¿Quién narra la historia del narrador? ¿Quién recuerda al que recuerda? Esa es la premisa para recordar a uno de los luchadores, patriotas y cronistas más importantes de la historia vernácula. La doble función de soldado y rapsoda de Ramón de Cáceres lo terminó conviertiendo en un personaje olvidado. O sea, recordamos sus escritos y crónicas y los utilizamos a la hora de comprender aquel pasado convulsionado, pero le restamos importancia al personaje en sí. Al hombre que luchó aquellas batallas y al mismo tiempo las narró para la posteridad. A las pruebas me remito. Hágase el siguiente experimento. Tómese una computadora o un celular, ábrase la página de Wikipedia (hoy la base informativa de las nuevas generaciones) y búsquese la entrada de Cáceres. No existe. Su nombre aparece en varias entradas, pero siempre mencionado como referencia, no como personaje en sí mismo. Lo mismo sucede si buscamos una imagen para conocer su rostro: el inmenso buscador de la G nos devuelve la nada.
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Vivió gran parte de la historia más convulsionada de Uruguay. Nació en tiempos de la colonia, cuando los virreyes marcaban los detinos de estas tierras. Peleó en la revolución oriental codo a codo con José Artigas, vivió el interregno lusobrasileño, fue parte de la independencia final de este territorio y protagonista de sus primeros pasos. Peleó junto con Manuel Oribe primero y con Fructuoso Rivera después. Vivió con intensidad la Guerra Grande, en un país partido en dos, que paría dos partidos dolorosamente. Se entreveró en la dimensión regional de la lucha, primero a las órdenes del general José María Paz y luego junto con Justo José de Urquiza en su lucha contra el Restaurador Juan Manuel de Rosas. Peleó en la mítica Batalla de Monte Caseros, el 3 de febrero de 1852, en la que fue vencido Rosas y con él una opción cierta al intervencionismo extranjero.
Su historia es la historia de estas tierras, aunque no tengamos memoria del memorioso. Estas simples palabras quiza no recuerden en toda su inmensidad a esta figura de otros tiempos y otras tierras, la nuestra, pero otra en la memoria de aquellos hombres.
Crónica del cronista
Consta en el padrón levantado por don Pedro Millán en 1726; en el penúltimo lugar, una familia proveniente de la Laguna, en las Islas Canarias. Como cabeza de familia figura Domingo de Caceres, de 35. De esta familia fundacional desciende directamente el patriota y memorioso don Cáceres. Nacido en 1798, estudió, como la mayoría de los patricios montevideanos, en la escuela del Convento de San Bernardino, de los hermanos franciscanos. Con tan sólo 14 años se incorporó a las filas revolucionarias en medio del Segundo Sitio de la ciudad. A pesar de que su padre se oponía, “finalmente tanto lo instaron que dejó mi padre a nuestra elección la respuesta… en seguida comenzó el Sr. Viana [Francisco Xavier de Viana] a catequizarme dándome el puesto de cadete de Artillería y prometiéndome hacerme Alférez a los cuatro meses, u antes si se tomaba la plaza”, recordaba Cáceres, sobre sus primeros pasos como revolucionario.
En medio de la revolucion trabó amistad con José Benito Monterroso (otro olvidado, por cierto), de quien escribió profusamente. Lo definió y lo colocó en su debido sitio en la gestación del denominado ideario artiguista. El coronel Cáceres cuenta las batallas, las luchas, pero también las ideas. Según él, el cura -secretario de Artigas- defendía los derechos de los naturales, algo especialmente extraño en aquellos tiempos.
Se lo recuerda en las más fieras batallas en contra de la dominación portuguesa; estuvo en sendas victorias, pero en desastrosas derrotas, que fueron las cotidianas en aquellos tiempos. Las batallas de India Muerta, en 1816, y del Paso del Cuello, en 1817, fueron derrotas patriotas, en una seguidilla tremenda que culminó con la aplastante derrota en la Batalla de Tacuarembó, en 1820, fin de la revolución artiguista y del sueño federal. Con esa amargura vívida lo relata el cronista: “Yo escapé a pie, y descalzo porque las botas me quedaron en el barro […] yo fui el primer oficial que habló con él [Artigas] después de la derrota y le dio una noticia circunstanciada de todo”.
Cuando los lusitanos atacaron de repente al campamento, el río se convirtió en un accidente geográfico insuperable que no permitía el paso. Cáceres, observando atónico desde el otro lado del río, escribió: “Tan fuimos sorprendidos, que no había montado más que un escuadrón de servicio. Cuando entraron las columnas portuguesas a galopar por el campamento y aquellos pobres soldados no tuvieron otro arbitro que echarse al agua para salvarse a nado, nosotros, en la margen opuesta, veíamos aquel desastroso sin poderlo remediar, y su presencia no servía sino para desmoralizarnos. No hallaron los portugueses con quien pelear, porque ya se había producido la más espantosa derrota”.
Al presenciar en primera fila la derrota artiguista, Cáceres pasó a Entre Ríos, donde se alistó en las filas del caudillo Francisco Ramírez. De 1820 hasta 1823, Cáceres se entreveró en las luchas intestinas de los caudillos argentinos. Ya para 1823, cuando el Cabildo y los Caballeros Orientales tramaban la revolución y pugnaban por la fractura con el régimen brasileño, pasó nuevamente a Montevideo. Renovó su espíritu revolucionario y se alistó en 1825 en la Cruzada Libertadora, para formar parte del ejército de Juan Antonio Lavalleja en la tan recordada e importante Batalla de Sarandí (12 de octubre). En sus memorias, podemos encontrar interesantes descripciones, además de algunas frases sobre su supuesta influencia en Lavalleja: “Me aproximé a Lavalleja y le dije: General, mire Ud. que le enemigo viene, que hoy no manda Ud. 400 hombres, y que es preciso vaya preparando su línea para pelear […] no deje de arengar a la tropa y sobre todo no se me olvide de hacerle echar sable en mano”. El grito de guerra de aquel 12 de octubre de 1825, escupido en medio de la batalla por Lavalleja, fue el recordado “carabina a la espalda y sable en mano”.
Prosiguió su carrera militar en el ejército argentino oriental contra los brasileños, que se extendió de 1826 a 1828. Ya para 1830 se encontraba a las órdenes del flamante presidente Fructuoso Rivera. En 1832 fueron repartidos por Bernabé Rivera los primeros siete solares de la naciente Villa de San Fructuoso, actual Tacuarembó. De esta novel villa, don Cáceres es considerado su primer poblador. Él mismo lo declara orgulloso y aparece en el Libro de Actas de la 1.a Junta Económico Administrativa de Tacuarembó: “yo soy el primer poblador de San Fructuoso”.
Su vida prosiguió, no lejos de aventuras, levantamientos y rebeliones, dado que, en marzo de 1834, los seguidores de Lavalleja iniciaron la última intentona para derrocar al presidente Rivera. Cuenta el cronista: “nos atrincheramos en Tacuarembó, estuvo a pocas cuadras del pueblo y no se atrevió a atacarlo”. Más tarde hizo las veces de juez de paz y presidente de la Comisión de Obras Públicas.
Siendo ya Manuel Oribe presidente, y ya declarado el levantamiento de Rivera en el interior, Cáceres peleó del lado del gobierno en la Batalla de Yucutuyá, en 1837, y finalmente en la de Palmar, el 15 de junio de 1838. Sendas batallas marcan el deterioro de las fuerzas del gobierno y abren el camino a Rivera, los unitarios y los farrapos hacia Montevideo.
Poco tiempo después, algunos conflictos y desavenencias con los hermanos Oribe (Manuel e Ignacio) hicieron pasar a Cáceres al bando opuesto. Desde 1839, la Defensa de Montevideo (los colorados) lo acogió en su seno con cargos de todo calibre, hasta que su lucha la siguió en territorio argentino contra Rosas (aliado y sostenedor de Oribe), subordinado al general Paz.
Ya para 1851, después de haber luchado y viajado con la bandera antirrosista, se enroló en el ejército de Justo José de Urquiza y combatió en la mítica Batalla de Monte Caseros, en la Provincia de Buenos Aires, en febrero de 1852. Derrota final de Rosas, caída del federalismo rosista y exilio para el caudillo hasta su muerte en tierras inglesas.
Desde aquí hasta su fin, Cáceres subsistió humildemente, sin hacer otra cosa más que recordar y rememorar los hechos de una vida heroica y aventurera. Seguramente Cáceres podrá decir, sin miedo a equivocarse, aquella frase que titula el libro póstumo de Pablo Neruda: “Confieso que he vivido”. Fue el 17 de mayo de 1867 la fecha de su muerte.