“Brasil, aparta de mí este cáliz”. El dolor del imponente poeta peruano César Vallejo, en su obra cumbre, me convoca a titular así estas tristes reflexiones sobre la prisión del más grande líder histórico del pueblo brasileño, Lula da Silva. En un tsunami de adrenalina, los detritus de la historia envolvieron los últimos días a esa gran nación donde el Tornero de la esperanza (así titulé la tapa de La República del 28 de octubre de 2002 cuando Lula se convirtió en el presidente más votado de la historia de Brasil), el único mandatario en el mundo capaz de devolverles a 40 millones de desheredados su dignidad humana, fue crucificado en uno de los crímenes judiciales más repugnantes que registra la historia del derecho penal latinoamericano. Aquel que osó poner en duda la hegemonía ilegítima de un régimen patético dispuesto a asegurar las arcas de los menos y la infelicidad de los más hoy está en prisión. La sentencia había sido dictada el mismo día que la luchadora social, Dilma Rousseff ocupaba el Palacio de Planalto y se disponía a profundizar la edificación de una democracia con justicia, igualdad y libertad, iniciada por el primer obrero sin título universitario que alcanzaba la primera magistratura de la nación. El objetivo fue trazado sin pudor: destituir a Dilma, impedir el triunfo de Lula en las próximas elecciones, encarcelarlo para que no hubiera dudas y enterrar definitivamente el proyecto de la revolución transversal contra la pobreza que él infiltró en la espesura social del país continente. El pentágono de los cinco poderes de la infamia, conducido por el monopólico poder mediático del periodismo carroña, al servicio de su mandante, el poder económico y financiero, que antepuso siempre su codicia frente al bien común, asistido por un Poder Judicial indigno de llevar la toga de la justicia y un Poder Legislativo que traicionó su propio juramento de honor, construyendo el golpe de Estado que sepultó las urnas, instalando en la escena un Poder Ejecutivo manipulado por el corrupto Temer, un Robin Hood al revés, que le quita a los pobres para darle a los ricos, decidieron por unanimidad deshacer la gran aventura de la transformación del Brasil desigual, iniciada por Lula. Y para completar el festín, temerosos de que algo fallara, apareció el miedo sustentado por el dormido poder militar, que advirtió a los jueces por boca del comandante en jefe del Ejército: prisión o golpe. Para ello contaron con una cohorte de implacables dirigentes políticos, ávidos especuladores, gángsters ideológicos, lanzándose como mastines a la yugular de un hombre ferozmente digno e inoportuno para el sistema de dominación. Daba pena seguir por televisión las diez horas de sesión del Tribunal Superior Federal haciendo pedazos el instituto del habeas corpus, conquista señera de los revolucionarios ingleses, arrancada a la monarquía hace ya 339 años, legada desde entonces a la humanidad y aplicada con execrables excepciones en todo el mundo civilizado. Daba pena observar como seis ministros del Tribunal violaban la Constitución de la República, el Código Penal y el indubio pro reo, arrasando con los principios más elementales del derecho punitivo: la presunción de inocencia; no hay delito sin pruebas; sin materialidad no hay crimen. Daba pena observar como la ministra Rosa Weber, por temor a los uniformados o por obsecuencia hacia la presidenta del cuerpo, o vaya a saber por qué motivaciones, cambió su voto. Afirmaba sin rubor que Lula tenía derecho al habeas corpus, pero…marche preso. Y observar también cómo la presidenta del Tribunal, Carmen Lúcia, con cara impasible y una sonrisa taimada, con la turbada conciencia de estar violando la carta magna y su juramento de equidad, rechazaba todas y cada una de las mociones que pedían decidir la prisión de Lula recién cuando hubiera sentencia definitiva en calidad de cosa juzgada. Ató las manos de Lula y lo condenó desempatando el fallo. Parecía estar aplicando la infame Ley Prairial francesa del 10 de junio de 1794, que hizo rodar la cabeza de Robespierre, el Incorruptible, y la de los principales dirigentes jacobinos que lo seguían. Nobleza obliga, los cinco ministros que votaron por conceder el habeas corpus con sólidos argumentos jurídicos, alertando que el Tribunal estaba violando flagrantemente la Constitución y denunciando la presión militar, aliviaron con su conducta la honra de un tribunal deshonroso. Es bueno dejar constancia de los cinco ministros que con valentía y respeto al derecho enfrentaron el úkase militar y sus nombres quedarán grabados cuando se cuente la historia de esta felonía: Marco Aurelio, Celso de Mello, Ricardo Lewandowski, Gilberto Mendes y Dias Toffoli atenuaron con su conducta el crimen del órgano. Los otros seis sepultureros de la Constitución y las leyes que enlodaron la pureza del corpus jury serán recordados por la antihistoria de la infamia: para que nunca se olviden los nombres de la presidenta Carmen Lúcia, el relator Edson Fachin y los ministros Luis Roberto Barroso, Luis Fux, Alexandre de Moraes y Rosa Weber. En esas diez horas de sesión me pareció estar viendo a seis lobos y cinco ovejas votando sobre cuál sería la cena de esa noche. La decisión del STF de esa jornada fue sólo un acto de piratería judicial. Alzó la bandera de la calavera y las dos tibias y se quedó con el jugoso botín: la humanidad de Lula. Todo comenzó cuando la cadena O Globo implantó, en plena tapa, el 12 de agosto de 2015, un título en el que bautizaba al edificio Solaris de una playa en Guarujá como “edificio Lula”. Si la Red O Globo hubiera vivido en la Grecia antigua, fundadora de la democracia, sus directivos estarían en prisión por violar la ley de la kakegoría, que era la ley contra la maledicencia, la miseria de la palabra, que permitía llevar a los tribunales a los reptiles de la calumnia. Demóstenes la aplicó con éxito en varias oportunidades. No tuvo el gusto de aplicársela a los mentirosos seriales del poder mediático brasileño de hoy. Primero O Globo, lanzando el santo y seña que recoge el Juez Moro; no confundir por favor con el justo Tomás Moro, autor de La Utopía. Sérgio ignora el vocablo justicia, equidad, imparcialidad, respeto al indubio pro reo. Tomás se inmolaba por esas virtudes y por eso Enrique VIII le cortó la cabeza. Siempre me repugnó el ataque por encargo vestido de independencia. Bastaba leer los interrogatorios de este juez, aspirante a la presidencia de Brasil, para descubrir su parcialidad, su prejuzgamiento, su soberbia y su carente sentido del respeto a su alta magistratura. Los hechos son de una claridad tan simple que tuvieron que ofrecer a corruptos confesos la disminución de sus penas, siempre que acusaran a Lula de delitos inexistentes. Y lo hicieron tan mal que ni siquiera pudieron aportar un solo elemento material probatorio. Describamos los porfiados hechos que desbaratan toda la maniobra. En abril de 2005, hace 13 años, Marisa Leticia, esposa de Lula, se afilia a una cooperativa habitacional, Bancoop, para adquirir un apartamento en la playa de Asturias, balneario de clase media en Guarujá, en un edificio a construir denominado Mar Cantábrico. Cumple con sus obligaciones cooperativas y abona hasta setiembre de 2009 la suma de R$ 286.479, cifra declarada tanto por ella como por su marido en todas las instancias fiscales y legales. La cooperativa Bancoop entra en crisis financiera y negocia sus proyectos a varias empresas, entre ella la OAS (cuyo directivo Pinheiro, a cambio de reducir su pena, acusa a Lula de estar involucrado en la adquisición de un apartamento en ese edificio). La OAS cambió el nombre del edificio al que pasa a denominar Solaris y ofrece a los cooperativistas que completen los pagos, o negocien nuevas unidades o que reclamen la devolución de sus aportes. Concluida la obra, Marisa y su esposo visitan el emprendimiento y la OAS les ofrece un apartamento superior, reconociéndoles los aportes realizados. Esta fue la única vez que Lula visitó el edificio. Posteriormente, Marisa vuelve a visitar el apartamento ofrecido y el matrimonio desiste de adquirirlo porque no se adecúa a las necesidades de la familia. De inmediato Marisa solicita a Bancoop, en razón de no haber adquirido ese nuevo bien, que se le retorne el dinero abonado. El apartamento sigue a nombre de su propietario, la empresa OAS, quien además lo utiliza como garantía hipotecaria de algunos de sus compromisos. En el Registro de la Propiedad de Brasil, única institución que da fe sobre la propiedad inmueble, figura como propietario la OAS y, como deudor hipotecario, también la OAS. Ni Lula, ni su esposa, ni sus hijos, ni ningún miembro de su familia, ni ningún amigo o persona relacionada con su entorno, figura ni como propietario, ni como promitente comprador, ni como arrendatario, ni como comodatario, ni como usufructuario ni como nada de nada. El juez Moro alega que después de la visita el apartamento fue arreglado al gusto de Lula y su esposa con facturas de importantes gastos. Pero ocurre que todos esos arreglos no los realizó Lula, sino el propietario OAS que los abonó en su totalidad. En ninguna foja del expediente aparece documentación que acredite que OAS reformó el apartamento a pedido de Lula o que este haya abonado suma alguna por las reformas. Al final se lo procesa por haber querido comprar ese apartamento, por haberlo visitado una sola vez, por haberle hecho una guiñada a su propietario para que se lo acicale, por no haber pagado ni un solo real por el embellecimiento de un bien que no era suyo y finalmente por haber desistido de la compra engañando a sus hijos, ya que al morir no heredarán ese apartamento. El desistimiento de comprarlo figura en acta del delegado de la Policía Federal del 4 de marzo de 2016, hace más de dos años, mucho antes que el juez Moro iniciara el montaje sobre la presunta coima del apartamento de OAS, que culminaría con el primer preso político de la restaurada democracia brasileña. El reino de Kafka ya tiene territorio propio. Y lo peor es que el juez no ha podido probar tampoco la causa del falso cohecho o falso peculado, ya que no hay prueba alguna de que el expresidente Lula haya beneficiado a OAS con actos ilegítimos para recibir prebendas por el favor realizado. Y si no existe la causa, ¿cómo puede existir el efecto? E incluso, ¿qué delito habría cometido Lula en caso de adquirir ese bien si justificaba el origen de sus fondos? Y aun más, ¿cómo puede creer el juez Moro que un acusado de cohecho va a recibir como coima un bien inmueble sin poder justificar de dónde obtuvo el dinero para adquirirlo? Y mucho menos el Presidente Lula, que jamás fue acusado de enriquecimiento ilícito y fue siempre riguroso y preciso en sus declaraciones juradas sobre impuesto a la renta, ingresos y egresos y en la transparencia absoluta de sus activos. De “disparate judicial” calificaron 121 juristas de prestigio, decanos de la Facultad, catedráticos de Derecho Penal, exjueces, exfiscales, reconocidos abogados del foro brasileño, de todos los sectores ideológicos, izquierda, derecha y centro, incluso antipetistas que aún creen en la supremacía de las leyes. Estos 121 juristas decidieron publicar un libro con todas las barbaridades jurídicas del caso Lula, editando un ensayo de 484 páginas, de 101 capítulos, titulado Comentario para una sentencia anunciada, en el que se exhibe este fallo como la obra cumbre del lawfare (guerra jurídica), nuevo instrumento usado por las clases dominantes para domesticar a los dominados, con el peso arbitrario de una ley interpretada al antojo de un togado que insulta con su conducta al ingenuo barón de Montesquieu. La obra de los 121 juristas se escandaliza ante la parcialidad del juez Moro, que con el testimonio de un solo testigo que declaró sin pruebas contra Lula para reducir su prisión, condena al expresidente sin tomar declaración a ninguno de los 72 testigos que aportó la defensa para reforzar la idea indubitable de que Lula no era, ni es el dueño del inmueble cuestionado. El lawfare en todo su esplendor. Antes eran golpes militares, ahora son golpes legislativos o golpes judiciales o golpes mediáticos, dejando en reserva, por si acaso, a las Fuerzas Armadas. Porque nunca se sabe; a veces el bloque en el poder entra en peligrosas contradicciones y no hay más remedio que adelantar la hora de la espada. Si entra en peligro el objetivo de impedir que Lula, el segundo presidente más votado de las democracias occidentales en el planeta Tierra en toda su historia, repitiendo los 52 millones de sufragios que lo llevaron al poder, favorito absoluto de todas las encuestas actuales, vuelva al Palacio de Planalto, el bloque hegemónico, no dudará, como en 1964, en abrir las puertas de los cuarteles. Aunque esta vez no existirán las condiciones objetivas y subjetivas de la década del sesenta y se encontrará con 40 millones de pobres que ya no lo son y que además saben a quién le deben su ascenso social. Los jueces que sin mérito alguno, ni siquiera indiciario, lo condenaron sin probanzas cometieron un delito de estulticia y abuso de poder con un ser humano justo y honrado, que convirtió a Brasil, el último país del mundo occidental en derogar la esclavitud, en una de las naciones de mayor ascenso social durante sus mandatos. Hoy ese hombre justo está en prisión. La mafiocracia celebra. El Sanhedrín que lo condenó y sus sepulcros blanqueados también celebran. Alzan la copa de champán en las cuevas de la oligarquía paulista. El odio se les cae por la comisura babeante de sus labios. Tienen el alma infectada. Pero un hombre puede ser vencido mas no derrotado. Conocido el fallo, el amor de los indignados pasó por arriba del odio de los indignos y lo rodeó en la sede de su sindicato del alma. Ver la dignidad de Lula en su discurso despidiéndose de su pueblo me recuerda a Nietzsche proclamando que “lo que me hiere y no me mata me hace más fuerte”. Lula es grande porque se casó con una gran querella. La guerra contra la injusticia y la desigualdad. Y sabido es que en una guerra la primera baja es la verdad. Por eso lo rodearon de mentiras, pero no pudieron probar ni una sola. Lula, con todo el mobiliario de su conciencia a cuestas, es hoy prisionero de sus ideas. Lo dijo él en su emotiva despedida: “Me he convertido en una idea”. Dejemos que las marmitas del futuro también se calienten con el fuego de los sueños. No confundamos lo trágico con lo histórico. Hay derrotas que tienen más dignidad que una victoria. Nos preguntamos qué horas marcará el sol de la izquierda brasileña. Y también si será posible dar la espalda al pesimismo. Me atrevo a decir que es inevitable. La historia lo absolverá. Comencé esta nota con Vallejo y quiero terminarla con una convocatoria de su enorme poema ‘Aparta de mí este cáliz…’, confiando en que “un día prenderá el pueblo su fósforo cautivo y orará de cólera”. Y será libre otra vez la verdad secuestrada.
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