provocará un cambio de orientación en la filosofía, en las artes plásticas y en la literatura, como sucede por otra parte en todos los momentos de honda crisis política, económica, social y espiritual. Aparecen pensadores como Schopenhauer, contemporáneo de Baudelaire; el filósofo alemán afirmó que el hombre estaba destinado a la insatisfacción, porque su voluntad es ciega, irracional y absurda, y acarrea por lo tanto inmensos sufrimientos para el mundo. Kierkegaärd, también contemporáneo del poeta francés, sostiene que el ser humano se debate entre la responsabilidad y la libertad, entre la desesperación y la angustia, y que la única salida a su situación (que compara con la de alguien solo en medio del océano, bajo setenta mil brazadas de agua) es un salto de fe. Nietzsche, nacido en 1844, se vio profundamente influido por el pensamiento de Schopenhauer y sostuvo que el ser humano es miserable e inmundo; un ser a medio hacer, un puente entre la bestia y el superhombre.

En este ambiente de crisis se verifica el inicio del simbolismo, que hunde sus raíces en el romanticismo y que se condensa en su origen a través de la poesía de Baudelaire. Puede decirse que uno de sus principales objetivos artísticos fue poner de relieve la dimensión vital de París, la experiencia fluctuante y efímera de la metrópoli que ya en época de los goliardos había sido catalogada como “la nueva Babilonia”, y la responsabilidad que tiene el arte para capturar y mostrar esa dimensión. Durante su infancia experimentó un profundo abandono (que era, además, toda una característica de la época entre las familias burguesas) y fue criado por Mariette, una sirvienta a la que dedica un poema:

“Yo la encontraba acurrucada en un rincón de mi cuarto,

Grave, y viniendo del fondo de su lecho eterno

Incubar el niño crecido bajo su mirada maternal”.

Muchas otras mujeres aparecen en su obra; entre ellas, la prostituta Sarah “la Luchette”, a la que llama “reina de las panteras”, y de quien dice: “Vicio mucho más grave, lleva peluca, todo el hermoso pelo ha huido de su blanca nuca; lo cual no impide que los besos enamorados lluevan sobre su frente más monda que un leproso.”

Con la actriz Jeanne Duval, “¡madre de los recuerdos, amante de las amantes!” sostuvo una larga y atormentada relación; la dibujó y fue su musa en varios poemas. La llamó “la venus negra” y es probablemente, la misma que aparece en la portada de una edición de Las flores del mal de 1900, realizada por Carlos Schwabe. Jeanne le inspiró al poeta los versos de “La cabellera”, donde dice:

“¡Oh vellón, que rizándose baja hasta la cintura!

¡Oh bucles! ¡Oh perfume cargado de indolencia!

¡Éxtasis! Porque broten en esta oscura alcoba

Los recuerdos dormidos en esa cabellera,

La quiero hoy agitar, cual si un pañuelo fuese”.

Los 200 años del nacimiento del gran poeta francés podrían servirnos de pretexto y ocasión para asomarnos por primera vez a su obra, o para regresar a ella a través de ajetreados -y también cansados- caminos vitales. Más aún:  en tiempos como los actuales, en que ha quedado palmariamente demostrada la inutilidad de la tan preconizada autoayuda, al menos en sus versiones más edulcoradas y frívolas, un paseo por las torturadas sendas de Baudelaire nos podría ayudar a comprender que lo dramático y lo feo no son sinónimos, y que evitar el drama en el arte no equivale a evitar el drama en la existencia. Por el contrario, es muy necesario enfrentar las oscuras fuentes de nuestros propios males, que no dejarán de dominarnos a menos que logremos desnudarlos y mirarlos a los ojos. Como dice el propio Baudelaire, es necesario “vivir y morir ante el espejo”. Ninguna otra cosa nos hará humanos. Ninguna otra cosa nos hará libres, aunque la libertad no pueda escindirse nunca de su cuota inevitable de angustia y de sospecha.

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