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Culpable hasta que se demuestre lo contrario

La nueva moda impuesta por la derecha política regional e internacional generando el antecedente jurídico de “ser culpable hasta que se demuestre lo contrario”, me anima a invitarlos al ejercicio de imaginar el desenlace de varias causas sin resolución por falta de pruebas en un Uruguay que aún no había subvertido la lógica procesal.

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Por Ricardo Pose   Durante un buen tiempo el quincenario Mate Amargo, a fines de los años ochenta y principios de los noventa, denunció en una sección denominada ‘Prontuarios’, las actividades de integrantes de la rosca criolla empresarial, la camarilla especuladora y la de dirigentes políticos de los partidos tradicionales en gestión de gobierno. Aún no había llegado la moda de actuar de oficio, por lo tanto, aquellas fundadas denuncias que exponían maniobras financieras, la existencia de ñoquis y “cometas”, enjuagues económicos empresariales, lavado de activos, sobres con tarjetas personales y dinero no llegaban a los estrados judiciales. Había presunción, convicción, pero no había suficientes pruebas, y era el Uruguay de “ser inocente hasta que se demostrara lo contrario”.   Cola de Paja Quizás estemos equivocados y este método actual de enjuiciar política y judicialmente sobre la base de la presunción sea el modelo correcto para la administración de algunos criterios de justicia. Tal vez ampararse en la necesidad y garantías procesales de obtener todas las pruebas (y a veces más pruebas sobre las pruebas) para la tipificación del delito fuera la forma galante de no arruinarle la vida a aquellos ilustres ciudadanos que adjudicaban apartamentos del Banco Hipotecario del Uruguay (BHU) a familiares y correligionarios, a empresarios fantasmas que pedían préstamos en los bancos y desaparecían del mapa, a quienes distribuían sobres con dinero en el puerto, los que vaciaban las cajas chicas de los ministerios, los que ascendían e ingresaban al Estado sin concurso, como corolario de otros favores que en su momento fueron rentas para hacer campaña proselitista en los barrios. Un Poder Judicial venal que parecía, en su actuar, devolver el favor de los votos de la Asamblea General para integrar la Suprema Corte de Justicia, aunque por suerte existían contadísimos magistrados que en una actitud de rebeldía se permitían aplicar el artículo 162 del CPP contra funcionarios públicos o procesar a algún amigo de los  amigos; el país donde los sectores al frente del gobierno no se pisaban el poncho ni barrían para abajo de la alfombra.   Luiz Inácio – Luis Alberto Como estamos en parte realizando un ejercicio teórico, imaginemos por un instante que durante el gobierno de Luis Alberto Lacalle, el Poder Judicial contaba entre sus jueces con un magistrado con cierta tendencia a lo mediático pero dispuesto a hacer una cruzada contra la corrupción. ¿Habría corrido el Cuqui la misma suerte que Lula? No, claro, lo de Lula aún está por demostrarse y lo del Cuqui no se quiso demostrar. El único gobierno blanco de fines del siglo XX pasó a la historia como el gobierno de los muertos por la represión posdictadura, los escándalos de corrupción, las corridas bancarias, los atentados directos al medioambiente. Con Sérgio Moro, seguramente el Cuqui tenía méritos y juntaba todas las millas para ver tras rejas el cambio de siglo, salvo un pequeño detalle que a Moro no se le escapa y no se le hubiera escapado, como no se le escapó a muchos magistrados de entonces: Lacalle no provenía de una familia humilde ni era un trabajador metalúrgico. Era y es un preciado patricio de una familia de patricios con sus diez deditos en la mano, algo peligroso para quien maneja fondos públicos en pleno auge la aplicación de las políticas neoliberales, de la cual el Cuqui era su mejor mandadero y el ministro de economía de entonces, Ignacio De Posadas, su ejecutor.   Lesa humanidad Imaginen juicios sumarios, definiciones al grito de la tribuna, al ritmo de los grandes titulares de los medios de comunicación, del obsesivo y repetitivo discurso de los miembros del Parlamento, imaginen un momento hurgando en la memoria. Si como ahora nos quieren convencer, sólo bastaban como prueba las declaraciones confirmadas por cientos y cientos de presos políticos, de ciudadanos, aún sin tomar en cuenta las pruebas forenses abundantes por miles de apremios físicos y psicológicos; Uruguay sería un país libre de esta peste de impunidad. Minutos y minutos en informativos centrales dando la nómina de funcionarios policiales y militares, civiles paramilitares, gobernantes de turno, los nombres de los consejeros de Estado, con pelos y señales, la trazabilidad funcional de cada uno de ellos, los parlamentarios del Frente denunciándolos, no en flashes de un minuto, sino disponiendo al menos de cinco minutos de relato, jueces y fiscales saliendo un día y otro también sobre las perspectivas del juicio, alguna reconstrucción histórica de los apremios físicos reiterados hasta más allá del hartazgo, como hacen con los homicidios que quedan registrados en las cámaras de seguridad. En algún punto, la Ley de Caducidad reconoce que había sobrados elementos de presunción y convicción sobre los delitos de lesa humanidad, y a pesar del artículo cuarto, utilizar el proceso judicial que está en boga hubiera permitido desfilar más represores por los estrados judiciales y colmar la cárcel de Domingo Arena.   Un año dura un mes” Jueces mediáticos, gladiadores de la arena política con una estantería en la que los programas políticos y los manuales de las fundaciones alemanas desplazan a los códigos procesales. Legisladores políticos que se erigen en jueces emitiendo fallos antes de que se decrete la sentencia judicial; Parlamentos que acortan tiempos de mandato gubernamental de presidentes democráticamente electos. Medios de prensa que hacen de sus editoriales una suerte de anales de jurisprudencia. La campaña electoral dura cinco años y una crisis institucional se puede desatar en 12 horas, siempre y cuando coincida en el tiempo el proceso hacia un fallo judicial, el enjuiciamiento político y la cobertura en directo; la subversión del tiempo. El cóctel a medida de la agenda de la derecha política; quizás el ser oposición les quitó el corsé de tener que respetar una institucionalidad que les fue funcional cuando contaban con cierta hegemonía en la opinión pública, pero actualizando manuales que descartan los golpes de Estado por conveniencia política, encontraron la vuelta de tuerca precisa. De Gene Sharp como libro de cabecera toman la receta del constante desgaste sobre la gestión pública, la siembra insistente de la desconfianza en las instituciones del Estado, que muchas de ellas fueron su creación; juegan con fuego. Y cuando estaban por tirar a la basura la revolución de los colores que tantos éxitos cosechó durante la primavera árabe, aparecieron los autoconvocados y el movimiento Un Solo Uruguay. Se están recibiendo de subversivos, intentado consolidar el mundo del revés.  

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