Por Lucía Masci
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En L’autre par lui même , libro de 1987 del que se extrae esta cita, Jean Baudrillard retoma algunas ideas ya vertidas en su célebre Cultura y simulacro (1981), concebido también a la luz de unos indicios ya por entonces omnipresentes sobre ese rumbo que, pese a todo, continuaba asumiendo la humanidad.
Pero los “avisos de incendio” suelen ser poco atendidos, y de allí esa necesidad, en la que insistimos, de recurrir a ellos o más bien de “conjurarlos”, en el sentido que otorga Derrida en Los espectros de Marx a esa palabra, conjuration, que en francés tiene la doble valencia de la convocatoria (conjuro) y del exorcismo (conjura).
Así, con esos espectros que vienen “del pasado pero también del futuro” buscamos conversar, buscando comprender, bajo esas luces que provienen de otras ruinas, así sea algo acerca de la forma específica de esta coyuntura que hoy nos sujeta. Una coyuntura que, lejos de ser un inicio, creemos que se manifiesta como la cristalización de un específico proyecto: el de esa “aún inacabad(a)” (Habermas) modernidad.
Así, finalmente desposeídos el cuerpo y el espíritu humanos “de sus propios sistemas de iniciativa y defensa”, se habilita la posibilidad de un mundo poblado por una humanidad sujeta, administrada y distribuida por un sistema de redes y terminales que sustituiría (como el mapa al territorio) la forma última de lo humano.
Porque “no es insensato afirmar -continúa el francés- que el exterminio de los hombres comienza por el exterminio de los gérmenes. Pues tal como es, con sus humores, sus pasiones, su risa, su sexo, sus secreciones, el mismo hombre no es más que un sucio y pequeño virus irracional que altera el universo de la transparencia. Cuando todo esté expurgado, cuando se haya puesto fin a los procesos virales, a toda contaminación social y bacilar, solo quedará el virus de la tristeza, en un universo de una limpieza y una sofisticación mortales”.
Si Baudrillard refiere exactamente a la forma que reclama esta pandemia, no es entonces por el carácter virulento y fortuito de la misma, sino por su carácter comunicacional y planificado, es decir, cultural.
Porque la pandemia y su “conducción” se amparan en una cultura y en una subjetividad que vienen siendo forjadas y expandidas con esmero y sin pausa por un “aparato ideológico” (Althusser) justamente dispuesto para ello: el de las industrias culturales “globalitarias” (incluidas las educativas) de cuyos peligros advirtieron claramente los pensadores reunidos en lo que se conoció como la Escuela de Fráncfort, justo en el momento en que el capitalismo comenzó a asumir la voz totalizante que efectivamente lo impuso como modelo hegemónico, hoy a punto de ceñirse la corona de un nuevo, y tal vez definitivo, imperio tecnoautoritario basado en la explotación y el control digital de las poblaciones humanas (que queden).
Porque no solo el sistema ecológico se estaría restableciendo en su propia naturaleza (cosa que también está por verse), sino que lo propiamente humano estaría reacomodándose a una nueva existencia dentro de una naturaleza hoy asumida como más propia: la ejercida puertas adentro y ventana virtual hacia un mundo autoprogramado y sometido al control (privado) del propio sistema que lo provee, lo organiza, lo vigila y lo dota de los más diversos y “personalizados” sentidos.
Conjura(c)ciones
Pero ¿cómo se llega a esto? (siempre la misma pregunta).
Está claro que no podemos pensar nuestro mundo en los términos en que lo hacía Hannah Arendt cuando se planteaba esta misma pregunta frente al horror de holocausto y del ascenso del fascismo. Pero sí podríamos retomar su idea sobre la “banalidad del mal” para comprender -como buscamos hacerlo desde la red Arte, Política y Comunicación- la forma en que las políticas públicas y las decisiones gubernamentales de las últimas décadas entregaron los destinos de la mayoría de las poblaciones humanas al poder ilimitado de los intereses privados que hoy instauran este nuevo orden mundial excluyente, antihumano, y a la medida de sus desmedidas ambiciones.
En cuanto al pensamiento de esta específica ruina, mientras se sirvió como primer plato un condensado de textos producidos por pensadores occidentales entre el 26 de febrero y el 28 de marzo (que habrá que revisar y poner en diálogo con sus propia actualizaciones y derivas) en una “sopa” cuyo nombre movió de inmediato a reacción y polémica por su adscripción a uno de los específicos relatos sobre “el origen” de lo que apenas se empezaba a conocer (“sopa de Wuhan”), otras voces se fueron sumando desde los distintos rincones de (sus) mundos ya transformados en cuadriláteros individuales de un mismo “zoom”, en el que cada una de esas posiciones se expuso a la recombinación, posproducción y reproducción compulsiva, y cuyos contenidos y argumentos esperamos encuentren el cauce de la acción concertada que pueda hacerlas verdaderamente conducentes.
Así, mientras algunos no tardaron en ver (no sin cierta resignada ligereza) el surgimiento de una sociedad totalitaria y aséptica de humanos semiconfinados y sometidos a vigilancia total (Byung Chul Han), otros plantearon (y tal vez más voluntaristamente) la oportunidad que abre esta circunstancia para la superación del capitalismo en una suerte de neocomunismo digital (Zizek).
Nuevamente, y como a fines del siglo pasado, las diferencias parecen gravitar sobre el capitalismo y su “crisis”, ya sea asumida como “crisis del sistema” o como “crisis sistémica”, es decir, como agotamiento o como recrudecimiento del modelo.
Y en este sentido conviene recordar que lejos de haber sido superado, el capitalismo se vigoriza en este nuevo impulso imperialista en favor de la acumulación de capital, que aún está en manos de empresas hiperconcentradas y hoy todopoderosas.
Entonces, cuando Carlo Vercellone refería al “capitalismo cognitivo” para designar las transformaciones de la renta, el capital y el trabajo, y cuando Bifo retomaba esa categoría para profundizar en las formas concretas de esa transformación, lo que intentaban era designar las específicas características de esta nueva fase capitalista en la que ya no se trata de poseer, sino de acceder (Rifkin), y en la que el tractor de la economía pasan a ser la producción y el intercambio de bienes y servicios simbólicos entre humanos transformados en meros consumidores de datos y productores de “flujos” (Castells).
Importa en este sentido destacar que durante los primeros días del confinamiento, una aplicación de elocuente nombre (Zoom) asumió una posición dominante, naturalizándose como el ágora por excelencia, y logrando en apenas unos días eso que le faltaba a Google Maps para terminar de reconstruir el mapa humano total: la autorización para hacer un zoom al interior de los hogares, así repentinamente expuestos (sobre todo a través de la educación masiva a distancia) en sus dinámicas, sus componentes, sus formas de organización, su “vida misma” rápidamente customizada por los confinados mediante inducidas prácticas de “mediatización” (falsificación) de esos hogares y de sus habitantes, convertidos así en la materia de la escenificación de sus múltiples, desdoblados, multiplicados, definitivamente alienados “roles”.
Cada cuadrilátero representa la puesta en escena de distintas versiones de humanos individualizados, mutilados, primerplanizados, violados de algún modo en una intimidad que adquiere pronto su natural carácter mediático y “pornográfico” (Baudrillard) y que resulta interesante como objeto de análisis en la medida en que permite observar la expansión y el primer funcionamiento masivo y simultáneo de ese “test perpetuo de presencia del sujeto en sus objetos-interfaz ininterrumpida” que se instaura a nivel planetario como la forma humana por excelencia, por el momento a ensayar.
Se configura así un mundo efectivamente telemático y babélico, asociado a la mutación definitiva de lo humano en el marco de la revolución biotecnológica en curso, y que habilita la concreción de ese “incendio” sobre el que Baudrillard advertía, como los otros profetas, haciendo uso de la herramienta todavía (confiamos) más poderosa: la poesía.
Así, mientras nos preguntamos si no habrá sido muy pronto para entregar todas las actividades humanas a la gestión de la Inteligencia Artificial, o si acaso podremos volver a una humanidad capaz de vivir por sí misma, sin la prótesis cognitiva y vital que son nuestros smartphones, ya no se trata de ellos, sino de su versión en curso: los “electrodos cerebrales”.
Y es que el empresario Elon Musk busca actualmente, mediante su empresa Neuralink, dotar a los cerebros de capacidades computacionales mediante interfaces de banda ancha que conectan humanos con computadoras. El objetivo es “salvar” al humano en una hipotética batalla contra su autogenerada competencia: la Inteligencia Artificial.
De allí, entre otras circunstancias de la convivencia tecnohumana, que resulte difícil pensar hoy en un mundo que acaso pudiese volver a una “normalidad” que, de todos modos, se encontraba ya estallada, fractalizada en los dispositivos en que la vida simulada se registra, se inmortaliza, deviene prueba vital, ADN y mundo real, y que se imponen como el “instrumento de conversación” que ya moldeaba y modelará, de aquí en más, nuestra visión del mundo y nuestra existencia en él.
Estado de excepción (que impone la regla)
De modo que así como el VIH impuso el preservativo, o el 11-S impuso los protocolos de los aeropuertos, y como todas las pestes impusieron las normas de conducta y de vida indicadas y seguidas por los sobrevivientes (nunca por los muertos), así la Covid-19 ha impuesto lo que por el momento se presenta como “estado de excepción” o “dictadura sanitaria”, pero que rige y regirá este próximo tramo de la convivencia humana. Una convivencia cada vez más encarnada por cuerpos aislados, confinados y conectados a los dispositivos que constituyen sus ventanas al mundo. ¿Suena conocido?
Zombis vs. plantas
Mientras tanto, las miradas de asco y de miedo, la sospecha mutua, los zombis, las delaciones, la ilusión del anonimato, las sombras, la resistencia, la persecución y los chivos expiatorios resurgen. Comienza a urdirse así un clima de guerra bajo el manto tan inverosímil como sospechoso de una solidaridad que nunca sale de los propios entornos sociales y de clase que la engendran, y que se encarna en una suerte de ejército pacífico de contención más destinado a la colaboración que a la disidencia respecto del nuevo orden que habrá de instaurarse “entre todos”.
«Salvemos al mundo desde la comodidad de nuestros hogares con un clic», dice entonces la burguesía, mientras el hambre y la destrucción se apoderan de las grandes mayorías que van con suerte al seguro de paro y, si no, a la calle.
Pero es que «hay que reinventarse», opina esperanzado el «cognitariado», eso que Bifo distinguió hace unos años como los “proletarios del conocimiento” y que viven hoy, por lo general, su inoculado sueño de individual «autonomía».
Porque si bien existen resistencias, lo cierto es que la mayoría de las poblaciones confían en sus gobiernos y creen que “se hace lo mejor”, de modo que no es la intención responsabilizar (aún más) a las masas por ese comportamiento que resulta, como se sabe desde los trabajos de Le Bon y otros estudiosos de sus comportamientos, más que predecible.
Pero sí es necesario, por ejemplo, tomar en cuenta que más allá de las voluntaristas previsiones, el “cognitariado” no es el proletariado, y los trabajadores autónomos hace rato que han sido también (auto)esclavizados de manera aislada, individualizada, “a la medida”.
Por otra parte, nadie asegura a estos trabajadores reconfigurados que eso que inventan para sobrevivir hoy en la virtualidad les será rentable, aunque la competencia entre quienes buscan con fruición las “oportunidades” del nuevo mundo se instala y todos se vuelven emprendedores de al menos un emprendimiento: salvar el “negocio” reinventándolo, incluso cuando el producto es uno mismo o, mejor, la propia imagen, hoy mucho más valiosa.
Pantalla total (¿o pantalla final?)
En términos de sumisión de poblaciones enteras a las directivas del discurso tecno-científico-mediático desplegado con el fin de instaurar un nuevo orden en apenas unos días, la operación ha resultado un éxito, y ya todo contacto entre cuerpos humanos se ha vuelto tan sospechoso como la imposibilidad (o no voluntad) de “alimentarse sanamente”, “autocontrolarse emocionalmente”, “mantenerse físicamente” o “cuidarse y cuidarnos entre todos” mediante ese repertorio de prácticas cotidianas que la nueva moralidad propone, por no decir exige, en sociedades en las que “cualquiera deberá ser un agente” y en las que un “protocolo de convivencia” se impone utilizando como principal herramienta (además del aparato coercitivo desplegado) la vigilancia mutua y la condena social a la transgresión de la norma instaurada.
Por otra parte, lo que sucedió en estos días en términos de producción de Big Data no tiene precedentes, y veremos entonces qué surge del exceso de información que seguro marcó un buen récord, a diferencia de la cantidad de muertos por Covid-19, los cuales siguen sin llegar a superar las cifras de muertes diarias a nivel mundial ya no solo por hambre (y contando solo a la población infantil), sino por muchas otras enfermedades incurables si se vive en la pobreza.
Pero como ya lo había advertido McLuhan, “el medio es el mensaje”, de modo que si hoy parecemos definitivamente atrapados en nuestros “instrumentos de conversación” (Postman), puede que mañana ya no busquemos afanosamente seguir contemplando el brillo de la estrella que sabemos muerta ni otorgarle a esa acción un aire de “normalidad”. Puede que queramos tomar la pastilla roja y descubrir, entonces, qué podríamos hacer acaso los humanos con el “desierto de lo real”.
Mientras tanto, esta fase del capitalismo (aún hegemónico) que ha sido designada como “simbólica”, “artística”, “afectiva”, “estética” o “cognitiva” entre otras propuestas, según la perspectiva ponderada, indica que de eso se trata el centro de la vida “productiva” hoy: del intercambio de símbolos humanos entre humanos atrapados al interior de un espejo que no deja de recordar a “la caverna”.
Pero ya no se trata de la caverna, sino de ese nuevo “bienestar” de una cultura en decadencia que, ajena a los “avisos de incendio”, se apresura, extasiada, a escribir en el éter su propio epitafio.