Por Sebastián Premici
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Son las 12.30 del 29 de octubre. Las calles de San Pablo recuperaron cierta normalidad, la que indica que el racismo, la xenofobia y la indiferencia por el otro se mantienen ocultas, subterráneas, fuera de la vista de todos y todas. Desde hace una hora estoy en el café de una cadena internacional, de esas cuyos olores, colores y sabores son iguales aquí y allá, donde todo es lo mismo. Cual sujeto de una especie rara que compró los principales diarios de la ciudad -Folha de S.Paulo y O Estado de S.Pablo-, leo, subrayo, hago anotaciones en una pequeña libreta azul, mientras me encuentro rodeado de otros con sus computadoras Apple, cada quien absorto en su mundo y conversaciones. Escucho música -recitales en vivo de Pearl Jam, como cada vez que decido escribir- al mismo tiempo en que analizo lo que leo -para tratar de entender el abismo brasileño que ya es una realidad- con lo poco que entiendo del portugués, hasta que el grito de un extraño me saca de mi propio mundo.
“¡Ayuda por favor! ¿Alguien de buen corazón me puede ayudar? ¡Necesito una ayuda!”. La persona es morruda, con algo de sobrepeso, entra al café a pedir eso, dinero para comprarse algo para comer. Me quito los auriculares para entender un poco mejor la situación. Vuelve a gritar, ya suplicando. Yo reacciono como siempre hago ante estas situaciones. Comienzo a observar a quienes tengo a mi alrededor, sus movimientos, gestos, miradas, mientras que el “intruso” -seguro que así lo ven muchos- sigue pidiendo ayuda. Nadie hace nada, nadie atina a meter la mano en sus carteras, billeteras, bolsos. Nadie amaga con alcanzarle un pedazo de “muffin” sobrante. O un vaso de agua. Nada. Ni siquiera se atreven a mirarlo. Indiferencia absoluta en el país de los evangelistas. ¿Será por eso que los religiosos que apoyan a Jair Bolsonaro, el presidente electo, sostienen el discurso de la meritocracia?
Una empleada del café llama a alguien de seguridad. Llega un tipo corpulento, morocho, que le pide al “intruso” que se retire. El hombre que sólo necesita algo de ayuda alcanza a decir que él no es ningún ladrón, que no robará nada. Al de seguridad no le importa. Para entonces, ya me había levantado de mi silla para acercarme al “intruso”. Con un pequeño gesto le hago notar que lo había escuchado y que estoy dispuesto a ayudarlo.
El de seguridad insiste con que el tipo debe salir del local pero él le repite que alguien lo ayudará -ese alguien soy yo-. Sale del local. Salimos. El de seguridad se le para a medio centímetro de su nariz. El señor que solamente quiere algo para comer, nada más que eso, le explica al de seguridad que yo lo ayudaría. El de seguridad me mira y en un portugués que apenas entiendo me pregunta si efectivamente lo iba a ayudar. Sí, respondo.
El afrodescendiente de seguridad me mira con un gesto de soberbia y desprecio al mismo tiempo. Ya había sacado algo de dinero de mi billetera, se lo doy, tratamos de intercambiar algunas palabras pero la barrera idiomática resulta más fuerte. Me voy caminando en dirección al hotel donde me hospedo, él cruza la calle. Desde la vereda de enfrente lo veo caminar, llevándose las manos hacia sus ojos. Está llorando. De repente, vuelca su mirada hacia la otra vereda, por donde camino, y me extiende su saludo.
El domingo 28 de octubre ganó en Brasil, en parte, la indiferencia por el otro, la imposibilidad de discutir el racismo enquistado en la sociedad, nunca analizado en profundidad en las escuelas, casi como algo negado, lo mismo que la negación sobre las consecuencias de la última dictadura militar, tema tabú. En Brasil ganó la naturalización de la violencia.
El sábado 27 de octubre, durante uno de los últimos actos de campaña del PT en Fortaleza, Charlione Lessa Albuquerque, de 23 años, fue asesinado a balazos por un seguidor de Bolsonaro. El sábado. Pocas horas antes del inicio del sufragio, alguien se sintió habilitado por el discurso de odio propalado por Bolsonaro y repetido hasta el hartazgo a través de las redes sociales para cometer un asesinato. En la semana previa a los comicios, en Río de Janeiro, mientras la Policía Militar vulneraba la autonomía de las universidades públicas e ingresaba a las casas de estudio para frenar clases sobre el fascismo, “alguien” estacionó frente a la Universidad un auto con un cadáver.
En Brasil se fue a las urnas bajo este contexto de violencia explícita, naturalizada. Tan naturalizado todo como el golpe contra Dilma Rousseff llevado adelante en 2016; todo tan naturalizado como la prisión arbitraria de Lula y su proscripción. Ambos hechos forman parte de una perfecta operación de LawFare. No por nada el electo presidente ya le envió un mensaje al juez Sergio Moro, responsable de la persecución penal a Lula. Lo invitó a formar parte del Ministerio de Justicia o en el Supremo Tribunal. “El juez Moro es un símbolo en Brasil”, sostuvo Bolsonaro durante una entrevista con O Globo, al día siguiente de su victoria. Naturalizada por muchos, quedó en evidencia dentro del búnker electoral del PT cuando antes de que Fernando Haddad pronunciara su discurso se leyeron los nombres de los hombres y mujeres asesinados durante el proceso electoral. ¿Un minuto de silencio para la democracia?
Bolsonaro no ganó la presidencia al emerger de un repollo. Los errores propios del PT, incluidas algunas de sus peores alianzas con parte de la derecha clásica de Brasil (ampliamente derrotada en las urnas), no explican por sí solos la llegada de un fascista al Poder Ejecutivo brasileño. Durante años -mínimo desde 2013- los sectores de poder (medios de comunicación, incluidas las redes sociales, la corporación judicial y empresarios) trabajaron para generar “sentidos comunes” sobre el racismo, el discurso de la meritocracia (para mirar con desprecio al otro), el odio hacia un partido político y a un líder en particular (Lula). Esa construcción simbólica tuvo consecuencias.
En su primer discurso como presidente electo, Bolsonaro pareció morigerar su prédica. ¿Acaso un día se puede defender a un torturador, o arengar ante una avenida llena de gente que durante su gobierno se iba a barrer la mugre de Brasil, entiéndase mugre por los militantes del PT, y al día siguiente de la victoria sostener que esos comentarios fueron solamente excesos?
Bolsonaro sostuvo durante su primer discurso que debería terminarse “con el comunismo, el socialismo, el populismo y las ideas de ideologías de izquierda”. Nuevamente fue habilitante para una mayor violencia en el país. Al día siguiente de su victoria, fanáticos de Bolsonaro quisieron echar de una universidad a un grupo de estudiantes al grito de “fuera comunistas”. Todo transcurre en una especie de normalidad tergiversada.
“Volvimos”, dicen los militares. Pero no sólo volverán a ser clave para la “seguridad” -de hecho ya lo son desde que Temer decidió militarizar las favelas de Río de Janeiro- sino que también ocuparán cargos en distintos ministerios como educación, ciencia e infraestructura. Quieren replicar el modelo de la dictadura de 1964.
-¿No cree que hay peligro de una dictadura en Brasil con un personaje como Bolsonaro?, le pregunté a Iván Tellecchia, un comerciante de 59 años.
– En la dictadura, a los que perseguían eran a los socialistas. Yo podía andar por la calle sin problema. Si Bolsonaro quiere implantar una dictadura, saldremos a la calle a manifestarnos en contra como lo hicimos con Dilma, manifestó.
Otra señora, muy paqueta ella, que decidió salir a la calle en apoyo a Bolsonaro junto a dos de sus amigas, también vestidas para una gala vespertina, me dice que en realidad “los que tienen miedo a una dictadura son los terroristas”. ¿Y quiénes serían los terroristas?, le pregunto. “Los izquierdistas, claro”, respondió.
Termino de escribir esta columna y vuelvo a pensar en el señor que entró a lo gritos en el café pidiendo ayuda para comer algo. En las calles de San Pablo hay muchísima gente durmiendo y viviendo a la intemperie. Pienso nuevamente en la indiferencia de aquellos que ni siquiera se atrevieron a mirarlo y del gesto despectivo del tipo de seguridad cuando confirmó que yo le iba a dar unos pesos o reales. Entonces, repaso otra vez los números de la segunda vuelta.
Entre quienes no fueron a votar, los que lo hicieron en blanco o anularon su sufragio hay 40 millones de personas. Una Argentina entera (en términos numéricos) que decidió ser indiferente. Los votos blancos y nulos fueron los más altos desde la primera elección posdictadura. Si lo individualizamos, hablamos de 40 millones de almas que eligieron no hacerse cargo de nada. Y ahí volvió a ganar Bolsonaro, con su discurso basado en la antipolítica. Entonces, termino por entender que esas miradas indiferentes, evasivas, despectivas, esos silencios cómplices (muchos también habrán votado por el exmilitar) para con quien entró a los gritos pidiendo un poco de ayuda son el principal sostén de los fascistas.