Como toda historia que primero fue oral y luego recopilada por periodistas que buscaban causar sensación, la de este singular pistolero tiene varias versiones que se complementan, se contradicen o se continúan en pura fábula. Es leyenda, no historia. Pero viene al caso.
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Su nacimiento fue oscuro, como por lo general son los primeros pasos de aquellos que luego serán leyenda. Pero hay una razonable coincidencia en que su niñez no fue demasiado distinta de la de otros de su edad y su tiempo. Empezó a distinguirse, unos dicen que a los 12 años, otros, que un poco antes o un poco después, cuando mató a alguien. Unos dicen que a un matón de pueblo, otros aseguran que a su padrastro. La cuestión es que con esa muerte empezó una carrera tan fulgurante como breve.
Pese a no ser nativo de un estado fronterizo, sus hazañas sí transcurrieron en los salvajes estados de México recientemente conquistados, y las narraciones coinciden en que hablaba español. Cosa que no debía ser extraña al tratarse de recientes ocupantes por la violencia de territorios que antiguamente pertenecían, por herencia colonial, a México. En sucesivos episodios de empuje que combinaban la ocupación forzosa con la utilización del ejército y la construcción de leyendas justificativas, como la de El Álamo, los estadounidenses les arrebataron a sus vecinos tanto territorio como el que les dejaron. Y con la tierra también se apropiaron de los hombres, mexicanos e indígenas que habitaban la zona conquistada y pasaron a ser más objetos, que de seres humanos no tenían más que la apariencia.
Pero no lo eran. “Sucios grasientos” eran los epítetos que se aplicaban a los mexicanos, y “salvajes” a los indígenas. A los mexicanos se los tildaba de haraganes y siempre se los representaba apoyados en algo, con el sombrero cubriéndoles el rostro y el sarape envolviéndolos. A los indígenas, con la lanza y el puñal escondidos, viviendo en sucias tolderías y aprontándose para malonear, para robar, matar y raptar mujeres.
Sujetos despreciables que ensuciaban la faz de la tierra y de cuya eliminación nadie pediría cuentas. A los mexicanos con los que se veían obligados a convivir se les prohibía tener armas de fuego y se los consideraba peligrosos, capaces de atacar a traición con un puñal. Un poco como lo que les pasa ahora a los palestinos en Israel. ¡Viles traidores! Atacan con puñales de cerámica, que no pueden ser advertidos por los detectores de metal. ¡Si serán traicioneros!
Bueno, creo que me he alargado demasiado en esta introducción, y quiero evitar el peligro de comparar la situación de los mexicanos en tierras usurpadas por Estados Unidos con la de los palestinos habitantes de las tierras usurpadas por Israel. A los primeros, la guerra victoriosa, la civilización que llevaban junto con sus biblias y sus templos, y la superior capacidad para explotar los recursos humanos y materiales los justificaban. En el segundo caso, además de estas justificaciones, estaba la suprema: Jehová se las había concedido. Su Jehová.
Para que quede claro, su Jehová dos veces. Cuando emigraron remontando el Éufrates e hicieron el pacto de la alianza, y cuando huyeron de Egipto conducidos por Moisés. En ambos casos debieron luchar y vencer a los que ya estaban en esas tierras. Pero era la Tierra Prometida por su dios y la violencia estaba justificada. La tercera vez también fue Jehová, pero con la ayuda de las Naciones Unidas, que, como se dice, “mandaron la vuelta con plata ajena”. Adolf Hitler los persiguió y casi los exterminó. Nadie puede negar el horror de los campos de concentración y exterminio; el 27 conmemoramos y condenamos ese exterminio genocida. Pero resultó que los polacos no querían recibir de nuevo a los sobrevivientes de los campos de exterminio, Europa estaba arrasada, millones de refugiados vagaban por ella convertidos en apátridas y hambrientos, y a las Naciones Unidas les pareció una solución darles la tierra que reclamaban. Así nació el Estado de Israel, que tuvo que defenderse primero de quienes no querían aceptarlo y que ahora, a mordiscones, se va agrandando.
El asunto es muy complejo, como siempre que dos pueblos reclaman un mismo territorio. Yo de lo que me alegro es de que no hayan elegido la Patagonia. Estuvo en los planes de la recién nacida Organización de las Naciones Unidas. Estaba poco poblada y era de Argentina, que hasta casi el final fue neutral pronazi. ¡Menos mal que los líderes de la comunidad judía no transaron! Ellos reclamaban y terminaron obteniendo su lugar en Palestina. Y todos respiramos aliviados; de alguna manera, estábamos pagando la horrible deuda del genocidio. Cierto, fue una compensación parcial; en los hornos se incineraron millones de soviéticos, opositores internos, minusválidos, gays, lesbianas y todo el que se considerara un obstáculo para el triunfo militar y la creación de la nueva raza aria.
No hay caso, hoy estoy divagante. Mi propósito era hacer una comparación tomando como base a Billy the Kid. No hay certeza de a cuántos mató. Unos dicen que a 15, otros llevan la cifra más arriba. Esta no se puede comprobar, porque falta un documento incuestionable: su arma. Porque hacía una muesca en la cacha de su revólver por cada muerto. Se entiende: por cada muerto blanco. Los negros, los indios y los mexicanos no merecían muesca. Billy the Kid no llevaba la cuenta de a cuántos de ellos asesinó. No eran “gente” y no merecían muesca en el revólver.
El fin de este personaje que forma parte de la leyenda del Viejo Oeste, que tantas novelitas truchas y películas buenas y malas nos han contado, también está difuminada por distintas versiones. Según unos, murió en duelo, cosa probable, porque, como dicen, siempre hay charque más salado, y al final alguno te la da. Según otros, murió a traición. También posible. Y otros dicen que, en realidad, emigró y su rastro se perdió en Sudamérica. En realidad, no importa demasiado, ni su principio, ni su final, ambos decorados, agrandados y edulcorados por la tradición oral y el sensacionalismo. Lo que me importa señalar son sus muescas: sólo blancos. Los demás no eran gente.
A la luz de este antecedente, cuya transmisión avala la convicción de que era aceptable esa actitud para la sociedad de su época, no deberíamos asombrarnos del muro de Donald Trump, a quien no sé si no llamar Donald the Old. Si no sos estadunidense, de preferencia blanco, anglosajón y protestante, no sos gente. Y como no-gente te trataré.
Cometeríamos un error si se nos ocurriera que es un problema, una manía, un prejuicio de este señor, que hoy es nuestro emperador. Lo es porque acertó en decir aquello que las masas silenciosas y humilladas de Estados Unidos estaban sintiendo. Podíamos decir “el alma de la nación”, pero estaríamos hablando de entelequias. El asunto es que los estadounidenses se criaron, se educaron y vivieron creyendo que su expansión era justa. Que su nación estaba destinada a regir el mundo y que tenían un destino manifiesto y una obligación moral de ser fieles a este.
Por eso el muro. Que empezó mucho antes, con Bill Clinton, y que no ha servido absolutamente para nada, como ningún muro en la historia ha servido. La justificación de este muro era evitar la migración clandestina y expulsar a millones para recibir más millones de migrantes. También evitar el narcotráfico. Y el consumo de droga procedente del mundo es cada vez más corriente en Estados Unidos. No hay un solo billete de un dólar nuevo que no tenga trazas de cocaína: todos han sido utilizados para esnifar una dosis. ¿Y entonces? A lo que debemos agregar la propia producción de droga sintética.
El muro es un alarde. Es una prueba que ofrece a sus votantes de que cumple con su palabra. Y un aviso al mundo. Descargaremos nuestros problemas, nuestra enorme cantidad de problemas irresueltos e imposibles de resolver en el capitalismo, sobre ustedes. Serán ustedes, mundo, quienes paguen nuestros errores. Hasta que el mundo no soporte más peso y se derrumbe arrastrando al imperio y al emperador con él.
Malos tiempos se avecinan.