El dato es relevante. Es la primera vez, desde 1994, que el Frente Amplio (FA) deja de ser mayoría relativa en la preferencia del electorado. Es preciso recordar que la reforma constitucional que propició el balotaje en 1996 se debió a la alarma que generó en el bloque de poder el inexorable incremento de la intención de voto del FA. De no haber sido por ese subterfugio (por otra parte, aprobado por una mayoría irrisoria), la actual coalición de gobierno habría llegado a la presidencia en 1999, cuando ya se consolidó como el conglomerado político más popular y ascendente del sistema político. Por detrás de las cifras En términos numéricos, la encuesta de Equipos Consultores (realizada en el mes de junio) determinó que 32% de los encuestados votaría al Partido Nacional (PN), mientras 31% lo haría por el FA. El Partido Colorado (PC), que no sale de su interminable atonía, cosecharía 7% de los votos, 3% se inclinaría por el Partido Independiente (PI), 2% por el Partido de la Gente (PG) y 1% por Unidad Popular (UP). Sin embargo, el dato más significativo es que el porcentaje de indecisos alcanzó un nivel de 17%; 6% del electorado votaría en blanco o anulado y 1% votaría a otros partidos. Si se suman los votos que acumularía el conjunto de la oposición de acuerdo a la gráfica de Equipos Consultores, estos alcanzarían 45% de las simpatías (si es que pueden llamárselas así) contra el 31% que obtendría el oficialismo. El resultado de la encuesta es sorprendente si se tiene en cuenta que, hasta el momento, las encuestas siempre reflejaron un predominio relativo del FA, cuya ventaja nunca bajó de los diez puntos porcentuales. Es decir, la caída en popularidad del gobierno es abrupta y no va acompañada de un crecimiento significativo del PN, que se perfila como el principal partido de oposición. En efecto, el PN pasó de tener 28% de la intención de voto en 2016 a 31% en la actual encuesta, lo que no habla de un crecimiento considerable. No se necesita mucha inteligencia para colegir que la pronunciada desventaja oficialista que la encuesta revela se debe más a su propio desprestigio que a los méritos de una oposición incapaz de balbucear una idea. La segunda sorpresa –de la que se pueden extraer conclusiones– es el “tercer partido”, al que podríamos denominar con cierta licencia, como el de los desencantados. A todas luces, ese enorme porcentaje de desconformes se contaron entre los votantes del FA en las elecciones de 2014 y es de sentido común que a ellos deben dirigirse los mensajes (no sólo, ni principalmente retóricos) destinados a restaurar la maltrecha confianza. Las palabras y los silencios Existen ocasiones en las que los silencios son más significativos que las palabras. Esta es una de ellas. Hasta el momento, sólo el ministro de Economía ha manifestado preocupación por esa manifiesta desconformidad, declarando en un programa radial que esas encuestas de opinión “deben ser tenidas en cuenta” (lo que ya es decir algo). Prudentemente, según su estilo, agregó que “esos sondeos deben ser tenidos en cuenta porque son instrumentos importantes, no para ceñirse totalmente o para hacer depender de ellos las políticas, pero sí para orientar”. La pregunta obligada será orientar hacia dónde, pero tampoco podemos exigirle una respuesta a esa interrogante al conductor de la economía (que seguramente tendría mucho que decir al respecto). En lugar de ello, el ministro (al que se debe reconocer que aceptó el guante que otros rechazaban) realizó declaraciones tan genéricas y políticamente correctas que no hacen otra cosa que retrotraernos al punto inicial. Al respecto expresó que “tenemos que esforzarnos para entender cuáles son las verdaderas causas de ese descontento. Hay que prestar atención para examinar qué es lo que estamos haciendo mal, si es que estamos haciendo mal algunas cosas, y si tenemos la capacidad suficiente para incurrir en la autocrítica”. Luego, inducido por el periodista a hablar de Raúl Sendic, se deslindó de cualquier comentario, crítico o elogioso, sobre su figura, acotando que no es juez de nadie y que el tema está siendo analizado por la Justicia, el Tribunal de Conducta Política del FA y la Junta de Transparencia”. La pregunta acerca del vicepresidente, realizada luego de indagar sobre las razones de la abrupta pérdida de intención de voto del FA no es ociosa. Si bien es evidente que existe una campaña centrada en su persona (y Astori se preocupa de recalcarlo), es perceptible también que esa campaña está teniendo resultados ante la opinión pública. Y no es menos evidente que los actos y declaraciones del mismo van en menoscabo de su figura y, por tanto, de la fuerza política que representa. Sin embargo, este no es el fondo de la cuestión. Las tres razones que Danilo Astori maneja para intentar explicar la merma del FA parecen pueriles, sin embargo, al menos una no lo es. Se trata de la referida a “si tenemos la capacidad suficiente para incurrir en la autocrítica”. Si nos atenemos a la realidad, la respuesta es no. Encerrado en el juego de pinzas de una estrategia global dirigida en su contra (centrada en el oligopolio de la prensa) y la necesidad de una autocrítica radical, el FA no ha hecho ni una cosa ni la otra. A la agresiva campaña a la que está sometido ha dado –con raras excepciones– la callada por respuesta, y al mismo tiempo no ha insinuado el menor atisbo de autocrítica sobre su gestión. Es más, la polarización que se advierte en el sistema político no induce precisamente a la autocrítica, y menos aun cuando esta se realiza con ligereza. Al respecto no deja de ser relevante –más allá que pueda estar justificado– el pedido de perdón realizado en el Parlamento por el vicepresidente al senador nacionalista Luis Alberto Heber, uno de los exponentes políticos más rancios de un sistema que nos llevó a la catástrofe. Mal analgésico para los tiempos del cólera. Una problemática autocrítica Volvemos a la pregunta formulada por Astori: “¿Tiene el FA la fuerza suficiente para incurrir en la autocrítica?”. La pregunta no es menor, porque en la medida que el viento de cola comenzó a mermar, la autocrítica (si así puede llamársela) adoptó la forma de querellas intestinas, una forma eufemística de referirse a la lucha por el poder interno. A esto se sumó el extrañamiento de la fuerza política de sus electores. La sensación de desencanto, que si en un principio pudo atribuirse a grupúsculos radicalizados, hoy se extiende a buena parte del electorado, que durante una década vio en el FA una alternativa superadora del desastre que dejaron tras de sí las sucesivas administraciones blancas y coloradas. Inmediatamente después de 2005 esa esperanza se vio cumplida. El país, y sobre todo sus sectores más postergados, pudieron ponerse de pie. Sería inútil recapitular la suma de medidas que contribuyeron a esa regeneración. Desde las reformas introducidas al sistema de salud, los índices de crecimiento, la restauración de los Consejos de Salarios, el incremento del salario real, el abatimiento de los índices de desocupación, la sustitución del arbitrario IRP por el más equitativo IRPF, la promoción de derechos ciudadanos y así podríamos seguir. Sin embargo, otros asuntos quedaron en el debe, sobre todo en lo referido a temas estratégicos y estructurales como la propiedad de la tierra y el uso que se le da; la sustentabilidad alimentaria, el estímulo al trabajo nacional, el sistema impositivo, al que se percibe como benévolo con el gran capital y riguroso con los pequeños; el desmesurado costo de vida; la sensación de que más allá del abatimiento de los índices de inflación y de otros indicadores optimistas, estamos navegando sin brújula ni estrategia. Cada uno de estos temas es controvertible y eso es precisamente lo que hace a un proceso autocrítico, la carencia de uniformidad en el pensamiento y la contraposición de ideas. Pero existe otro elemento sin el que no puede procesarse esa autocrítica, que es el pueblo organizado, que ha tenido escasa incidencia en la definición de las políticas de Estado y que ha sido desmovilizado, lo que puede transformarse en un pecado capital. Llámese Plan Atlanta o como se lo denomine, es innegable que estamos ante una ofensiva de las derechas y el gran capital a escala continental. Las primicias que nos trae la restauración neoliberal ya están a la vista en las medidas regresivas que está tomando el gobierno de Mauricio Macri, en la draconiana reforma laboral impuesta por el gobierno de Michel Temer, en el caos y la cuasi guerra civil desatada en Venezuela. Pero en todos estos casos existen responsabilidades de los gobiernos que durante más de una década han representado los intereses populares. Defender las conquistas alcanzadas y al mismo tiempo proceder a la necesaria autocrítica mencionada por el ministro de Economía es tarea difícil, pero no imposible. Está trasvasada por muchos intereses, posicionamientos políticos y diferenciaciones ideológicas. Pero sin emprender esas tareas de manera simultánea, la derecha seguirá ganando terreno. Y no deberían ser las encuestadoras las que nos lo adviertan.
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