El jueves pasado, el diario El País, en un editorial setentista, exhibiendo la agresividad propia del que siente que le tocaron al hijo, tres veces denuncia la existencia de una “ofensiva mediática” para vilipendiar a los estancieros (mal)utilizando el caso del peón rural al que le cayeron a rebencazos. Ante todo, al horrendo hecho le bajan el precio y le califican primero de “episodio puntual de violencia privada” y luego de “caso policial individual y concreto”. Sin embargo, en varios tramos El País muestra la hilacha patronera e instala la duda sobre lo que sucedió: “De confirmarse” se ataja, como si no hubiésemos visto todos la marca del azote en el lomo de la víctima, porque “ya hay versiones que contradicen la primera información”. Más adelante, en el editorial, que es un joya decimonónica digna de inspección y estudio, el matutino de los blancos acusa a la multitud de ciudadanos que expresaron su indignación por lo acontecido de “revolucionarios del teclado”, “marxistas resentidos”, “aspirantes a intelectuales de esa bohemia impostada de cómic montevideana”, entre otras imprecaciones que parecen surgidas de la mente enferma de un sujeto anclado en los tiempos del terror de la dictadura. Un párrafo entero del suelto doctrinario se lo dedica a defender lo más rancio de la derecha y combatir los avances en la regulación laboral de trabajo rural, llegando al extremo de marcar posición en contra de la ley de ocho horas: “Lo que hizo la oposición en su momento, como cualquiera que haya visto algo de tierra más profunda que la maceta del balcón, es advertir que ese régimen choca con la realidad económica del agro. Donde se trabaja de acuerdo al clima y a los ciclos naturales, y donde muchas veces el personal se encuentra solo y sin supervisión de nadie que pueda comprobar la cantidad de horas efectivas trabajadas. Allí casi siempre se opera a tarea completa, cosa difícil de entender por quienes viven con la obsesión del mundo fabril del siglo XIX, y cuya visión de la realidad uruguaya se gesta en el viaje diario entre el bar Fénix y la casa de Malvín”. Finalmente El País reclama que más medios de comunicación y más líderes opositores se plieguen a su cruzada “porque en ello le va la vida al país” (¿o a El País?) y considera que es la obligación medular de la hora: “El tema central es que hacen falta agentes de opinión potentes que salgan a confrontar esta visión fantasiosa e irreal del sector agropecuario”, se queja el periódico económicamente más poderoso de Uruguay, como si le faltara potencia propagandística a las patronales, que tienen todos los canales a su disposición y la mayoría de las radios y los principales medios de prensa. Insólito. Desde ya, no podemos sorprendernos. Cabía esperar que la voz monocorde de los patrones del campo, sus representantes, sus medios y sus acólitos se alzaran para denunciar la politización del hecho criminal. Estaba cantado que intentarían encapsular el caso, convertirlo en un problema entre privados, un violento exabrupto de un capataz iracundo, acaso motivado en desaguisados íntimos y litigios de alcoba. Pero no hay que caer en la trampa oligarca de reducir la golpiza a un episodio aislado protagonizado por un descarriado lugarteniente -aislado-, de un estanciero inadvertido -aislado-, porque detrás de ese enfoque aséptico y encapsulador se teje una estrategia de encubrimiento de modos extendidos en la explotación laboral en el ámbito rural. El horrendo episodio del trabajador azotado por el capataz de la estancia Flor de Ceibo en el departamento de Salto no es un mero hecho penal, es un hecho político. Es la brutalidad patronal condensada en el rebenque estallando sobre la espalda del peón rural. Es violencia de clase. Es, parafraseando a Von Clausewitz, la línea de ARU, pero por otros medios. En las vastedades de la patria pasan estas cosas más a menudo de lo que salen a la luz, lo mismo que la violencia de género que somete, lesiona, mutila y mata mujeres y niños en el sagrado inviolable del hogar. Si esta última es la cara más atroz del patriarcado, la violencia contra el obrero es la cara salvaje del capitalismo. Cada peón que osa exigir que su empleador cumpla con la moderna legislación que aplica sobre el trabajo rural se enfrenta al propietario de la estancia, a la ARU, que reclama desregulación a la brasilera, a la derecha, que está en contra de las ocho horas para los peones del campo, y a la línea de pensamiento de los principales medios de comunicación. Si lo hacen solos, sin el soporte del movimiento sindical y el apoyo decidido del Estado, seguirán sufriendo reprimendas y golpizas como si estuviésemos en los tiempos de todopoderosos señores feudales y siervos indefensos. Para terminar con esto de una vez por todas, a la sanción penal que corresponde, hay que añadir una sanción patrimonial. La agresión física a un peón rural o la eventual existencia de trabajo esclavo deben ser causal de expropiación de la tierra, cooperativización entre los peones y resarcimiento económico a la víctima. Con esta estancia. Con todas las estancias donde se verifiquen hechos de esta naturaleza. Así, sin vueltas, como nos manda desde el fondo de la historia el general Artigas, que la vio de lejos, allá en Purificación.
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