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Chile y Venezuela

Por Leandro Grille.

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Nicolás Maduro no es Salvador Allende. Ni es Hugo Chávez. Venezuela, además, no es Chile. Hasta ahí las afirmaciones son de una trivialidad tal que podrían obviarse. Sin embargo, el paralelismo entre la revolución bolivariana y el brevísimo gobierno de la Unidad Popular (UP), encabezado por el inolvidable presidente mártir, es enorme. Y negarlo, desconocerlo o soslayarlo es condición necesaria para desentenderse y adversar un proceso político contemporáneo sin la necesidad de replantearse viejos amores todavía vigentes. Me propongo exponer dentro de las limitaciones de mi formación algunas claves de este paralelismo, más allá de que no existen procesos históricos y políticos homologables en un sentido profundo, mucho menos cuando operan sobre sociedades y tiempos distintos. Históricamente Venezuela ha tenido una economía basada en la extracción y comercialización de sus enormes reservas petroleras. Chile, por su parte, fundó su economía durante décadas en la explotación del salitre, hasta su declive tras el desarrollo del salitre sintético, y tras ello vivió literalmente de la extracción y exportación de cobre que, cuando Salvador Allende asumió la presidencia, significaba 75% de las exportaciones chilenas y más de 30% de los ingresos tributarios. Ambas eran economías extractivistas, casi monoproductoras, fuertemente dependientes del precio internacional de un recurso natural preponderante. Una primera gran similitud entre el gobierno de la UP y el proyecto político inicialmente liderado por Hugo Chávez fue la voluntad manifiesta de construir un camino al socialismo por la vía democrática en un país del tercer mundo, recurriendo a las urnas y no a las armas. Este propósito común de resolver de modo pacífico la contradicción entre capital y trabajo a favor de los explotados, mediante la construcción de un Estado socialista por la vía electoral, todavía no ha probado su viabilidad en ningún territorio del mundo. No hay precedentes. No es extraordinario, entonces, que los dos procesos políticos hayan concentrado su vocación socializante en la redistribución de la renta producida por su principal rubro económico, ni puede sorprender que el derrumbe –forzado– del precio internacional del cobre entre 1971 y 1973, en el caso chileno, y el desmoronamiento del precio del barril de petróleo a partir de 2014, en el venezolano, hayan tenido las consecuencias económicas devastadoras que tuvieron en ambos países. La crisis económica del Chile de Salvador Allende fue tan grave y tan atizada por Estados Unidos como la actual crisis venezolana. Desde que Allende llegó a la presidencia de Chile, Estados Unidos, gobernado en ese entonces por Richard Nixon y con el genocida de Henry Kissinger al frente del Departamento de Estado, tomó la decisión de derrocarlo. Para ello, orquestó un plan, conocido como Fubelt, para destruir la economía chilena, radiarla del mundo y producir un golpe de Estado que derrocara el gobierno marxista, al que consideraba una grave amenaza para sus intereses. Las pruebas de su accionar se conocieron 25 años después, cuando se desclasificaron los documentos, pero era evidente para cualquier observador que no fuera políticamente ingenuo o cómplice. Si el primer año de Allende significó una mejora sustantiva en la capacidad de consumo de la población, crecimiento económico, expansión de derechos, impulso de políticas públicas de avanzada, condicionados por una guerra económica interna y externa conducida por Estados Unidos y ejecutada por los sectores más poderosos de Chile y sus medios afines, sumado a la abrupta –y operada– caída del precio internacional del cobre tras la nacionalización de 1971, los años posteriores marcaron un derrumbe de la economía: dos años seguidos de caída del Producto Interno Bruto, deterioro del salario real e inflación galopante, que en los últimos dos años del gobierno de Allende llegó a ser la más alta del mundo, superando el 600%. A la política de control de precios chilena, que es perfectamente comparable a ley de precios justos venezolana, el poder económico real respondió con desabastecimiento y acaparamiento. Los chilenos debían hacer colas de varias cuadras para obtener productos básicos que se comercializaban en el mercado negro a precios brutales, esquivando el régimen de control del Estado. En Venezuela sucedió lo mismo. Y la respuesta del Estado venezolano fue idéntica a la del chileno: Allende creó las Juntas de Abastecimiento y Control de Precios (JAP), y la respuesta de Nicolás Maduro fue la creación de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP), que han funcionado mejor que las JAP, entre otras cosas, porque es obvio que las autoridades venezolanas se basaron en esa experiencia y han hecho lo posible para que, a diferencia de las JAP chilenas, los CLAP venezolanos no sean saboteados y perseguidos. El descontento social venezolano de los últimos años y el chileno de la época de Allende, inducido por una guerra económica innegable, con las consecuencias terribles sobre la vida cotidiana de los chilenos, también fue comparable. Y en las elecciones parlamentarias de 1973, la Confederación Democrática (la CODE, versión chilena de la actual Mesa de Unidad Democrática –MUD–, que agrupa a la derecha venezolana) obtuvo 56% de los votos, contra 43% que obtuvo la UP de Allende, y se quedó con la mayoría de las bancas. Esos guarismos son singularmente parecidos a los de la elección de la Asamblea Nacional que perdió el chavismo en medio de una crisis idéntica: en 2015 la MUD venezolana obtuvo 56% de los votos contra 41% del Partido Socialista Unido de Venezuela. ¿Qué hizo Allende en la circunstancia de tener un Parlamento opositor? La oposición chilena, agrupada en la CODE, quería conseguir los dos tercios de las bancas, para poder acusar y destituir a Allende como hicieron hace poco con Dilma Rousseff en Brasil y como quisieron hacer con Maduro en Venezuela. No llegó por poco. Pero ni bien controló el Parlamento, intentó usar su amplia mayoría parlamentaria para promover una reforma constitucional en un proyecto conocido como Hamilton-Fuentealba, que intentaba detener las políticas estatizadoras y socialistas de Allende. Allende vetó el proyecto y, de inmediato, fue acusado de avasallar la legalidad y pasar por arriba del poder legislativo. Fue acusado en los mismos términos que Maduro, y el odio político de las clases medias y altas se expresó en la calle, con movilizaciones cada más duras y también masivas, en las que también participaron estudiantes universitarios e ingentes sectores sociales y profesionales: médicos, abogados, dentistas, comerciantes. A Allende le calentaron la calle y no hubo 60 muertos, sino más de 100. Lo acusaron de asesino, de tirano, de todo. Mientras tanto, los sectores aliados a la burguesía promovían el golpe de Estado, se concentraban en las puertas de los cuarteles y participaban en conspiraciones. Tal como en estos días la Fiscalía General de Venezuela se ha plegado a la oposición, se plegó en aquel momento la Contraloría General de la República en Chile cuando acusaron a Allende de desconocer la Constitución por vetar el proyecto de los opositores de derecha, que se proponían impedir la expropiación de tierras y la intervención en el comercio y en el rubro de los transportistas. ¿Por qué muchos creen que Salvador Allende era un hombre democrático y pacífico, y su gobierno un ejemplo inolvidable, pero se permiten a la vez aborrecer el proyecto de los bolivarianos? ¿Cómo es posible tal inconsistencia? La única gran diferencia es que Allende fue víctima de un golpe de Estado militar al que resistió con su vida, mientras que el gobierno venezolano no ha sido derrotado todavía, ni siquiera por un golpe de Estado, aunque lo hayan intentado. Hugo Chávez lo dijo: la nuestra no es una revolución desarmada. Fidel Castro se lo dijo a Allende incluso en su discurso de despedida en el Estadio Nacional, luego de tres semanas durante las cuales recorrió Chile, en diciembre de 1971. Luego de ver la experiencia, única en la historia, de construcción del socialismo por la vía pacífica, le dijo al pueblo de Chile que la violencia era inexorable, porque la derecha la iba a imponer: “¡Regresaré a Cuba más revolucionario de lo que vine! ¡Regresaré a Cuba más radical de lo que vine! ¡Regresaré a Cuba más extremista de lo que vine!”. Lo que está sucediendo en Venezuela no es extraño a la historia de América Latina. Tampoco lo es la actitud de la Organización de Estados Americanos. Ni la violencia. Ni la crisis. Ni los muertos. Ni la guerra económica. Ni las mentiras de los medios de comunicación. Ni la intervención de la mano negra de Estados Unidos. Ni el desabastecimiento concertado. Ni el acaparamiento criminal. Ni las colas gigantes. Ni la inflación astronómica. Ni el mercado negro. Ni el control de precios. Ni los CLAP. Ni las derrotas electorales en medio de crisis operadas. Ni la caída estrepitosa del recurso económico más importante. Ni las manifestaciones de las clases altas y medias. Ni las acusaciones de inconstitucionalidad. Ni las acusaciones de tiranía. Porque lo que está sucediendo viene del mismo lado que hace 44 años. Y es contra los mismos. Solamente han mejorado sus métodos, porque, como dijo Fidel en el Estadio Nacional, la derecha aprende antes que el pueblo humilde. Pero el pueblo humilde también aprende. Y ahora es más difícil que aparezca un Augusto Pinochet en Venezuela, por eso piden la intervención internacional. También en Chile se anticipaba una guerra civil. De eso se hablaba en 1973. Nada es sustancialmente distinto. Tampoco son distintos los que no van a soltar la mano de la revolución bolivariana en Venezuela. Ni es distinta la derecha que se lo opone. No queremos nunca más los cristales rotos de los lentes de Salvador Allende.  

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