Recibí, no hace mucho, más de un centenar de libros que pertenecieron a mi abuelo y a mi bisabuelo paternos. Son ejemplares rarísimos, de los siglos XVIII y XIX, primorosamente forrados en cuero, con lomos rojos y títulos en letras doradas; muchos de ellos llevan las iniciales de mi abuelo, A.C., y las de mi bisabuelo, U.C., en el mismo tono elegante. Sumados a los que obtuve de mis abuelos maternos y de mi madre, raros también (algunos, auténticas joyas), conforman una cantidad respetable. Confieso que, aunque los exhibo con orgullo en un mueble especial de mi sala, uno que va del piso al techo y aún se queda corto (mi propia biblioteca la tengo en una habitación aparte), los considero verdaderas piezas de museo. Debe ser que mi propia mentalidad ha cambiado, al paso de la transformación del mundo, y en este cambio mucho tiene que ver el alud de la tecnología. Cuando estudiaba historia, allá por las pretéritas edades de los años 80, el mundo era muy diferente al de hoy. Sigo hablando, por supuesto, de la tecnología, porque en cuanto al resto, lo humano sigue y seguirá siendo humano en sus caracteres más íntimos y esenciales. La gente se las arreglaba de algún modo misterioso para vivir sin celulares, y a pesar de tan terrible carencia, lograba sobrevivir y hasta concertar cosas entre sí: citas y visitas, llegadas a tal hora y a tal otra, noticias y comunicaciones de la más variada índole. Claro que también se escribían cartas, hoy convertidas en piezas paleolíticas, y se dejaban las famosas notas o billetitos, pegados en la heladera o sobre alguna mesa. Mi vida de estudiante también era azarosa. No existían los videos ni las películas de reproducción doméstica. Una buena película, de las que hacen memoria, llegaba a convertirse en un mito, cuyo escondite secreto o feliz poseedor deseábamos descubrir. Moríamos por ver algunas consideradas imprescindibles para nuestra carrera, como por ejemplo La guerra del fuego, de Jean Jacques Annaud, o Germinal, dirigida por Claude Berri e inspirada en la novela de Emile Zola. La historia del arte, en especial, era insufriblemente carenciada desde el punto de vista de los materiales de estudio. Con mucha suerte, los profesores usaban aquellas célebres diapositivas, casi siempre borrosas y adulteradas en sus tonalidades, que venían en cajitas (había que pasarlas de a una) y estaban encuadradas en marcos diminutos. No había fotocopias; recién estaban llegando. La primera vez que vi un libro fotocopiado me asusté; ocurrió muchos años antes, y lo trajo desde México mi tía, la hermana de mi madre. Para mí fue como ver un montón de fotos de páginas, puras letras sin gente ni paisajes. Aquello no tenía ningún sentido, pero por esa época yo era apenas una niña y no poseía la más remota idea del valor que podía encerrar. Lentamente se fue instalando en Uruguay la costumbre de las fotocopias, que constituían en sí mismas toda una revolución. Claro que al principio eran muy caras; los estudiantes nos destrozábamos las manos, los brazos y la espalda sacando hojas y más hojas de apuntes, de ser posible con primorosa letra, para leerlos después con menor desagrado, digamos. Un libro de papel -“de carne y hueso”, como quien dice- era lo único imaginable, y era a la vez un tesoro. Corríamos como manadas de ansiosos venados, de una punta a otra de la ciudad, en busca de las bibliotecas de algunos profesores de culto. Estaban llenas de ejemplares maravillosos, que les había llevado años adquirir, y que no prestaban así nomás; los mismos libros que hoy en día, con un poco de esfuerzo, se consiguen en formato virtual, desde el escritorio de nuestra casa, con un mate o un café al lado y mediante el simple acto de apretar una tecla. La gente defendía aquellas bibliotecas como si cada libro fuera poco menos que una reencarnación del santo grial. Creo que eso sucede, hoy por hoy, sólo en el caso de primeras ediciones o, con mucha suerte, de libros firmados por su autor, pero nosotros nos desvivíamos por tocar, aunque más no fuera, sus tapas y sus páginas. No voy a decir que en la actualidad los libros no poseen valor, porque no es cierto; pero ese valor ha cambiado de eje, se ha desplazado desde la ansiedad del conocimiento de aquella cosa única, hacia la novedad del libro objeto, el libro regalo, el libro de papel que me llevo a la cama, que pongo frente a mí en la mesa, que hojeo de un lado para otro, que adorno con el marcador de crochet tejido por mi mejor amiga, que marco -en fin- con las propias señales de mi vida, de mi desplazamiento en el espacio, de mis meditaciones en el tiempo. Por otro lado, el alud de la tecnología, en especial la de la imagen (y obviamente la del libro virtual), ha transformado nuestra existencia en términos educativos y académicos, en el sentido de un brutal acceso al conocimiento, una superabundancia en la que difícilmente se establecen patrones mínimos de búsqueda, de jerarquía, de contenidos temáticos y de especificidad. Para decirlo en términos sencillos: la bibliografía y la información escrita y visual generada en torno a una multiplicidad de áreas del saber ya ha rebasado nuestra capacidad de análisis y discusión. Ya no se trata de La guerra del fuego, sino de millones y millones de imágenes y filmes sobre una supuesta prehistoria en la que abundan las más peregrinas (y erróneas) interpretaciones. Es verdad que antes, alguna que otra vez, repetíamos hasta el cansancio el mismo error, escrito en el mismo sempiterno manual, hasta que este se caía de viejo en la biblioteca de la institución o languidecía por efecto de la dialéctica del tiempo. Pero ahora, según sostiene el investigador norteamericano Marc Prensky, un estudiante secundario ha pasado menos de 1.000 horas de su vida leyendo, frente a “10.000 horas jugando videojuegos, 20.000 horas de televisión, juegos de computadora, correos electrónicos, internet, teléfonos celulares y mensajes, que son parte integral de su vida”. El problema no reside, pues, en el acceso ilimitado a la información, sea cual sea su naturaleza, sino en algo mucho más grave: en la ambivalencia y la trastocación de la realidad por medio de la virtualidad, en el juego móvil de la verdad y el engaño, a la que la humanidad se ha enfrentado desde siempre, pero jamás con la intensidad actual. El filósofo inglés Francis Bacon, a fines del siglo XVI, nos alertaba acerca de los falsos ídolos, que representan las formas más frecuentes del error y el prejuicio, del espejismo, la confusión y el entorpecimiento de la razón y del conocimiento: idola tribu, idola specus, idola fori e idola theatri. Yo creo que el dilema actual entre el conocimiento y la ignorancia informatizada, la deformación de la realidad a través de las redes sociales y la soberbia dogmática de la tecnología, pasa en buena medida por estas dos últimas figuras. Los ídolos del foro representan el culto a la vida social mediada por el lenguaje y sus múltiples significados, que van conformando las pautas, criterios y prejuicios con los que nos movemos y pensamos. Los ídolos del teatro, por su parte, representan las ideologías, en cuanto ideologizar equivale a entronizar una sola y poderosa idea, imponiéndola a todas las demás, y convirtiéndola, no pocas veces, en un monstruoso imperativo que puede conducirnos a las mayores locuras (pensemos en la caza de brujas de la Edad Media, o en la caza de cristianos y/o musulmanes de la actualidad, en los acosos mediáticos y en infinitas series de otros ejemplos). Nosotros, los modestos estudiantes de los años 80, también teníamos nuestros ídolos, claro. Sólo que no conocíamos, como ahora, la cadena mundial de los impactos, la sucesión de sus letales consecuencias, el aluvión del fanatismo del prejuicio, presente en cualquier cultura, en cualquier territorio, así ayer como hoy. El terremoto de la tecnología nos conecta al instante, pero creo que por desgracia esta nueva forma de conocimiento no resuelve, ni por asomo, los problemas, y por eso los ídolos siguen ahí, mirándonos a la cara con sus ojos que, ahora, son virtuales.
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