El horror nos golpea; nos ha golpeado particularmente estos últimos días, bajo la peor expresión del crimen: el abuso, la violación y el asesinato de dos niñas. Crímenes que no pudimos evitar, que no pudimos imaginar, que nos es imposible comprender, que ocurrieron bajo el mismo cielo uruguayo que todos compartimos, y sobre el mismo suelo uruguayo que todos pisamos. Cuesta terriblemente tan solo mencionar el tema. Dan ganas de llorar, y se llora. Dan ganas de ahogarse en la angustia, y uno se ahoga, claro está, de mil maneras diminutas, cotidianas y mudas, mientras camina, mientras duerme, mientras habla, mientras calla, mientras intenta no caer en pensamientos oscuros como pozos, ardientes como brasas, afilados como cuchillos. Han explotado, al respecto, opiniones de toda índole en las redes sociales; un verdadero maremágnum de rabia, de dolor y de condena, cuyas infinitas gradaciones trepan, y seguramente continuarán trepando por algún tiempo más, a escalas infinitas de indignación, estupor e impotencia. No quiero emitir juicio alguno sobre tal escalada de expresiones. Demasiadas cosas vienen a mi mente en estas circunstancias, y todas son por lo menos tristes, por no decir desgarradoras. Pienso en mi hija y en todas las hijas, y en mi propia sobrina, una niña adorable de diez años, y un estremecimiento me recorre la espalda. Pienso en todas las niñas y niños, y en las viejas leyendas y narraciones infantiles plagadas de bosques tenebrosos, de ogros y de lobos, en las que ya se advertía sobre los peligros que suelen acechar a los más inocentes, a los más vulnerables, a los que paradójicamente se encuentran siempre más allá del mal y de sus impredecibles vericuetos y que, por eso mismo, están mucho más expuestos a sus letales consecuencias. Pienso también que estos sucesos cargados de tragedia son una suerte de parte aguas en los que se dirime, una vez más, la eterna pugna entre la dimensión individual del ser humano y su faceta colectiva. Antes, cuando un crimen particularmente terrible sucedía, la gente murmuraba, se reunía en las esquinas, en los cafés, en las tertulias y en las veladas de familia y discutía, deliberaba, se quejaba y acusaba como podía. En ocasiones se producían violentas manifestaciones, más o menos espontáneas. Aparecían, con suerte, algunos artículos de prensa sobre el tema y, con un poco más de suerte, el asunto llegaba al Parlamento, a algún ministerio, o a los oídos de las autoridades eclesiásticas y del gobernante de turno, fuera este un sujeto electo por el pueblo, un dictador o un monarca. Ahora todo pasa por las redes sociales, pero las cosas no parecen estar mejor en lo que a comunicación y entendimiento público se refiere. Entre las muchas cosas que se han dicho en estos días sobre los asesinatos de las niñas, sobresalen dos ideas centrales: la de la culpa y la de la responsabilidad, que no son conceptos equivalentes. Se han realizado variados análisis, en algunos casos certeros y lúcidos, sobre la influencia nefasta de ciertos programas de radio y de televisión, de mensajes publicitarios y del uso indiscriminado de internet y su impacto sobre la sociedad y las mentalidades colectivas. Se ha puesto en entredicho la protección -o la desprotección- de nuestros niños, niñas y adolescentes por parte de la misma sociedad que debería velar por ellos. Sin embargo, en medio de la barahúnda del clamor popular, y a través de la urdimbre caótica y fragmentaria de miles y miles de mensajes, se hace muy difícil encontrar algún hilo conductor que nos permita anclar, ya no como individuos aislados, sino como sociedad, en un mínimo acuerdo sustentable a partir del cual pueda desarrollarse el diálogo, la comunicación coherente, el intercambio de ideas más o menos fundadas. Es que, si algo tienen de perverso las redes sociales -y esta idea la he reiterado en varias oportunidades- es que obstruyen o destruyen sistemáticamente toda posibilidad de diálogo. Nadie escucha a nadie, eso ya se sabe, y para colmo hemos naturalizado la difamación, la injuria, el destrato, la falta de respeto y la violencia verbal en todas sus formas bajo el argumento de que sólo se trata de opiniones, como si opinar y agredir fueran la misma cosa. Usted se preguntará a estas alturas qué tendrá que ver esto con los espantosos crímenes recientemente ocurridos. Intentaré explicarme: si ya es difícil que podamos entendernos y respetarnos en las redes, así sea en forma elemental, el problema se torna mucho más dramático cuando la bestialidad del crimen nos golpea, en este caso bajo la figura de dos niñas violentadas y muertas con la más insólita sangre fría. Ante estos hechos, en las redes se han exigido medidas ejemplarizantes de todo tenor, se ha demandado justicia (sea lo que sea que pueda entenderse como tal), se han denunciado variados males y prácticas que afectan a nuestra sociedad y que, por ende, aumentan los riesgos a que se ven expuestos los niños, niñas y adolescentes, pero todo ello se hace desde una estricta y caótica esfera individual, cuando lo que se requiere -lo que estas mismas personas individuales requieren- son acuerdos legitimadores de la convivencia social capaces de dirimir conflictos de índole moral entre sujetos con intereses y convicciones diferentes. Ese es, según creo, el vínculo entre la cuestión de las redes sociales y los crímenes aludidos. Ahora bien, ¿cómo podría arribarse a tales acuerdos? He ahí la gran cuestión. No se trata, obviamente, de que ningún pacto social logre terminar con los criminales, que desgraciadamente siempre han existido y seguramente seguirán existiendo, pero sí se trata de poder arribar a determinados consensos públicos racionales, fundados en cuestiones normativas, únicos que nos permitirían obtener un compromiso compartido orientado a la búsqueda de la verdad y la realización de los intereses colectivos. Dicho de otra manera, el problema reside en preguntarse qué sociedad queremos, qué intereses públicos consideramos prioritarios para tal sociedad y qué caminos estaríamos dispuestos a transitar a efectos de construirlos. Ese es el viejo tema de la filosofía política, desde Aristóteles hasta nuestros días; y de ese tema se han ocupado absolutamente todos los gobiernos, todos los filósofos, todos los teóricos de las más variadas disciplinas sociales y, por último, todos los ciudadanos de a pie, con mayor o menor fortuna. Se trata de todo un desafío, pero no existió nunca sobre la faz de la tierra, que se sepa, ningún pacto social que no haya pasado de alguna manera por el diálogo, la deliberación y el consenso, aun cuando dicho consenso nunca sea definitivo, ya que la idea de justicia, lo mismo que la idea del bien, no dejan de ser búsquedas permanentes, que pasan por construcciones siempre provisorias y mejorables. Hoy por hoy, el reto pasa por preguntarse si la gritería sorda que emana de las redes sociales es una vía idónea para llegar a pactos, contratos o arreglos de convivencia orientados a encontrar la mejor versión posible de los intereses públicos, o sea, no solamente los míos y los de usted, sino los de todos. Entre esos intereses está lo más preciado que tenemos: la protección y el cuidado de la infancia y de la adolescencia, que exige vigilancia y además reflexión, corazón y además razón, pasión y además responsabilidad.
Hacete socio para acceder a este contenido
Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.
ASOCIARME