Nieto de Augusto y sobrino de Tiberio, por elección de este resultó ser el tercer emperador y antepenúltimo de la primera dinastía romana, la que conocemos como “julio-claudiana”, porque se refería a Julio César, que no había encontrado la forma de gobernar como rey sin utilizar ese título execrado por la República Romana. Fue elección de Tiberio. Obligado a elegir dentro de los sobrevivientes del grupo familiar y, al parecer, con la esperanza de que lograse ser más impopular y odiado que él, eligió a Calígula conociendo su verdadero carácter y acertó. Logró otro peor para quienes le importaban: la clase senatorial. El resto, la plebe, ya estaba corrompida como para que únicamente le importase el “pan y circo”. Pasó a la historia como un demente, megalómano, sanguinario, degenerado, odiado y de escasa importancia. Pocos historiadores se han ocupado específicamente de su período y, dentro de la intelectualidad, únicamente puedo recordar la magnífica obra teatral de Albert Camus que lleva su nombre por título y tiene un particular enfoque que sesga un tanto la visión clásica. Calígula no era su nombre, ya que su significado es “botitas”, apelativo con el cual lo distinguieron las legiones al mando de Germánico, su padre, que custodiaba la frontera con esas tribus tan salvajes como peligrosas. A los dos años sólo consentía que se lo vistiese con un uniforme confeccionado como el de la Primera Legión, hasta las botas hechas para su tamaño. Los supersticiosos legionarios lo llamaron “botitas” y lo convirtieron en su mascota venerada. Ya en tiempos de Augusto, los germanos habían exterminado tres legiones comandadas por el imprudente Varo y su presión era constante, al punto que Germánico no intentó hacerse cooptar como imperator. Los bárbaros, sin él, rebasarían las fronteras y terminarían con el imperio. Menos de medio milenio después eso sucedió, y junto con el derrumbe cultural también se produjo un profundo cambio en la economía monetaria y esclavista, dando paso a eso que consideramos la “sombría Edad Media”. ¡Pero basta de esta introducción! Que únicamente quiere justificar por qué me ocupo del tema, tan lejano, cuando todo parece arder en nuestro agro y todos tememos quedarnos sin abastecimientos o que Astori se desquite con nosotros si tiene que hacer muchas concesiones. ¡Todo sea por el investment grade! Las finanzas del imperio siempre estuvieron muy exigidas, ya que el mantenimiento de las fronteras de algo tan extenso era cada vez más costoso y Roma había llegado a sus límites. No porque no pudiese conquistar más territorio, sino porque lo que había por conquistar sería a pura pérdida. Ya no le quedaban vecinos ricos a quienes saquear y los prisioneros posibles eran difícilmente esclavizables. ¡Demasiado “bárbaros”! Por otra parte la riqueza se había concentrado de tal manera en la clase senatorial que lo que rendían las regiones del imperio no era suficiente. Los “publicanos” recaudaban los impuestos y exprimían al punto, muchas veces, de provocar lo que Kissinger 2.000 años después calificó lúcidamente como “rebeliones del hambre”. ¿Se le van viendo las patas a la sota? Según el Boletín informativo venezolano, (que considero más agitativo que informativo, por eso lo cito y adelanto que admito correcciones en las cifras), la mitad de la riqueza del mundo hoy está concentrada en solamente ocho personas. Pongamos que esas personas son consorcios, fondos de inversión o cualquier otra forma, pero la concentración de la riqueza es monstruosa. Digamos que no son ocho, que son 80 u 800, o que sean 8.000 u 80.000. Somos casi 8.000 millones de seres humanos. ¡Ni que fuesen ocho millones quienes tienen en sus manos la mitad de la riqueza del mundo! Con otros dos elementos a tener en cuenta: posiblemente la humanidad siga creciendo en número hasta por lo menos el fin de este siglo. La concentración del capital es cada vez mayor y también desde hace cuatro años, y al final de un ciclo benevolente, la pobreza extrema aumenta. Pobreza, hambre y desesperación. ¿Cómo extrañarnos entonces de ese imparable empuje de los hambrientos del planeta que presionan para llegar al mundo de la abundancia? ¿Cómo atajarlos? Presionan las fronteras del “mundo civilizado” tanto o más que los germanos y otras tribus bárbaras, guerreras y sedientas. Del otro lado del muro está el trabajo, la comida y la tranquilidad, aunque sean despreciados. Así como, trasponiendo el “limes” del imperio, los “bárbaros” encontrarían riqueza y buenas tierras. Calígula no era ningún economista. En esos tiempos, la ciencia económica” aún no se había inventado, pero sí sabía que había un único lugar en donde encontrar riqueza. No ya las provincias exhaustas, sino en los senadores, en aquellos que a lo largo de siglos se habían beneficiado de la guerra y la conquista y en ese momento eran la única fuente sin explotar. Era un loco, un demente, un degenerado, ¡pero sabía de dónde sacar para sus gastos locos y para repartir circo y pan a la plebe romana! Sí señor, un demente megalómano que llegó a proclamarse dios; que nombró senador a “Incitatus”, su caballo preferido, aquel para el cual cerró la bahía de Nápoles con un puente de barcas a fin de que se cumpliese el vaticinio de que ese corcel la atravesaría por su pie de un extremo a otro. No en función de ninguna doctrina igualitarista, sino porque simplemente necesitaba dinero y sabía dónde encontrarlo, saqueó, robó, asesinó y humilló a los senadores, hasta que una conjura terminó teniendo éxito y el emperador fue asesinado. Y nada cambió porque ya nada podía cambiar. Ahora bien, ¿qué hacemos? Porque la riqueza se sigue concentrando, el crecimiento económico a nivel mundial es cada vez más lento y la tasa de ganancia decrece sin remedio, con lo cual los ricos son cada vez más ricos, los del medio sobreviven penosamente y los “países de mierda” no ofrecen más que desesperación. Taponear la “invasión” de hambrientos es cada vez más difícil y costosa. ¡Así pusieran ametralladoras en lugar de muros! La única esperanza del hambriento es cruzar. Sobrevivir al cruce, vivir en la clandestinidad y aceptar lo que le den. O cruzar otra frontera: la del delito. Me pregunto con mis lectores: de haber nacido en el Borro o Casavalle, de ser analfabetos y tener hambre o deseos de tener lo que la sociedad de consumo ofrece: ¿resistiríamos la tentación? Poco difiere la opción de la de Aquiles: una vida corta y fulgurante o larga y oscura. Bueno, se preguntarán a santo de qué Platero trajo a Calígula a colación. A santo de que, de alguna manera, hay que frenar la concentración de la riqueza. El “método Calígula” resultó pueril e ineficiente, y el otro es el gigantesco potlach de la guerra, que ahora es imposible. O la revolución, hoy, muy descaecida. Tal vez no lo recuerden: potlach le pusieron los antropólogos a la quema ritual de bienes que se practicaba en algunas tribus del noroeste de lo que hoy es Estados Unidos. Abundancia de caza y pesca que no requería el desplazamiento de las poblaciones. Y una inútil acumulación de pieles que excedía largamente las necesidades resultaba una molestia. Pues, la quema ritual frente a un adversario permitía deshacerse del sobrante y demostraría quién era más poderoso. ¿Qué otra cosa sino gigantescos potlach han sido las guerras? Las grandes guerras en la que el consumo de personas y bienes terminaba por quebrar a alguno de los contendientes, dejando al vencedor casi al límite. Esa insana quema de personas y bienes dejaba arruinada una zona y enriquecía a quienes habían sido proveedores, con el resultado de que el derrotado estaba dispuesto a trabajar por mendrugos y el vencedor no podía explicarles a los sobrevivientes en qué consistían las “mieles de la victoria” o los “laureles de gloria”. Todo esto terminó con el surgimiento del poder atómico. Ahora, algo así acabaría con la humanidad en pleno, y nadie, hasta ahora, ha sido lo suficientemente demente como para apretar el botón. Por ahora. ¡Toco madera! Pero el problema requiere solución. Ni el tambero que lloraba por no poder pagar la renta; ni Astori, que tiembla por el investment grade; ni yo que tengo que elegir entre zapatos o lentes, priorizando el tarjetazo; ni el obrero aún desocupado en Detroit; ni el africano que se le anima al Mediterráneo en un barquichuelo; ni nadie del común tiene la solución. A lo sumo, cuando podemos, pateamos la piedra para adelante. ¡Dios dirá! Pese a que el pobre Francisco, su vicario, nos recuerde que somos humanos y nos debemos fraternidad. Pese a que es cada vez más difícil vivir la “alegría de la fe”. Nadie está tan loco como lo que algunos nos hacen creer amenazando con cortar rutas y lazos con la ciudad. Y nadie está tan loco como para negarles validez a los reclamos del agro y buscarles soluciones. Las posibles. Yo empezaría por declarar írritos, nulos y sin valor algunos los contratos de arrendamiento que están asfixiando a tantos. Y pagando el precio de esas tierras con los dólares que estoy gastando en sostener a ese maldito dólar que sigue a la baja. Pero eso lo pienso yo. La Unión Soviética fue un hermoso intento que cayó por su propio peso. No tenemos “modelo de referencia”. Habrá que emparchar y seguir a trancas y barrancas hasta que, por algún lado, asome un sol nuevo y justo. Me declaro pesimista. Pero eso, a mi edad, no tiene importancia. Son los jóvenes quienes tendrán que encontrar el camino o sufrir por no haberlo hallado.
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