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Coronavirus y sociedad del riesgo

Por Marcia Collazo.

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En el libro La sociedad del riesgo (1986), el sociólogo alemán Ulrich Beck muestra cuánto ha cambiado nuestra percepción de este fenómeno desde la Edad Media hasta hoy. Los viajeros medievales, al igual que los del Far West norteamericano, evaluaban los riesgos a escala individual. Un revólver, una diligencia, un buen caballo; con mucha suerte, una caravana.

Hoy el riesgo se visualiza como una presencia colectiva y catastrófica, completamente ajena a la acción del Estado y al control humano, que para colmo no hace distinción entre ricos y pobres. La sociedad del riesgo tiende a evitar lo peor, y para ello apela a la individualidad y al egoísmo del sálvese quien pueda; la idea de participación se reemplaza por la de protección de uno en uno, dando origen a la comunidad del miedo. Beck agrega que dicho miedo no solamente va en ascenso ante la idea de catástrofe, sino que se prolonga y se refuerza de esta o de aquella manera, según los intereses del mercado.

En síntesis, para Beck la sociedad del riesgo tiende a producir en forma sistemática su propia amenaza, sea cual sea la misma, mediante la explotación productiva de los riesgos que se derivarían de ella. Es verdad que Beck distingue entre miedo, peligro y riesgo, pero si trasladamos estos conceptos a la situación actual derivada del coronavirus, podemos corroborar que la alarma sanitaria instalada en Uruguay ha desatado un germen acaso mucho más letal, por sus inimaginables derivaciones sociales, que es la locura colectiva.

Al igual que una manada de búfalos en estampida, los seres humanos somos capaces de las más terribles atropelladas a la hora del pánico. Y el pánico está instalándose, con todas sus secuelas. Los tumultos de gente en los supermercados y el acopio indiscriminado de víveres y de desinfectantes, sin control, sin medida y sin considerar los efectos del desabastecimiento de los otros; la sospecha contra el prójimo y demás signos de paranoia colectiva, nos recuerdan las cacerías de brujas medievales y, por supuesto, las calamidades a que dieron lugar las más graves oleadas de pestes de las que la humanidad guarda memoria.

El otro día escribí que la ética sigue siendo rentable, y lo afirmo hoy más que nunca. Es en estos momentos, de crisis sanitaria, social y económica, cuando más debemos apelar a la ética. Una poderosa ética colectiva que empiece por devolvernos la racionalidad, la reflexión y la mesura como sociedad. El miedo paraliza y desata sucesivos perjuicios. La mitología bíblica habla de los cuatro jinetes del Apocalipsis, que son el hambre (caballo negro), la guerra (caballo rojo), la muerte (caballo bayo) y un ser enigmático que marcha sobre un caballo blanco. Los tres primeros están tan vinculados entre sí que resulta casi imposible distinguir uno del otro.

Ahora, frente a la amenaza creciente del coronavirus, que se extiende sobre el mundo entero, ¿cómo deberíamos reaccionar? ¿Qué podemos hacer? Podemos acudir no solamente a la prevención en salud y al surtido en el supermercado, sino también a la ética, que para la pensadora española Adela Cortina consiste no solamente en una práctica, o sea en un hacer, sino también en un carácter, que no nos viene dado en forma innata, sino que vamos forjando a lo largo de la vida; un carácter que se manifiesta y es puesto a prueba en todo instante, y especialmente en los momentos más duros de la existencia.

Frente al peligro del coronavirus se nos hacen mil recomendaciones. Entre estas sobresalen el aislamiento, o por lo menos la evitación de las aglomeraciones humanas, y una serie de precauciones para minimizar el contagio o para retrasarlo, a efectos de que el sistema de salud no colapse. Las personas tendemos a ver estas cuestiones solo desde el punto de vista individual (me llevo todo el jabón, o todo el hipoclorito, o todas las latas de sardinas). Sin embargo, es necesario, o mejor dicho es vital, apreciar también la cuestión desde el punto de vista colectivo, y aquí es donde entran el carácter y la ética, a través de un concepto clave: el de los cuidados.

“La naturaleza nos ha predispuesto para el cuidado, para la cooperación, y no para el egoísmo estúpido, y para saber valorar aquello que vale por sí mismo”, señala Adela Cortina. Y agrega: “La ética enseña a establecer prioridades, a elegir los mejores valores, a cuyo servicio hay que poner técnicas y habilidades. Todos estos aspectos son fundamentales para una vida íntegramente humana, y los estamos descuidando peligrosamente”.

Bueno es aclarar que esta referencia al cuidado de los otros, no la hizo Cortina a propósito del coronavirus ni de cualquier otra peste similar, sino en relación a todos los males sociales que nos sacuden desde siempre. Las guerras y los desplazamientos de millones de personas desesperadas en los albores del siglo XXI, son apenas algunos de estos males, los más descarnados y visibles. Ahora se les suma la pandemia del coronavirus, que tiene el mal gusto de no distinguir entre inmigrantes muertos de hambre y gente blanca del “primer mundo”. Vaya horror. No solamente no distingue, sino que después de explotar en China, se ha cebado en Italia, que tan mal ha tratado a los desesperados prófugos del hambre y de la guerra llegados a sus costas; y ha castigado también a España, Francia y Alemania (a estos dos últimos países con mucho menor impacto).

En una palabra, los europeos no salen de su asombro. El coronavirus tendría que haber dinamitado en algún territorio africano, en Haití o en Bangladesh, regiones ya habituadas a la desgracia, pero jamás en Milán o en Madrid. Es aquí cuando, ante el peligro descontrolado, emerge con singular fuerza la ética, especialmente a través del concepto del cuidado, o sea el velar por los demás en actitud vigilante, constante y solícita.

Querer cuidar, sostiene Cortina, es un rasgo fundamental de los seres humanos, sin el cual ya habríamos desaparecido hace rato de la faz del planeta. Querer cuidar destaca un rasgo que nos es inherente, y que hoy ha quedado más evidenciado que nunca: la vulnerabilidad. Como seres sociales, necesitamos irremediablemente de los demás para sobrevivir. Cuidar de los que nos rodean es una obligación moral, añade Cortina, tanto más importante cuanto que en ese cuidado nos va la existencia misma. Quedarse en casa, o intentar salir lo menos posible de ella, es una las expresiones del cuidado a los otros (no solamente a uno mismo o a la familia propia, como se creería desde una perspectiva groseramente egoísta), pero no la única.

Hay que pensar en quienes no cuentan con recursos suficientes para sostenerse sin trabajar. Hay que pensar en los que tienen que desplazarse en ómnibus. En los que paran la olla en el día a día. En los vigilantes de las cárceles. En la propia Policía, que tampoco puede enclaustrarse. En los que dependen de unas pocas monedas ganadas en la calle. En los que duermen en esa misma calle. En los que no se pueden dar el lujo de encerrarse a mirar la televisión porque se mueren de hambre. En los médicos y personal de la salud, que tampoco pueden permanecer en su casa, salvo que ya estén contagiados.

La emergencia sanitaria es, como puede apreciarse, todo un desafío a nuestro ser social, y esto recién empieza. Como dice Z. Bauman, “el riesgo es un mecanismo por el cual el individuo intelectualiza lo imprevisible que acecha en lo trágico, y aumenta la angustia de lo incognoscible”.

 

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