Con ese nombre, contadores de patrias, designa Isidro Mas de Ayala a quienes abrazan el oficio de narrar lo propio, o sea lo característico del pedazo de tierra en que les tocó nacer y desplegar su peripecia existencial. Dice Gabriela Mistral que no hay “un empleo mejor de nuestras potencias que decir el terrón natal… contar la tierra que sostiene juntamente los pies trajinadores y la densa pasión”. Me apresuro a aclarar que esta alusión a las patrias no constituye un ejercicio de localismo folclórico, o de apego más o menos ciego a una tradición empecinada en girar una y otra vez sobre sí misma, por conservadurismo y por capricho, a despecho de críticas, reflexiones y transformaciones. Me parece que es todo lo contrario. En la encrucijada particular de cualquier viviente es donde se esconde la auténtica semilla creadora, y es ese el único lugar al que puede acudirse para hallarla. José Martí, uno de los altos poetas de América Latina, y además pensador y revolucionario, habla del “hombre natural”, el habitante de la sierra, de la pampa y de la selva, de la montaña y del río; el que conoce como nadie la realidad de su tiempo y de su espacio, el que sabe levantar una casa de hojas de tabaco, o de palo a pique, o de terrón y paja; el que clama por sus necesidades y exige que se las atienda. El hombre natural (término que alude, como resulta obvio, también a la mujer, y el de Gabriela Mistral es un magnífico ejemplo) es, en el fondo, el verdadero hacedor de la universalidad, porque existe aquí y allá y en todas partes; y cuando escribe y piensa no se pierde en abstracciones estériles o en vacuas meditaciones bizantinas, sino que intenta mostrar cómo las pasiones y tragedias humanas van siendo, cada una a su manera, únicas y sin embargo iguales a todas las demás; y les va dando cuerpo, aliento y forma en la palabra, en cada sitio donde la humanidad existe. Acaso a todo esto se refiere Mas de Ayala cuando habla de los contadores de patrias. Uno de esos contadores fue Omar Moreira, el Gaucho, y aquí pretendo rendir un humilde homenaje a su memoria. Omar fue escritor, profesor de literatura, inspector y director liceal en el Consejo de Educación Secundaria. Este uruguayo nacido en Puntas del Cordobés en 1932, dejó el mundo el miércoles 23 de agosto. Antes había anunciado por las redes sociales -con sobriedad, sabiduría y valentía- lo grave de su enfermedad, y había precisado en una última frase: “Esto no es una despedida”. Y vaya si no lo es; la gente como Omar Moreira no se despide nunca, porque no puede ni quiere despedirse; más aun, el acto del desprendimiento físico no roza ni conmueve esa otra región, la intocable, la que pertenece al reino del alma, de la convivencia y la hermandad creadora con y para los otros, que continúa latiendo y se transforma a través de las voces y las interpretaciones de los demás. Se trata, en definitiva, de la densa pasión volcada en letra, de la que habla Gabriela Mistral. Omar fue, por todo ello, un contador de patrias. No sé si a él le habría agradado el término, pero en cualquier caso ahí quedan los testimonios inmortales de su literatura, que echan una buena dosis de luz sobre los avatares, avances y retrocesos de nuestra propia conformación histórica: Fuego rebelde (1969), Rosendo y sus manos (1971), La espera del coronel (2008) y Los pata de perro (2014), entre otras muchas producciones en las que se cuentan, con destaque, varias investigaciones históricas y antropológicas. Y en cada una de estas obras, Omar se dedicó a diseccionar, con ancho amor humano y con largo caudal de conocimientos históricos, la trama de la memoria cotidiana, los reveses de la cotidianeidad y del olvido, los recovecos y los pliegues del alma, las virazones de la justicia y la injusticia, las luchas sociales de todos los tiempos, la juventud y la vejez, las tercas ilusiones, el agobio de los hombres y mujeres humildes, sufrientes y explotados, que a pesar de los pesares siguen marchando por los caminos del mundo y van sembrando historia. Cuando publiqué mi primera novela, Amores cimarrones: las mujeres de Artigas, él fue uno de los que se acercó a mí, con una generosidad y un desborde de altura humana que hoy por hoy es bastante raro, y me hizo un montón de comentarios sugerentes, de profunda riqueza histórica y literaria. Yo ya lo sabía, pero entonces lo confirmé: Omar no conocía conceptos como la mezquindad, el odio, la envidia o la avaricia intelectual. Lo suyo era la esplendidez de la empatía, de la solidaridad y, por qué no, de la ternura. Jamás se creyó dueño de nada, ni de memorias o tradiciones, ni de testimonios o documentos, ni de leyendas populares o personajes históricos. Es bueno recalcarlo; porque así, con esas “prendas”, también se puede hacer literatura e investigación en Uruguay. Y, sobre todo, así se continúa echando luz en derredor, antes y después de estar vivo.
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