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Casa de campo

Por Laura Martínez.

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Caras y Caretas Diario

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“Por dejarme respirar y por dejarme existir, Dios le pague.”

Chico Buarque

I

Ella sube por el territorio fértil de la desesperanza. Va de rodillas y sonriendo. “Ahora gritaré”, piensa. Sabe que el muñón no entiende nada de la pierna que le falta, algo similar a que una pared hormigonada caiga y abruptamente te desaparezca una extremidad y quede a tu lado casi intacta. Una gota de sangre nomás, como extraño testigo de un derrumbe.

Los grandes impactos no duelen en el momento, tampoco se sangra mucho, hasta existe la posibilidad de levantar el miembro mudo que parece mirarte mientras pierde latidos y color y puede que alguien que actúe con celeridad y profesionalismo consiga volver a unirlo a tu cuerpo. Ella ha perdido la gota de “sangre lágrima” y no busca la silueta fantasmal de su figura grisácea. Siente que no tiene sentido. Está cansada, no dice una sola palabra. “Puede que alguien se preocupe por mí”, piensa. Su pequeña hija quizás, la que siempre mira aparentemente distraída por la ventana y diariamente la espera, también aguardando por sí misma. “Todo es tan incierto”, piensa.

Al llegar a la pequeña casa donde siempre llueve, con una puerta de asfixia cuya madera de alta precariedad amenaza deshacerse entre sus manos, la niña está allí, aguardando silenciosamente. A su lado, una vieja jaula que encontró entre los desechos. “Es una jaula de conejos”, dice.

La dos la miran. “El conejo se murió de hambre. Eso me dijo el vecino, que sabe mucho. Se dormía, no tenía fuerzas, no corría más; no estaba enfermo, era hambre, madre. Trae otro y le daremos de comer. Ahora estará seguro, no escapará. Tenemos una jaula”.

La madre se encoge de hombros. No sabe si podrá tener lo suficiente para que ellas coman, pero está segura de que volverá a traer un conejo aunque esté muy cansada, mutilada, aunque también llueva dentro de sí misma, amenazando ahogarla. Un pequeño conejo blanco que la mirará asustada. Esta vez puede que sobreviva.

Han estado solas mucho tiempo. A veces un hombre llega a la pequeña casa rodeada por margaritas, no logra verlas, sale tan rápidamente como entra, golpea las paredes y las mesas, conoce el idioma de las amenazas, está triste, nadie lo sabe, no entiende el porqué de su extrema pena diaria, no intenta pelear por sueño ninguno, en algún lugar se quedaron todos los que alguna vez tuvo, en el refugio imposible de la infancia que ya no es.

En aquel lugar un niño arrollado sobre un árbol ciego busca estar a salvo de los temporales y a veces es feliz sólo por saberse lejos del granizo implacable. Nunca ha conocido a nadie que le enseñara el lenguaje de los abrazos, no pide caricias, tampoco entiende el significado de esas palabras, tal vez sea algo así como un golpe mortal de ternura; el amor parece que mata. Ese niño aprendió a jugar con barcos de papel que le sustraían cuando apenas navegaban en los charcos más sucios de la hondonada. Un abuelo con aroma a alcohol, siempre en un camastro, aún lo mira desde un sitio de la memoria. Fue a la escuela a los tumbos, atravesando pastizales altos, con la cara llena de polvo, para ser el centro de los ataques de otros niños que se reían de su cabello opaco y sus manos sucias. El niño ha crecido, no sabe amar, no se puede aprender mucho en los enormes desiertos, se camina y monologa por años hasta que un día y sin espejo alguno un cuerpo extraño con su mismo rostro lo sorprende en el agua desconcertado, como todos los días de su historia.

II

A ella la conoció un domingo que fue a vender unas pocas verduras en la feria. Era una muchacha que sonreía y vendía flores. Caminaron de la mano por una plaza ausente y se prometieron un mundo que les era completamente ajeno, lo inventaron, esculpieron castillos en la tundra, creyeron, lucharon, sufrieron.

Después nació aquella criatura estremecida que los miraba desde su belleza infinita, algo que a veces no se puede abarcar, un desborde de luz en el túnel agreste de una vida que jamás pregunta nada y carece de respuestas en tantos ámbitos imprescindibles.

–Parece una flor –dijeron al unísono–.

III

–Ya no puedo caminar.

–¿Dónde están tus malditas piernas?

–No hablo de las piernas.

–Tampoco las necesitas para nada. Tu lugar es aquí. Deja las flores esas de porquería.

–Si no trabajo, nos moriremos de hambre.

–Deberías morirte ya.

El niño no encuentra refugio en la cueva y la tormenta es muy grande. Está con frío. Tiembla. Su abuelo grita por comida. No hay nada. Busca, pero no encuentra. Su abuelo grita entre estertores de agonía. El niño tiene mucho miedo. No llora. Entra una mujer apurada, lo mira fieramente: “Lo has matado tú. Pobre viejo”. No logra entender nada. El hombre espanta el recuerdo del niño con un gesto, como si unas molestas moscas se acercaran a su cara.

–No necesitas las piernas. Deberías callarte de una vez.

Abre la puerta con una mirada de furia o de extrema tristeza, es imposible descifrarla.

IV

La mujer llega a la casa de rodillas después del día más triste en muchos años. ¿Cómo decirle a Florencia, que espera con una jaula para su próximo conejo, mirando por la pequeña ventana el horizonte, confiando en el futuro con dos o tres ilusiones aún intactas, que su padre la ha encontrado vendiendo unas flores a un hombre que le sonreía y que se ha enojado mucho y tanto…?

¿Cómo explicarle que la ha esperado oculto para sacudirla y lastimarla gravemente, que aunque la sangre no es visible, su muerte es prácticamente inevitable?

¿Cómo explicarle que mientras la sacudía y le rompía las piernas gritaba: “No fui yo quien lo hizo, ¡entendés! No había nada para darle de comer. Nada”.

La sacudía y lloraba, parecía un niño desesperado. Los dos a la intemperie y la lluvia furiosa como si no se fuera a detener nunca.

Lo esperaron mucho rato en el cuartel, pero no apareció ¿Cómo explicarle a Florencia que su padre ha destruido en su cerebro los recuerdos de un niño que lloraba silenciosamente y que lo desgarraban por dentro?

Le ha hecho daño a ella, que no intenta encontrar la sombra de su pierna fundamental, la que lograba sostenerla de pie; poco le importa.

–Traeré otro conejo –dice.

–¿Blanco?

–Sí. Blanco.

–Debe comer o no vivirá. ¿Recuerdas cómo se durmió aquella tarde entre mis brazos. madre? Era una tarde parecida a la de hoy. Llovía tanto…

–Tendrá fuerzas. Compraré un tomate y una lechuga. Espérame.

La mujer cierra la puerta y siente que no puede caerse ahora. “No necesito las piernas”, dice, y echa a andar.

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