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Crónicas de la desmesura

Por Leonardo Borges.

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Caras y Caretas Diario

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Hacía muchísimo calor, la epidemia había tomado las calles de la capital y por tanto el aire estaba enrarecido. “¡Es el cólera que vino del Paraguay, es la culpa que tenemos que pagar…!”, exclamaban algunos por las calles de la ciudad. Pero muchos sabían que ese aire no era la putrefacción de los cadáveres que se multiplicaban en la capital, sino el preludio de un alzamiento. Era 19 de febrero de 1868 a las dos de la tarde exactamente, esa era la señal, la segunda campanada de la iglesia Matriz. Era la hora señalada. La rebelión la comandaba Bernardo Prudencio Berro y la sufría el joven e inexperto presidente interino Pedro Varela. Pero solapadamente hería al dictador saliente, el general Venancio Flores; aquel que tras la Cruzada Libertadora había gobernado con intermitencias (por la Guerra del Paraguay), de 1865 a 1868. Ahora el doctor se levantaba contra el caudillo, ahora el olor partidario inundaba cada acción de los hombres de política. La fusión había muerto en Quinteros, en Paysandú y era un chiste de mal gusto, un recuerdo tragicómico. Venancio Flores había gobernado como un dictador hasta 1868, pero en ese febrero su acción fue conciliadora, a pesar de la actitud de sus hijos, que no aceptaban perder su lugar de cuasi príncipes en aquel Uruguay gobernado por su padre. Venancio había hecho una declaración el 15 de febrero, en la que expresaba que dejaría el poder y se lo entregaría al presidente de la Cámara de Senadores. Y ese mismo día aparece un manifiesto de Flores, redactado por Julio Herrera y Obes, otrora secretario del caudillo, que versaba: “Orgulloso y satisfecho de mi obra, me retiro al hogar doméstico” y seguidamente, creía que “ningún temor ha de turbar las horas solitarias del reposo”. La realidad demostró de la peor manera que estaba profundamente equivocado. Sus hijos, Eduardo, Fortunato y Segundo no aceptarían la nueva situación y exigían en pie de guerra, a su padre, que tomara el poder nuevamente. La carrera política de Flores estuvo también marcada por los dramas familiares. Sus hijos, a veces fuera de control, hacían y deshacían, como si Uruguay fuese una monarquía francesa y ellos, sus caprichosos príncipes. La desmesura marcó a los jóvenes Flores, que hacían de las suyas. Aunque parezca jactancioso, los hijos del general, estaban fuera de control y atentaban contra su propio padre, y por supuesto contra la estabilidad, débil como el cristal, del Estado uruguayo. Eduardo gritaba a los cuatro vientos que su padre debía continuar y, finalmente, el 6 de febrero los jóvenes se alzaron en armas contra su padre, pero no para sacarlo, sino para obligarlo a tomar el poder. Ocuparon el fuerte y el Cabildo y así comenzaron las hostilidades. El caudillo, al mando de 600 hombres y con apoyo internacional, desbarató la intentona rápidamente.

Tras las elecciones legislativas de noviembre y tras el interinato de Pedro Varela, Flores decidió dejar atrás el poder y, desde ese momento, dedicarse a su saladero. Pero la conspiración blanca estaba preparada, según algunas fuentes desde 1867, y era contra “la anarquía y el caudillaje” y de corte altamente nacionalista. Los perpetradores de ayer se convertían de pronto en víctimas del levantamiento de hoy. La “cruzada” de Flores, perpetrada cuatro años antes, los empalmes mitristas y sobre todo el crimen de Paraguay eran la chispa adecuada. Flores tenía noticias de este levantamiento, que sería perpetrado por seis escuadrones, que debían tomar el fuerte, la jefatura, el cuartel de Dragones, la fortaleza de San José, algunas comisarías y arrestar a personajes claves, entre ellos al mismísimo Flores.

En este contexto, el 19 de febrero se presentó agobiante, enrarecido. Aquel día, Flores preparaba sus maletas para irse definitivamente (o no) a Entre Ríos, a cuidar su saladero y hacer vida de hogar.  Se cuenta que se presentó en su despacho Francisco Caraballo, jefe del Estado Mayor del Ejército, pero hombre del Goyo. Alertó entonces a Flores sobre el inminente levantamiento blanco. Se cuenta que Venancio le respondió: “No les temo a los blancos; ustedes son los que conspiran y tampoco les temo”. La respuesta de Caraballo fue tan contundente como la del caudillo: “Como quiera, pero lo que es a mí no me matarán como a un perro”; y se marchó a la casa del Goyo en Tres Cruces, donde ya estaba lleno de gente.

Al sonar la segunda campanada en la Matriz, estalló la revuelta. El sexagenario doctor y 25 hombres, al grito de “viva la independencia oriental y la del Paraguay” y “vivan los blancos”, tomaron el fuerte. Mataron al centinela y lograron que el presidente Varela escapara presuroso por la puerta de atrás. Hasta ahí, todo iba bien. Pero la toma del Cuerpo de Dragones no fue tan fácil: quien estaba al mando del batallón, el coronel Senén Freire, fue muerto de inmediato. Bastarrica, quien esperaba con hombres listos en las afueras, no recibió empero señales de ayuda, pues el chasque mandado por Berro, según cuenta Lockhart, “murió en el camino de un ataque fulminante de cólera, se dice que por haber bebido de un manantial contaminado”. Berro, cercado y sin ayuda, decide abortar la intentona. Salió caminando como si nada, escabulléndose de los gubernistas, mirando hacia abajo, buscando desesperadamente un barco extranjero o la casa de un amigo o pariente. Ninguna puerta se abrió. Tomó la calle Reconquista, donde, como pasa siempre que queremos pasar desapercibidos, se cruzó con una inmensidad de colorados, que, en definitiva, lo apresaron a las cinco y media de la tarde. El general Flores, que se encontraba almorzando, al enterarse de la revuelta, con Amadeo Errecart, Antonio Márquez y Alberto Flangini, preparó su carruaje y puso rumbo al Cabildo. Su casa se encontraba en las calles Florida y Mercedes, y de allí salió por Florida hasta Rincón. Montevideo era, una de tantas veces, territorio de guerra; balas y gritos eran la escenografía sonora de aquella tarde y el natural miedo de la multitud. De repente, una carreta volcada en medio de la calle, en la esquina de Ciudadela y Rincón; no era buen presagio. Y como en una película de la mafia, al silencio del momento y las miradas preocupadas, les sobrevino el ataque. Un grupo de emponchados encapuchados arremetieron a balazos contra la carreta. El cochero muere de inmediato, los acompañantes de Flores logran escapar por la puerta lateral. Flores saca su revólver y responde con balas buscando una salida, pero no logra escapar. El comandante Evia se acerca a caballo a socorrerlo, grita, se apresura, pero no llega. Flores sólo logra bajarse ya herido y es alcanzado por los encapuchados y asesinado a puñaladas. Se cuenta que un sacerdote que pasaba por ahí, el cura francés Juan del Carmen Subervielle, lo acogió en sus brazos y perdonó sus pecados por última vez. Era miércoles y era Carnaval, un Carnaval que culminó de la peor manera, ya no había fiesta. Se cerraron puertas y ventanas, se callaban los ecos de las calles.

El parte médico es contundente: ocho heridas, en la cabeza, en el tórax, en la región bronquio-external, en el cuello, en la región cervical, en la región dorsal y en la región ilíaca. La historia que sigue es de tremenda barbarie. Preso Berro por las fuerzas gubernistas, fue llevado hacia el Cabildo, donde reposaba el cadáver de su adversario. El razonamiento era simple: Berro era el asesino. Aunque era tan compleja la trama, que a pesar de la sed de venganza reinante, quedó lugar para quienes hilaron más fino. Berro fue torturado y ajusticiado con un balazo en la cabeza, luego colocado en un carro y paseado por la ciudad con su cabeza y brazos colgando, mientras la multitud le arrojaba todo lo que tuviera en las manos. Los dos bandos, incapaces de negociar, culminaron llevando al país a una tremenda guerra civil.

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