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Catástrofes agridulces

Por Rafael Bayce.

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Caras y Caretas Diario

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México, Puerto Rico y otros lugares del Caribe, golpeados por terremotos y los huracanes Irma y María, fueron escenario de importantes catástrofes naturales, coincidentes en estos últimos días con la violencia generada en el referéndum informal de Cataluña y el nuevo y ultrasangriento tiroteo en Estados Unidos. El adjetivo ‘agridulce’ asoma como una de las formas de describirlos en algunas de sus dimensiones sociales y mediáticas. ¿Por qué agrias? Es casi obvio; estas catástrofes dejan un gusto amargo en sí mismos y como síntoma de la condición humana y de las tendencias de evolución que exhibe. ¿Por qué dulces? Porque lo son, intencionalmente o no, conscientemente o no, para al menos muchísimos actores importantes del cotidiano contemporáneo, tales como muchos gobernantes, casi toda la prensa y una buena parte de la opinión pública mundial, aunque digan lo contrario y se manifiesten horrorizados y llenos de duros calificativos para los sucesos y sus responsables.   El efecto dulce Este tipo de catástrofes, sin importar si son naturales o no, generan una carga de adrenalina ante la exhibición de la sangre, el dolor, el sufrimiento, ya sea en la destrucción por maldad extrema, o bien en la fatalidad imparable de la naturaleza. Las catástrofes entretienen, divierten, mejoran la sociabilidad y la interacción en la mesa familiar, en el bar, en el trabajo, en el transporte, en los lugares públicos: porque aportan adrenalina y el confort oceánico de la comunidad de emociones muy probablemente compartidas. Además, son ‘dulces’ en general, a pesar de que se horroricen y maldigan las ocasiones y sus responsables. Lo son en pliegues profundos y no conscientes, pero perfectamente compatibles con sus conscientes e intencionales reacciones de horror por los hechos, de crítica a los autores, y de solidaridad y pena por las víctimas. Buenos ejemplos de estos análisis sofisticados los proporciona la criminología psicoanalítica que, por ejemplo, explica de modo nada obvio la conducta de quienes insultan, amenazan y hasta golpearían a asesinos, violadores y rapiñeros mientras los ven subiendo a una camioneta policial o bajando de ella para entrar en un juzgado. Dicen esos analistas que en realidad esas personas sienten fuertemente los mismos impulsos que los victimarios, pero que se defienden de que alguien pudiera adivinar esa secreta pulsión vociferando su repulsión por la misma, para posar de moralistas y sagradamente indignados por si alguien duda de ellos. También dicen que esa misma pulsión -o su miedo a ser descubierto o sospechado sintiéndola- los mueve a reclamar penas mayores, más rigor policial y leyes más duras, en el fondo para asegurar que un superyó más poderoso podrá impedir mejor su temida caída en la tentación de la pulsión. Catástrofes como la de Las Vegas, o cualquier otra semejante en los últimos 25 años en Estados Unidos, serían ocasiones para exorcizar sus propios demonios -tan riesgosamente semejantes a los de los homicidas- para pregonar una radicalidad que los distinga severamente de los victimarios y para construir un perfil socialmente más atractivo que el que tenían o temían tener (nada como las redes sociales para fingir, simular y disimular). Jean Baudrillard añade a estas duras sutilezas el entusiasmo y la alegría de los que no estuvieron en riesgo o se salvaron pudiendo haber sido víctimas; porque están sanos y salvos y pueden apiadarse de los afectados diciendo un poco hipócritamente “¡Qué horrible, pobre gente!”, quizás más como eufemizada explosión de alegría -por estar sanos, salvos y viéndolo con un copetín y picaditos- que como congoja por los sufrientes. Porque en definitiva sólo muy pocos se solidarizarán en consonancia con su aflicción retórica, ya que la inmensa mayoría de los televidentes, oyentes, lectores o charlatanes de mesa no asistirá a los damnificados, y ni siquiera contribuirá económicamente o con sangre. Los muy pocos que sí lo hacen, de entre los millones que presencian los espectáculos de las catástrofes, serán descritos demagógicamente por la prensa como ejemplo de la solidaridad humana, nacional o local (según sea), cuando en realidad los efectivamente solidarios son una ínfima minoría de los espectadores de las catástrofes. Es solo una perla más de la inversión de la realidad que los medios de comunicación de masas nos pasan diariamente como ‘la realidad’, cuando nos muestran los poquísimos aviones que se caen y no los que no lo hacen, y lo mismo con los vehículos, los comercios asaltados, los menores infractores, lo que termina patologizando el cotidiano y normalizándolo como patológico y patógeno -por eso tenemos tanto miedo-.   Dulce para la prensa y los medios de masas Las catástrofes satisfacen la demanda de la que acabamos de hablar y esto se hace más que patente en los medios de comunicación, que suben el rating y mejoran sustancialmente sus ingresos. ¡Que nunca falten las catástrofes! Lloriqueamos, nos horrorizamos, ponemos cara de angustia y dolor (y no es que no lo sientan, no es hipocresía pura), pero sabemos que nos conviene: a los espectadores por lo que vimos antes, a los medios de comunicación y a la prensa por estas bien comprensibles razones profundas y a los anunciantes porque su inversión anterior ya hecha cosechará más audiencia y probablemente venderán más y mejor lo publicitado. Además -y como en el caso de la adrenalina compartida por el público en general-, es fácil referirse a las catástrofes; las imágenes son elocuentes y facilitan la narración y el discurso, los torneos de adjetivos y adverbios, de verbos radicales, se suceden y son celebrados como sensibles reacciones de los comentaristas por las audiencias. Se oirán -expectantes y fingiendo inminencia de impacto- las noticias que nunca dan las instituciones que podrían darlas, y que en realidad no las tienen o no creen adecuado hacerlo y que tantas veces enmascaran su falta de resultados en prudente y responsable reserva frente a la morbosa e incomprensiva curiosidad de la gente y la prensa. En definitiva, se cubre todo con radicales lugares comunes que la adrenalina generada en la gente empatiza. Nunca olvido, cuando era adolescente, trabajando para un diario que competía básicamente porque tenía fotos en color, el siguiente episodio: como no llegaban radiofotos de una inundación a tiempo para mandar a componer, el secretario de redacción me dijo: “Poné de cualquier otra inundación que tengas y metele color; nadie se va a dar cuenta, porque son todas iguales”. Y así fue y será. Podrán repetirse hasta la náusea noticias viejas que la gente se tragará ante la esperanza de tener noticias nuevas, porque esa frustrante tarea segrega adrenalina también, aunque no recoja nada.   Dulce para gobernantes En principio, nada les viene mejor a los gobernantes, para mejorar sus imágenes individuales y las de sus gestiones ante la opinión pública, que una buena catástrofe. Se convierten en supermanes que enfrentan decididamente la fatalidad, la adversidad y el dolor popular. En definitiva, nadie puede más que ellos hacer más inmediatamente lo que se necesita, y se espera eso mismo; y es esa esperanza lo que se celebra. Se pueden usar helicópteros, acariciar cabezas de sucios y llorosos niños, abrazar hombros de afligidas madres, susurrar serias confidencias con los hombres que más hombro ponen, recorrer, cejijunto, ruinas, destrozos y heridos. A cualquier gobierno le convienen, desde el ángulo de su legitimidad y evaluación pública, las catástrofes. Que nunca falten. De todos modos, son una buena inversión política las medidas que se adopten (también inevitablemente más retóricas que sustantivas); y siempre habrá créditos leoninos que estarán macabramente prontos para ‘ayudar’ si faltan fondos. Y siempre habrá empresas que se peleen y toquen influencias para reconstruir lo destruido y dañado (cejijuntos también, claro); y siempre habrá ‘ayudas humanitarias’ que puedan canalizarse no sólo para los damnificados, sino para los burócratas que los conduzcan por los vericuetos administrativos de la realidad. Una buena catástrofe salva a cualquier cúpula gubernamental, entusiasma a la prensa, productores, anunciantes, comentaristas y público. Serán tan catastróficas, ¿en el fondo? Quedan para la próxima, lector, comentarios sobre el múltiple error del referéndum de Cataluña; e hipótesis para la hasta ahora inexplicable masacre de Las Vegas, que, por el momento, no puede explicarse por ninguna de las hipótesis o hallazgos que arrojaron luz sobre las matanzas anteriores.

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