Soy hija de una familia de emigraciones dobles. Mis padres formaron parte del contingente de gallegos que llegaron a Uruguay en la mitad de la década del 50 escapando del hambre que había generado la guerra civil española y que acunaba con esmero el franquismo. Se conocieron aquí y combinaron sus historias diferentes que coincidían, sin embargo, en muchos aspectos. El principal, el deseo de vivir en un país tranquilo, pacífico, donde trabajar y poder comer no fueran cuestiones excepcionales. Fundaron su familia y a lo largo de sus vidas -yo también lo recuerdo con un cimbronazo intenso- vieron partir a otros integrantes de la familia de origen hacia diversas tierras. De niña, vi partir a mis tíos maternos -jóvenes, soñadores, comprometidos- con distintos destinos. Lo recuerdo con la pena infantil del que ya no verá a aquellos referentes con quienes me divertía, los que me atendían y mimaban. Ellos soñaban un futuro mejor y salían con una maletita que en realidad tenía más sueños que objetos materiales. Claro, ya sé que casi nadie se acuerda de esos tiempos en los que en Uruguay “comer” era casi un privilegio de unos pocos. Mi escenario en aquel tiempo era la casa humilde de mis abuelitos en la calle Helvecia del barrio Piedras Blancas y el aeropuerto o el puerto, espacios estos últimos a los que les tenía alergia porque siempre me recordaban el dolor de las partidas en tiempos en que las comunicaciones eran escasas e irse era perder la imagen y la voz, era perder de verdad al otro, dejar de verlo, abrazarlo, pero también aceptar vivir con preocupación la imposibilidad de tener datos certeros sobre su vida. A veces, cada tanto y después de mucho tiempo, aparecía alguna carta manuscrita que la oficina de Correos se encargaba de hacer pasear por un sinfín de lugares antes de llegar a destino. En mi familia ocurrieron cosas insólitas. Una tía querida que fue la primera en llegar a Uruguay volvió a su tierra natal porque el destino le hizo una jugarreta inesperada: su único hijo emigró hacia España y el sentido de su vida, que se vigorizó con la llegada de la primera nieta, la obligó a rumbear nuevamente hacia la geografía de origen. Por eso digo que somos una familia de emigraciones dobles. A veces pienso si esta historia personal es la que me produce esta sensibilidad extrema cuando vi la cola de refugiados, durante el cruel invierno europeo, penando por un platito de sopa, o cuando cada noche me dormía pensando en el privilegio de mi cómoda cama mientras el Aquarius giraba sin destino en las aguas del Mediterráneo, o sentí el dolor, la inseguridad, el abandono, la vulnerabilidad, el miedo y la angustia de los niños latinoamericanos que terminaron separados de sus papás y enjaulados por el único “pecado” de haber intentado “escapar” de la miseria de origen y encontrar un bienestar para vivir. No puedo dejar de pensar en la niña que fui y en cómo esa niña hubiera vivido la tragedia de quedar en un espacio desconocido, con gente que habla otra lengua y tiene otra sensibilidad como para ser capaz de enjaular a niñas y niños. Creo que me hubiera marchitado inevitablemente. No puedo dejar de pensar por qué no somos capaces de crear un destino común y sentirnos en casa en nuestro planeta, generando una armonía natural, y elegimos hacer del mundo un espacio inhóspito e inhumano, de rechazo violento, que nos aleja tanto de la condición propia de humanidad. Sé que son reflexiones que pueden sonar ingenuas, pero necesito hacerlas. Si hay algo que deberíamos cuidar a la hora de sentirnos humanos, es la idea y la acción que la traduce y se expresa como hermandad. La fraternidad -dice Hannah Arendt- que la Revolución francesa agregó a la libertad y a la igualdad tiene su lugar natural entre los reprimidos y perseguidos, entre los humillados y los explotados. Arendt reflexiona mucho sobre esta situación de hombres y mujeres en tiempos de oscuridad. “De todas las libertades específicas que nos puedan venir a la mente, al oír la palabra ‘libertad’ -dice esta filósofa-, la libertad de movimiento es desde el punto de vista histórico la más antigua y la más elemental. Ser capaz de ir hacia donde deseamos es el gesto prototípico de ser libre, así como la limitación de la libertad de movimiento ha sido desde tiempos inmemoriales la condición previa a la esclavitud. La libertad de movimiento es también una condición indispensable para la acción en que los seres humanos experimentan por primera vez la libertad en el mundo”. Hay algo de la tragedia griega que se instala en nuestros corazones. Aristóteles explicaba que cada tragedia -esas piezas dramáticas centradas en los sufrimientos extremos del héroe o la heroína- concitaba la atención del público porque generaba dos sentimientos en simultáneo: la compasión y el terror. El miedo llevado a su grado extremo, al pensar en que todos somos pasibles de algún mal semejante, y la compasión por ese héroe trágico que generaba la empatía del dolor. De estos dos sentimientos nace la idea de catarsis, la liberación. En el mundo de hoy, la empatía se volvió tan individualista que nos liberamos aceptando que mientras les pase a otros estamos exonerados; no nos pasa a nosotros. Seguiremos felices con niños enjaulados en un mundo en el que algunos humanos se mueren de hambre no porque no haya comida suficiente, sino porque está mal repartida y porque los poderosos necesitan seguir acumulando a fuerza de enjaular, impedir, seguir presenciando naufragios en los mares del intento de una vida digna. Seguiremos felices en la sociedad del espectáculo. Todo se vive así: la violación colectiva, los niños enjaulados en Estados Unidos, el Aquarius girando sin puerto de destino por el Mediterráneo, la cola de refugiados sin hospitalidad disponible y la propia vida cotidiana llenita de discursos lindos y acciones vergonzantes.
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