Por Alberto Grille
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Ahora ya no quedan dudas ni dolidas esperanzas: Jair Bolsonaro ganó con 55% de los votos contra 46% de Haddad, la presidencia de Brasil, la primera potencia regional y del Mercosur, nuestro segundo cliente comercial, y contra esto no hay fake news ni denuncia, ni lamento que valga.
Tal vez queda la ilusión de que los candidatos piensan una cosa, quieren otra, dicen una tercera y después hacen lo que pueden.
Dice mi amigo Luppi, que sabe mucho de ello, que en política, como en la guerra, el fútbol y en el amor, mandan los resultados y de nada sirve llorar sobre lo perdido.
Los principios, la solidaridad y los valores se mantienen, pero la realidad manda.
Si nosotros nos despertáramos con Luis Lacalle Pou en la presidencia, y conste que quiero creer que es muchísimo mejor y más democrático que Bolsonaro, seguramente nos lamentaríamos mucho y habría muchas sesudas discusiones y explicaciones sobre por qué pasó esa desgracia, pero no habría nada que hacer más que aceptar los números que resultaran de una consulta electoral.
Si cualquier candidato gana en las próximas elecciones de octubre de 2019, a los que perdieron sólo les queda ir a llorar al cuartito.
Es verdad que aún nos quedará la esperanza de la alternancia, persistirá en nosotros la esperanza y el optimismo y la confianza en que la lucha y la tenacidad podrán revertir los resultados adversos y que, al pasar raya, el camino será, al final, la recompensa.
En verdad, lo que pasó en Brasil no fue una sorpresa. Más bien fue una crónica de una muerte anunciada.
Creo que todos percibimos que la reacción popular ante el ascenso progresivo de la derecha no fue la que esperábamos. Todos vimos que destituyeron a Dilma, encarcelaron a Lula y surgió un carismático militar medio energúmeno como de la nada, y no hubo un estallido democrático que al menos permitiera imaginar un final distinto al que ocurrió. Pero lo que ya ocurrió, ocurrió.
Tal vez ahora lo más urgente es combatir la idea de que todos está perdido, que el resultado final de la elección es el final.
Pero lo más importante es empezar a pensar qué es lo que en realidad pasó, cuánto de especificidad y cuánto de generalidad hay en lo que ocurrió en Brasil, cuáles fueron los errores y las insuficiencias de los procesos progresistas y quiénes son los actores sociales que fueron protagonistas de este cambio de humor en las masas, que llevó a millones de personas a votar contra lo que pensamos son sus propios intereses
Es evidente que estamos ante un fenómeno nuevo, que no se encasilla en los viejos argumentos teóricos que nos permitían analizar los fenómenos sociales y que tiene una dimensión mucho más extensa que la de un solo país, aunque constituye un prisma con múltiples caras.
También parece claro que en este fenómeno juegan un rol muy protagónico el capital financiero internacional y sus instrumentos fundamentales, los organismos internacionales de crédito y las instituciones calificadoras de riesgo, las nuevas tecnologías, las redes sociales, las llamadas fake news, los medios hegemónicos concentrados, las capas medias urbanas, los grandes conglomerados industriales, los productores ruralistas, la superestructura judicial y probablemente ciertos estamentos militares muy inspirados en las políticas imperialistas de Estados Unidos.
Dentro de estos actores mencionados, llama la atención tanto el rol fundamental de las capas medias que, tanto en las recientes elecciones en Brasil, como en Argentina y Chile, fueron determinantes, como las nuevas tecnologías, las redes sociales y las noticias falsas, que parecen haber atropellado hasta poner en duda la legitimidad de la democracia republicana, al menos de la manera que la conocemos hasta ahora.
También cabe conocer que según estudios de inteligencia artificial referidos a los intercambios en las redes sociales, los principales influencers han sido los medios hegemónicos internacionales, que la imagen transmitida por Bolsonaro era de una polaridad positiva, que la preocupación principal de los electores fue la corrupción y que los sentimientos que motivaron a la mayoría se expresaban en el rechazo o aversión al adversario y de confianza en el elegido.
De la combinación de estos factores ha surgido este resultado cuyo carácter está aún por definirse como un estado de excepción, una dictadura tradicional, una democracia tutelada, un gobierno autoritario o un Estado fascista.
Yo creo que hay que saber que cuál es el enemigo que se enfrenta y tejer un marco de alianza tan amplio como sea posible para combatirlo. Para eso hay que imaginar una hipótesis teórica que nos permita establecer una táctica y una estrategia adecuadas, que naturalmente tendrían que ser las de un amplio consenso democrático que además sea implacable custodio de la soberanía nacional y la independencia.
No quisiera que acá también se nos venga la noche y mucho menos que nos sorprenda con los ojos cerrados, porque cabe pensar que quizás a Brasil le espera algo peor que la victoria de Bolsonaro, y que así como a Brasil le tocó vivir esta tragedia, los uruguayos no estamos vacunados contra el odio, la inseguridad, la corrupción, la decepción y la desconfianza, como le sucedió a los hermanos brasileños.
El gobierno, los dirigentes de todos los partidos y los de los movimientos sociales tienen la responsabilidad de anteponer los intereses nacionales a los particulares y pensar políticas de Estado cuando están en peligro la democracia y la convivencia pacífica y tolerante entre los uruguayos.