Por Alexander Laluz Uno. Habría que desterrar, de una vez por todas, los obituarios, los homenajes y cultos a la adjetivación grandilocuente y marmórea. No sirven más que para conjurar una idea rancia, letalmente reaccionaria de la cultura y de la sociedad; no sirven más que para enclaustrar la vitalidad de un pensamiento, de una creación, y, de paso, cerrar toda posibilidad de discusión, de generar oposiciones, otros significados. La memoria nada tiene que ver con estas prácticas. Este dispositivo, esta acción, conecta con el tiempo; conecta a la vez con la finitud y con la trascendencia, con las construcciones del yo y del otro, con la densidad simbólica que hace a una cultura y a una sociedad. La memoria -o las memorias, mejor- permiten recuperar las oposiciones, los choques, lo que moviliza: lo vital. Y esto, a casi una semana del fallecimiento de Coriún Aharonián, renueva su vigencia. Se impone, es necesario escribir y hablar sobre él. Pero no para el bronce. Él hubiera esperado otra cosa. Dos. No hay un solo Coriún Aharonián. O, quizás más claro, su perfil estaría incompleto si se dijera sólo que fue compositor, o docente, o crítico y ensayista, o si se mencionaran sólo sus trabajos en el campo de la musicología, o si se anotaran todos los proyectos que impulsó y llevó adelante con terca pasión. Habría, sí, que repasar todo: los muchos Coriún que había en Aharonián. Pero eso, se dijo antes, se parece mucho al obituario, a una ficha de Wikipedia. Sí, Coriún se movió como tromba en todos eso campos. No fue un superman, un modelo ejemplar que sentó escuela. Fue un hombre convencido de sus ideas, de su concepción del hecho artístico, de lo que debía ser y hacer el artista, el músico, en su lugar de pertenencia. Y defendió esas ideas con la garra de un león. Pasión, terquedad. Ambos rasgos pujaban en sus palabras, en su militancia cultural y social, en su concepción de lo político (pero, como él decía, no la política de la tiendita partidaria). Inteligencia, filo, sensibilidad atravesaban sus escritos y sus músicas. Se equivocaba, sí. Acertaba, sí. Generaba conflictos y oposiciones, sí. A veces era difícil seguirle el tranco. Muchas veces sancionaba con dureza. Otras tantas era un tipo entrañable, afectuoso, solidario. Pero su sabiduría, sus fundamentos, parecían a prueba de balas, incluso cuando sus planteos despertaran desacuerdos. El legendario apartamento del Parque Posadas que compartía con su compañera de vida, la compositora Graciela Paraskevaídis, que falleció en febrero de este año, se convirtió desde hace más de cuatro décadas en foco de irradiación cultural. Con meticuloso orden, ambos, Graciela y Coriún, construyeron ahí uno de los archivos musicales más valiosos de la región. Y ese apartamento también fue núcleo de formación para una extensa listas de músicos populares y de músicos cultos -y sus múltiples mezclas- de varias generaciones. Allí se compusieron obras fundamentales y se gestaron proyectos artísticos que dejaron huellas valiosas. Allí, también, hubo discusiones, peleas, hallazgos creativos notables, charlas removedoras, largas tenidas en silencio con la música como único eje, generosas picadas que achicaban las trasnochadas en las que se le daban mil vueltas a un tramo de canción, intensas preparaciones de conciertos. Tres. Si bien podría haber trasladado su base de operaciones a Berlín, o a cualquier otra ciudad de la Europa occidental culta y vanguardista, Coriún eligió quedarse acá, siempre en el Parque Posadas. Viajaba y mucho. Y sea en congresos, seminarios, conciertos, o lo que fuera, no pasaba desapercibido, tanto para la polémica como para el acuerdo. Pero volvía. Así lo hizo desde los sesenta, desde los setenta, cuando él y su familia no zafaron a los estragos dementes del terror de Estado. Pagó el precio, pero eso no lo detuvo. Él y Graciela siguieron con el proyecto del Núcleo Música Nueva de Montevideo (NMN), institución que integraron e impulsaron desde la fundación, en 1966, hasta el presente. Uno de esos “raros” casos de tozuda militancia durante más de medio siglo en un contexto que se ha especializado en truncar procesos culturales. No claudicó en su objetivo, aun en tiempos de crisis, ante el ninguneo de la prensa: la difusión de las músicas cultas contemporáneas, las de compositores uruguayos, latinoamericanos, las de los tercermundistas y primermundistas que -con juicio siempre a discutir- tuvieran algo para decir con voz personal, en lugar de plegar rodillas ante los modelos de la Academia o a los vistos piques esnob de las vanguardias, las de los jóvenes y las de los históricos. Juntos también, y en sociedad con otros creadores de la región, concibieron y llevaron adelante los pioneros Cursos Latinoamericanos de Música Contemporánea, que tuvieron 15 ediciones entre 1971 y 1989. Coriún siguió como cabeza y motor del sello Ayuí/Tacuabé, del que fue cofundador junto a Daniel Viglietti, Braulio López y Pepe Guerra. Más cerca en el tiempo, y junto a otras figuras de la cultura muy allegadas a Lauro Ayestarán, capitaneó un proyecto que parecía imposible, pero que por su tenacidad terminó concretándose: el Centro Nacional de Documentación Musical, que lleva el nombre del pionero de la investigación musicológica en Uruguay. Cuatro. Coriún lo decía explícitamente: no componía para el deleite ni la contemplación pasiva, ni “para las masas”, ni para el horizonte de expectativas del público ritualizado de los conciertos y ciclos de música culta, ni para los curiosos fruidores de la última novedad vanguardista o “experimental”, ni para los que se dedican a hurgar en intrincadas especulaciones ni para los amantes de las virtuosas cataratas de notas. Su música -al igual que la de Graciela Paraskevaídis- suele confundir y hasta incomodar si el receptor se dispone a escuchar bajo la protección de los esquemas más asentados sobre “lo difícil”, “lo hermético”, “lo contemporáneo”, “lo culto”. Si se libera de esos esquemones, el misterio en la música de Coriún se traslada a algo más profundo, a un territorio de significaciones movedizas, abiertas en las que se conectan mundos singulares, donde la relación sonido-silencio descubre relaciones muchas veces impensadas. Su catálogo de obras electroacústicas, para instrumentos solistas, para conjuntos de cámara, para orquesta, posee una unidad conceptual articulada por la economía casi extrema en la elección y tratamiento de los materiales, los procesos de cambio concentrados en las microdimensiones de las estructuras, el quiebre con la linealidad del decurso sonoro, la repetición no mecánica ni previsible, la reconfiguración de las propiedades “tradicionales” del binomio sonido-silencio en función del gesto expresivo y de la búsqueda de un sentido que trascienda el interés formal. Rasgos que también se escuchan en las obras de otros tantos compositores latinoamericanos de su generación. Una búsqueda que marcó una diferencia con otros minimalismos, que les permitió reapropiarse y reelaborar, más allá de la cita o la estilización forzada de recursos sonoros y expresivos del contexto de las músicas populares y tradicionales. Muestras de esta apuesta personal de Coriún, sus obras no suelen escucharse en los ciclos de conciertos locales, salvo en los del NMN. Los prejuicios, los esquemones, se dijo, en esta materia campean con total impunidad. La relativamente escasa producción discográfica que recoge su música, sin embargo, es elocuente y está al alcance de cualquiera. Y vale la pena escuchar, dejarse “incomodar”, aunque sea para discrepar, al menos dos ediciones: Gran Tiempo (Ayuí/Tacuabé, 1995), que reúne siete obras electroacústicas compuestas entre 1967 y 1984, como la histórica y paradigmática ‘Homenaje a la flecha clavada en el pecho de Don Juan Díaz de Solís’, ‘Gran Tiempo’, ‘Qué’, ‘Esos silencios’; y Los cadadías (Ayuí/Tacuabé, 2001), que incluye nueve obras compuestas entre 1968 y 1998, para agrupaciones camerísticas, para piano -‘¿Y ahora qué?’, que da título a esta nota-, para orquesta, más una composición electroacústica, ‘Seca las pilas de todos los timbres’, de 1995. No es música “difícil”, no tiene “estructuras imposibles”, no es “para entendidos” con posgrados en composición o musicología, no son “genialidades” ni “obras maestras”. Sólo hay que hacer el esfuerzo por despejar los oídos, la cabeza, y escuchar. Cinco. Tal planteo en lo compositivo no estaba despegado de lo que Coriún hacía en otros campos, como la crítica, el ensayo, la investigación, la docencia, la gestión. Es, en realidad, una materialización de un denso nudo de ideas en torno a la identidad, los efectos vigentes del colonialismo y del imperialismo cultural y político, la claustrofobia de la Academia y el culto al epigonalismo, a la prolífica dialéctica entre lo culto y lo popular. Ideas que él defendió con apasionada firmeza, que inundaron los fermentales cursos que dio en su apartamento del Parque Posadas o en la Escuela Universitaria de Música -espacios en los que formó a una extensísima listas de músicos populares, cultos, impopulares e incultos, como él solía decir-, en sus análisis y ensayos sobre músicas contemporáneas -otra vez: cultas y populares- de múltiples pelos y señales, en sus encendidas defensas de los aportes de Lauro Ayestarán y Carlos Vega, en sus esfuerzos por sistematizar un pensamiento sobre la obra de sus congeneracionales, en los artículos periodísticos, en las discusiones de boliche. ¿De dónde vino todo eso? ¿Qué ideas, qué nombres se conjugaron en esta obra y pensamiento? Si se intentara hacer una lista exhaustiva, cualquier lector, hasta el más afín a las ideas de Coriún, naufragaría en el tedio. Pero es sencillo rastrear al menos algunas fuentes, ya que el propio Coriún las dejó profusamente documentadas. Y allí, en esos documentos, los nombres que figuran van desde Héctor Tosar a Lauro Ayestarán, de Edgar Varèse o John Cage a Conrado Silva o Graciela Paraskevaídis o Gerardo Gandini… y se podría seguir. Sexto. Estimado lector, estimada lectora: no crea nada de lo que se anotó en este texto, porque, pese a lo esbozado en los primeros párrafos, esto se convirtió en algo muy parecido a un obituario. Lo ideal sería escucharlo hablar, escuchar su música, leerlo. * ‘¿Y ahora qué?’, título de una pieza para piano solo de Coriún Aharonián, compuesta en 1984.
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