Más allá de consideraciones ideológicas y de las peculiaridades de la función militar, hay dos motivos por los que nadie se ha atrevido a tocar los privilegios previsionales de este sector en más de 40 años. Uno tiene que ver con la política y el impacto electoral del voto militar en nuestro país, y otro tiene que ver con la convicción extendida de que las Fuerzas Armadas son un factor de poder al que hay que tener sujeto y satisfecho en muchas de sus aspiraciones corporativas. Es indisimulable que los militares han tenido privilegios en relación con el resto de los trabajadores públicos y privados que configuran una injusticia fuertemente deficitaria. Se pueden retirar antes que nadie, con menos años de trabajo, aspirando a un grado superior y alcanzando jubilaciones que no obtiene ningún otro jubilado, a veces superiores a los ingresos en actividad. Baste señalar que un militar se puede retirar voluntariamente tan pronto como a los 38 años y con apenas 20 años de trabajo efectivo. En este sentido, la reforma de la Caja militar y las condiciones de retiro de los militares constituyen una necesidad económica del Estado, que no puede afrontar un déficit millonario y creciente año a año, solventado con recursos que podría utilizarse en otros rubros de mucha mayor importancia social. Pero además se fundan en un principio de justicia social, porque son privilegios que no tiene nadie y que no tiene por qué tener nadie, por lo menos no en el nivel en el que actualmente se presentan. Ahora bien, para encarar una reforma de este tipo es importante analizar la función militar, sus particularidades y su papel en la construcción de un proyecto nacional. Porque los militares no sólo conforman un cuerpo sumamente integrado y con conciencia para sí, que abarca a sus familias y organiza el voto de decenas de miles de personas, sino que además en sí mismos representan un factor de poder que no debe ignorarse si se pretende avanzar en la concreción de un proyecto de transformación radical. Es comprensible la posición del Ministerio de Economía y su titular Danilo Astori. La caja militar supone un déficit millonario anual y en ese ámbito operan privilegios notables que deben ser modificados por motivos de justicia económica y de saneamiento de las cuentas públicas. De la posición de Astori surge que, evidentemente, no le asigna a la Fuerzas Armadas, más allá de la especialidad de su función, un rol político o estratégico distintivo respecto al que puede tener cualquier otro sector del Estado. Si así lo creyera, buscaría contemplarlos especialmente. Como hizo en su momento con los recaudadores de la DGI o como habitualmente se cuida de no afectar demasiado los intereses de sectores públicos o privados que podrían, en represalia, producir complicaciones en la economía. Con argumentos más o menos del estilo, la política económica evita gravar más a tal o cual sector, para evitar la fuga de capitales o para estimular inversiones o para prevenir la pérdida de miles de votantes. En mi opinión, también en comprensible la posición original de José Mujica, casi que por los mismos motivos, aunque aplicados al contrario. Mujica hará sus cuentas y considerará que una avanzada demasiado radical sobre los privilegios de las Fuerzas Armadas significaría a corto plazo un desbande de votos que pretende acercar o no perder, cuyo impacto político es muy superior al propósito justiciero y económico de la reforma. Por otro lado, tal vez Mujica, a tono con lo que pensaba Huidobro, entienda que las Fuerzas Armadas tienen un papel estratégico que cumplir en la construcción de un proyecto de soberanía nacional y un horizonte de socialismo, por lo que se le admiten ciertos privilegios en función de un objetivo superior en calidad y posterior en el tiempo. Las dos posiciones son debatibles desde la izquierda. Hay argumentos poderosos y merecen su análisis, aunque no tiene mucho sentido si antes no se alcanzan acuerdos más profundos sobre la propuesta estratégica de la fuerza política. En nuestra democracia liberal, civilista, de un país en tiempos de paz y sin conflictos en vista, mantener privilegios como los que tienen los militares es indefendible. Por el contrario, si hay una perspectiva de desarrollo y cambio social que, en última instancia, pudiese excitar la beligerancia de poderes externos y sustraer a Uruguay de su irrelevancia geopolítica, entonces la cosa ya no es tan clara ni inmediata. En alguna medida, es un poco la discusión posible entre los partidarios dentro de la izquierda de suprimir las Fuerzas Armadas –porque, además de su carácter históricamente represivo, alineado a la peor derecha, representan un gasto enorme e inútil que podría volcarse a la educación, a la salud o a las políticas sociales– y los que consideran que un acto de esa naturaleza directamente imposibilitaría la realización de un proyecto soberano de profundidad sistémica y nos obligaría a someternos a la protección de una potencia imperial. La propuesta presentada por el Ministerio de Trabajo por un lado reduce de forma muy importante los privilegios al topear la jubilación máxima en 100.000 pesos, aumentar la edad de jubilación voluntaria a 60 años y exigir 30 años de trabajo. Además, elimina el privilegio ostentado de retirarse con un grado superior al efectivamente alcanzado y todo esto lo hace de modo gradual, respetando los derechos adquiridos por los militares que ya cumplían los 20 años de exigencia de las condiciones vigentes, tomando consideraciones sobre los que tienen entre 10 y 19 años de ejercicio y aplicando toda la normativa a todos los militares que tienen menos de 10 años de trabajo. Es un término medio que no satisface al MEF, que deja caliente a muchos militares, pero que concita el voto de todos los sectores del Frente Amplio, aunque algunos con más entusiasmo que otros. Esta propuesta de Murro afecta el statu quo, pero observa las peculiaridades de la función militar, no ignora su impacto político ni desconoce las posibilidades estratégicas de las Fuerzas Armadas. No las abochorna ni las abroquela en contra, pero corrige bastante la injusticia y permite a la izquierda tocar un intocable y transmitir un mensaje muy importante: el respaldo a un proceso de cambio con justicia social no se compra ni debe detenerse ante intereses corporativos, incluso de factores de poder. Con ello, es mi opinión, es un proyecto razonable y, si no del todo satisfactorio, es un proyecto posible en el sentido correcto.
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