No puedo soslayarlo. Hablar de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, se ha convertido por estos últimos meses en una constante y, si se quiere, en una moda. Es que la novela cumple cincuenta años y sigue girando, como la rueda sobre su eje, en torno a los imaginarios colectivos, en oleadas más o menos rítmicas y en poderoso ejercicio de recuerdo, de impresión y de interpretación. A mí me tocó leerla en plena adolescencia, y a esa edad la buena literatura golpea la conciencia (y también sus zonas oscuras) con ruido a campana que suena bajo el agua y que de alguna manera anticipa otros sonidos, esos que la vida irá trayendo, a su manera misteriosa y lenta. Las comprensiones que fui haciendo alrededor de Cien años de soledad estuvieron pautadas por mis propias vivencias. No tengo dudas de que se trata de un clásico, pero me pregunto qué es lo que ha convertido esta obra en un aluvión de símbolos merecedor de tal nombre; acaso la primera evidencia de su condición clásica sea su formidable resistencia al paso del tiempo y, por ende, de los cambios, mareas y contramareas de la historia y de las veleidosas voluntades humanas. Después del éxito, nos fuimos enterando de esas minucias que se fueron convirtiendo en anécdotas; supimos, por ejemplo, que el escritor y su esposa pasaron mil aprietos económicos durante el año y poco que le insumió a García Márquez la escritura de la obra, y que llegaron a empeñar incluso sus artículos domésticos. Se habla de un secador, una plancha y una tostadora, o de una batidora y un calentador –según el propio escritor–, lo que parece por lo menos risible y no dejaría de resultar candoroso si no fuera porque detrás de todo aquello estaba la fe monolítica de Gabo, contagiada como por arte de magia al resto de su familia y multiplicada en estoicismos diarios para poder sobrevivir. Se dice también que el escritor se mantuvo inclinado sobre sus resmas de papel durante la exacta suma de dieciocho meses o 549 días, y que cuando por fin el manuscrito estuvo listo, la mecanógrafa Esperanza Araiza (un nombre muy a propósito, que armoniza de manera perfecta con el ambiente de la obra) marchó con él bajo el brazo rumbo al correo, pero tuvo la desgracia de resbalar al bajar del ómnibus; los papeles se desparramaron en el viento, y llovía como sólo puede llover en las inmediaciones del trópico, y el agua empapó gozosamente cada una de las 590 páginas… y Gabo y su mujer se dedicaron a secarlas una por una, con lo que tuvieran a mano, mientras su fe crecía y se multiplicaba con el ardor de las supremas intuiciones. Las anécdotas no terminan allí. Por lo que hace a las editoriales y sus laberínticos motivos para aceptar o para desechar una obra, se sabe lo siguiente: que la prestigiosa Seix Barral no se dignó a echar más que una ojeada a la novela, que torció el gesto y que la rechazó con algún comentario despectivo; que, en cambio, la editorial argentina Sudamericana la aceptó y decidió publicarla. Lo demás es historia conocida. Seix Barral se dedicó a patearse las teclas (o los tipos de imprenta, porque al fin de cuentas hay que ser elegante hasta para sugerir ciertas cosas) durante mucho tiempo, mientras las rotativas giraban en Sudamericana, al estilo de esas escenas de película en que los periódicos dan vueltas y más vueltas, anunciando de esa manera su impacto escandaloso en el público. El impacto existió. Un total de 8.000 ejemplares al inicio. Poco después, 10.000 ejemplares más, que treparon y treparon en número, hasta llegar a su traducción a cuarenta idiomas y a las manos y ojos de millones y millones de lectores. Pero las anécdotas, sean cuales sean, no dejan de resultar una banalidad. Los mensajes profundos van mucho más allá y se desatan en multiplicidad de significados. Debajo permanecen las raíces que, con genial anticipación, sacó a luz García Márquez: el paraíso y el infierno, los orígenes y los finales, la pureza ancestral y la complejidad de una modernidad cuasi perversa, la utopía y la resurrección. Para mí, Cien años de soledad es el relato de una sola vida y de todas las vidas. Una añoranza desgarrada de la condición primordial, un desenfreno de pasión y una devastación anunciada, y todo ello transcurre más allá del realismo (mágico o no mágico), y del estilo portentoso, y del lenguaje de una perfección abrumadora, y de las imágenes y los pensamientos dignos no de uno, sino de mil filósofos tan lúcidos como delirantes. Hay en la novela un pueblo, Macondo, fundado por José Arcadio Buendía y su mujer, Úrsula Iguarán, que viene a ser el comienzo de todos los comienzos; tiene algo de ese nuevo mundo en el que el conquistador español cifró sus esperanzas, y algo también del gigantesco proyecto de la revolución hispanoamericana, cuando todo estaba por hacerse, ya no según las fórmulas del dominio colonial, sino de acuerdo a “la proposición del horizonte de oportunidad” en que América Latina pasa a ser “un futuro a realizar”, según expresa Octavio Paz. Claro que muy pronto el paraíso primigenio comienza a desplomarse, por culpa de la represión y el control estatal –por un lado– y la rapacidad y brutalidad del poder extranjero, a lo que se suman las plagas naturales, encarnadas en un diluvio de cuatro años, once meses y dos días, y una sequía posterior no menos calamitosa, que se prolonga durante una década. Sobre todo esto sobrevuela la condena al olvido, la enfermedad del sueño, “que poco a poco iba carcomiendo sin piedad los recuerdos”. Frente a esta amnesia se levanta, a lo largo de la obra, la lucha por recuperar el sentido, por rescatar la memoria, por descubrir los mensajes cifrados de la historia propia: esa es la tarea que emprenderán algunos personajes como Melquíades, que elabora interminables manuscritos sobre la saga de los Buendía, redactados en sánscrito, y Aureliano Babilonia, el penúltimo descendiente, que se asoma a esas páginas con una voluntad de saber tan ardiente como fatídica. La estirpe de los Buendía no logrará sobrevivir, pero los manuscritos quedarán como testimonio y como perpetuación de una eterna búsqueda de la identidad. Así, una familia, un pueblo, una comunidad y un continente entero se juegan su destino, en medio de una correntada de acontecimientos que no cesan, ni siquiera ante las supremas desgracias. La clave de la novela es un verdadero alud de “hechos y dichos, de personas y de dramas, historias, anécdotas, episodios e intrigas […] un tesoro de materiales novelescos alternados, vivos y fantásticos, de un interés que no decae y que se recorre apasionadamente, como un proceso de creación a la vista”, dice Hernán Díaz Arrieta. “Todo eso, hombres, animales, casos, cosas, casas, empujado por igual torbellino, de principio a fin, unos tras otros, verídicos o inventados, termina formando una masa que acaso sea la imagen de la humanidad: polvo, ceniza y nada”. Cien años de soledad no es, sin embargo, una novela trágica. Es algo mucho más auténtico y primitivo. Es una novela de la vida, en su infinita complejidad de impresiones y de experiencias, de sorpresas y de sucesos casi imposibles (si no fuera porque, después de todo, lo imposible forma parte de la realidad), narrada a través de una estirpe que de diversos modos viene a encarnar a la humanidad, “pues la historia de la familia era un engranaje de repeticiones irreparables, una rueda giratoria que hubiera seguido dando vueltas hasta la eternidad, de no haber sido por el desgaste progresivo del eje”, como expresa el propio autor. Cien años de soledad es el génesis y es el apocalipsis. “El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”. Yo creo que ese ha sido, en definitiva, el secreto del éxito de la obra: la simpleza en el tumulto, la calma en la violencia, el orden en el desconcierto, la vida lisa y llana, doliente y gozosa. La de usted, la mía, la de todos; y, de entre todos los pueblos de la Tierra, especialmente la vida de los latinoamericanos.
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