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Centenario de Mandela

Por Juan Raúl Ferreira.

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El mismo día de la jura de nuestra Constitución, fue el centenario de Nelson Mandela. Los uruguayos lo recordamos en diversos actos. Desde 2009, por decreto de ONU, cada 18 de julio, alrededor del mundo se celebra su vida y su legado, siempre pensando en que se acercaba su centenario.

Acá, el jueves 19, hubo un acto en el Salón de los Pasos Perdidos del Palacio Legislativo con presencia del presidente y de la vicepresidenta de la República, a la cabeza de un conjunto de autoridades nacionales y parlamentarias.

A su vez, el Colectivo Mandela y la Intendencia de Montevideo anunciaron en la Rambla (frente al Golf) la creación del Espacio Mandela.

Por el año 64, quiso visitar Uruguay, el ministro de Agricultura sudafricano, pero su joven colega uruguayo, alguien muy querido, no lo quiso recibir en protesta por el Apartheid. Años más tarde, ya en el exilio, un grupo de uruguayos -Nicolás Grab, Alejandro Artucio, el pastor Castro- en Ginebra había formado la Asociación Uruguaya Contra el Racismo y el Apartheid, de la que no recuerdo cómo terminé un día siendo presidente. Ahí empecé a leer y aprender más de esta figura gigante a la que el régimen racista cuanto más aislaba, más proyectaba internacionalmente.

Muchos profetas no vieron su tierra prometida. Él sí la vio. Y la presidió y pacificó. Moisé s no llegó a Canaán, Luther King no vio ejercer sus derechos a los afroamericanos. Por nuestros pagos, Artigas no vio su sueño federal realizado. Pero el legado de Mandela es defender lo que él mismo logró.

Las vueltas de la vida: en el 79, como representante ante ONU de la Liga Internacional de Derechos Humanos (LIDH), debí declarar sobre el tema. Revisaba las páginas de la declaración que debía de leer contra el Apartheid y por la libertad de Mandela. Finalizada la sesión, pensaba: “Esto que he hecho es un mínimo granito de arena de los millones que día a día arriman seres solidarios por el planeta”.

Por los 80, el pastor uruguayo Emilio Castro (secretario general del Consejo Mundial de Iglesias) me invita a ir, junto a otras ONG, a visitar a Mandela en su celda. Tras sus arduas gestiones, fuimos Maureen Berman, conocida activista, el reverendo Bill Wipfler, del Consejo de Iglesias de Estados Unidos, Castro, por lo menos dos personas más, cuyos nombres no recuerdo, y yo por la LIDH. No podía creerlo. Recién lo habían trasladado de la Isla de Robben, donde había estado más de 15 años.

Y lo vimos. Solamente eso. Era el preso 46.664. Estaba sentado en una celda de muy escasa luz. Lo hicieron pararse y girar 360 grados para que observáramos a distancia que “estaba bien”. Solamente le pudimos regalar una mirada, un gesto solidario y breve. Y nos hicieron marchar. Pero el largo viaje había valido la pena. Con el tiempo, luego de ser liberado, Emilio Castro se volvió su amigo.

Lo volví a ver en Argentina, en la Cumbre del Mercosur de Ushuaia en julio de 1998. Yo estaba allí como embajador uruguayo y él como presidente de una Sudáfrica libre y democrática. No me atrevía ni a acercarme a él. Algunos me forzaron a hacerlo. No me recordaba, por cierto, pero sí aquella, su primera visita del mundo exterior, a la que fuimos dos uruguayos. Todos los que allí estaban lo ovacionaron y en el rostro de cada uno se adivinaban sentimientos y la convicción de estar ante un gigante de la historia.

Uruguay tiene con él una gran deuda. Fue de los pocos países que, aun durante la transición a la democracia, nunca rompió relaciones diplomáticas con Sudáfrica. Alfonsín fue lo primero que hizo en cumplimiento de las resoluciones de ONU. “Es un terrorista”, era la respuesta que recibíamos los uruguayos de todos los partidos que íbamos a la lujosa embajada en Carrasco. Pero Uruguay no rompía relaciones y con eso ganaba unos pesitos con la regata Whitbread, que, al no poder amarrar en Buenos Aires por tener veleros de Sudáfrica, lo hacía en Punta del Este. Aceptábamos el Apartheid a cambio de estirar un par de semanas la temporada.

El 11 de febrero de 1990 no hubo lugar en el mundo donde la gente no ganara las calles para celebrar su libertad. Ahí Uruguay le reconoció con todos los honores.

En la reunión del Mercosur en Ushuaia terminó sus palabras diciendo: “Si no hay comida cuando se tiene hambre, si no hay medicamentos cuando se está enfermo, si hay ignorancia y no se respetan los derechos elementales de las personas, la democracia es una cáscara vacía, aunque los ciudadanos voten y tengan Parlamento”.

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