Por Leonardo Borges
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Ese balde para el clérigo es un dogma en sí mismo: “[…] Con un dogma que es que lo religioso, si es católico, sobre todo, tiene que quedar en el ámbito de la conciencia individual. Esa es la negación de lo que es el cristianismo”. Inmediatamente se hicieron oír una serie de respuestas al cardenal de las más diversas tiendas políticas, pero sobre todo por parte de filas batllistas, que sintieron como una ofensa sectorial aquella frase del religioso.
José Amorín Batlle lo consideró desafortunado. “Agresiva e innecesaria frase del cardenal Sturla. Libertad y laicidad son pilares para un Estado que es y debería ser ejemplo de integración”, publicó en la red social Twitter el legislador colorado. Por su parte, el diputado de Batllistas Orejanos Fernando Amado disparó por la misma vía: “Aclaro, prefiero este @DanielSturla que al ‘lobo con piel de cordero’. Este es el verdadero, los batllistas sabemos frente a quién estamos”. Más tarde, en radio El Espectador, lo comparó con Cotugno (anterior arzobispo de Montevideo).
Las repercusiones no cesaron, ni las contestaciones de Sturla en diferentes medios de comunicación. En Desayunos informales de Canal 12 respondió las afirmaciones de Amorín en tono conciliador (aunque no despojado de controversia), haciendo una distinción peligrosa entre laicidad y laicismo, llenando de significados las mismas. “Es una distinción que yo creo que en Uruguay no se puede entender mucho […] La laicidad es algo positivo, querido por todos los uruguayos, que implica poder expresarnos con libertad. Lo que yo llamé el balde laicista es un dogma que el laicismo secularizador uruguayo de algún modo le impuso al país: que lo cristiano, sobre todo si es católico, tiene que quedar en la conciencia individual”.
Más allá de los detalles que podamos marcar en las afirmaciones de unos y otros, es una realidad que la homilía del clérigo ataca una de las claves para comprender al Uruguay del siglo XX y que se ha convertido en un sello distintivo del “ser” uruguayo. Más allá, y es de recibo, el cardenal lo hizo en un ambiente cerrado de su comunidad, de su iglesia, de su asamblea de creyentes. Pero los medios de comunicación y las redes sociales viralizaron aquel mensaje de Sturla y hoy lo podemos vislumbrar como la posición oficial de la iglesia uruguaya en tanto las hizo el arzobispo y a su vez cardenal. Lo mismo sucedería si se viralizan opiniones de otros representantes de otras religiones reveladas, ya sean pentecostales, musulmanes, judíos o umbandistas. Vayamos más allá de las palabras para comprender los términos y las consecuencias de esos dichos.
Un poco de historia
La historia de Uruguay está cortada tangencialmente por el proceso secularizador llevada a delante desde 1861 y que encuentra su máxima expresión con la Constitución de 1919 separando Iglesia de Estado definitivamente. En 1861, durante la presidencia de Bernardo Berro, un blanco que gobernaba por aquellas estaciones como un fusionista (en tiempos de negación de los partidos políticos), estalló una crisis que sería el puntapié inicial del proceso de secularización en el país. Ante una muerte –inicialmente sin importancia–, se desató una lucha entre soberanías que culminó con la municipalización de las necrópolis. Enrique Jacobsen era masón y protestante; por esa razón, las autoridades eclesiásticas de San José se negaron a enterrarlo en tanto los cementerios estaban en la órbita de la Iglesia. Llegaron a Montevideo los restos de Jacobsen traídos por su familia y sus hermanos masones, esperando una pronta respuesta por parte de quien monopolizaba los entierros en el país. Jacobsen se negó a abjurar de su condición en su lecho de muerte, por tanto no se permitió que se le enterrara. Tras una lucha entre el vicario Jacinto Vera y el presbítero, senador blanco y masón Juan José Brid. Finalmente Jacobsen fue enterrado, Vera exiliado y Berro inició el lento pero sostenido proceso de secularización en Uruguay. A pesar de todo, Vera volvió al país con una carta de disculpas del presidente, declarando su condición de católico, aunque no hubo marcha atrás por parte de Berro. Allí se inicia un proceso de separación de la Iglesia del Estado que ya no cesaría.
En tiempos del coronel Lorenzo Latorre, en días de modernización, se llevó adelante la reforma escolar. Una dictadura cargaba el arma más poderosa contra ella misma, la educación del pueblo, en palabras de su alma mater, José Pedro Varela. Entre los pilares de la misma despuntaban la gratuidad, la obligatoriedad y la laicidad. Al principio fue complejo llevar adelante ese pilar, que hoy nos parece fundamental. Finalmente lograron llegar a un acuerdo en esos primordios de la reforma, en que la catequesis sería impartida a contraturno de las clases normales y para aquellas familias que lo desearan. El proceso siguió con sus bemoles según los gobernantes de turno y su relación con el poder eclesiástico. En tiempos de Máximo Santos, en 1885, se promulgó la Ley de Conventos, en la que se prohibía la fundación de nuevos conventos e impedía a los existentes aumentar sus propiedades.
Detrás de ese proceso existía una fuerte lucha por quitarle poder temporal a una institución (espiritual) que lo detentó y se acostumbró a este durante cientos de años. En mayor o menor medida la pelea por la secularización era una lucha contra la Iglesia Católica Apostólica Romana, que era quien detentaba poderes que le correspondían al Estado, que manejaba considerables sumas de dinero y se arrogaba funciones que obviamente no le correspondían.
Liberalismo y jacobinismo
Mucho más allá llegó el batllismo a principios del siglo XX, de la mano de su líder, José Batlle y Ordóñez. Batlle era deísta, pero su postura con respecto a las religiones reveladas era absolutamente negativa, principalmente contra la Iglesia Católica Apostólica Romana, que todavía representaba cuotas considerables de poder temporal. El anticlericalismo entonces fue tomando fuerzas dentro del espectro ideológico del batllismo, ganando adeptos dentro del sublema del Partido Colorado. Desde el diario El Día, e incluso antes, Batlle apuntaba y disparaba contra la estructura eclesiástica. Obviamente no contra el cristianismo per se, sino contra la estructura temporal enquistada en las entrañas del Estado. En 1895 el presidente Idiarte Borda intentó obtener de Roma la creación de un arzobispado. El pertinente editorial de Batlle fue lapidario: “[…] Él [Idiarte Borda] no sabe lo que es echarle cuentas a un pobre país como el nuestro un arzobispo y dos obispos. Hay que pagarles a cada uno de estos señores sueldos enormes, que darles buena casa, secretarios, ayudantes de todo género, nuevas curias. Después hay que consentirles que por ahí fabriquen nuevos seminarios y que nos llenen el país de curitas”.
Esta actitud de corte jacobino libertario fue la que caracterizó al batllismo, comenzando por su propio creador, quizás el más fervoroso activista anticlerical. Los momentos de esta sana lucha llevaron a la creación de una idiosincrasia laica en el uruguayo. Desde su discusión, a partir de 1905, y la aprobación final en 1909 de la Ley de Divorcio; el retiro de las imágenes religiosas de los hospitales en 1906 o la supresión total de la enseñanza religiosa en las escuelas públicas en 1909; el quiebre entre los militares y la Iglesia en 1911. Son tan sólo partes de este proceso. Obviamente muchas de ellas precipitaron debates encarnizados en la opinión publica y en los estrados políticos.
Uno de esos debates trascendió aquellos tiempos y tuvo como protagonistas a José Enrique Rodó y Pedro Díaz. Estos llevaron a un nivel superior la discusión: liberalismo y jacobinismo, esa era la cuestión a debatir. Para Rodó los embates del batllismo eran hijos de una política poco tolerante que ataca a la Iglesia y no se basa en la libertad, sino en una demanda autoritaria. Además hacía algunas acotaciones sobre los hospitales de la caridad, su origen, su función y el cristianismo como fundamentos de lo occidental. Sostiene que quitar los crucifijos es más bien un “recelo antirreligioso”. Sostenía que los creyentes verían la imagen de su Dios, mientras que los no creyentes, “al más alto maestro de la humanidad en el momento del martirio”. En esencia parece un pensamiento procristiano, pero esconde quizás (en manos de un deísta) una defensa de la Iglesia como tal. Pero Rodó se encontró con la respuesta de Pedro Díaz, abogado y legislador batllista que sostenía sobre varios pilares, entre ellos inclusive la misma figura de Cristo y su “originalidad”. Más allá de esta excelsa discusión entre dos intelectuales de una generación dorada de las letras en el país, más allá de detalles doctrinarios, más allá de falsaciones sostenidas en minuciosidades, la discusión de fondo es cruda. La lucha laica era una lucha violenta, descarnada y directa, como toda lucha en contra de un monstruo poderoso. Un monstruo con derecho a hechizar a quien quiera, pero no a costa del Estado. Esa es la discusión de fondo y por eso la Iglesia debe sentirse tocada, porque justamente era la institución religiosa históricamente más poderosa y referencial de aquellos tiempos.
Allí radica la postura de Sturla, sosteniendo que “lo católico hace saltar […] un resorte que sorprende por lo virulento, que no tiene que ver con la laicidad, sino con ese laicismo secularizador de hace 100 años”. El análisis sugiere una diferenciación entre laicidad y laicismo que pregonó el clérigo. La diferenciación entre laicidad y laicismo, en tanto un concepto es inherentemente positivo mientras el otro es negativo, genera el caldo de cultivo para ese nicho que fue de la Iglesia Católica y que perdió hace muchos años.
Otra diferenciación se nos ocurre al barrer: la de cristianismo e Iglesia Católica Apostólica Romana. La Iglesia no es el cristianismo, aunque se arroga esa cucarda. No es casualidad que la Iglesia Católica, esa estructura piramidal sostenida sobre fuertes bases burocráticas, esté cada año perdiendo más fieles y las religiones cristianas de base pentecostal estén sumando esos clientes a sus arcas. El cristianismo como tal, la biblia y la liturgia básica se repiten, mientras que las grandes diferencias radican en cierta cuota de aggiornamiento de las pentecostales en la forma de relacionarse con el público. La Iglesia Católica, además, transita una historia de excesos, riquezas desmedidas, escándalos sexuales y una tradición de relaciones con el poder difícil de digerir. Además de un congelamiento doctrinario desde el Concilio Vaticano II, los temas más picantes, más relacionados con la sociedad contemporánea –aborto, uso del preservativo, homosexualidad, celibato, entre muchos otros–, duermen en la larga noche del pasado más arcaico.
Detrás de las palabras de Sturla hay mucho más de lo que la comprensión lectora puede llegar a analizar y las explicaciones posteriores no hacen más que sostener esos dichos. Laicismo o laicidad, poco importa; la lucha por la secularización se basó en pilares fundamentales que colocaron a Uruguay en el siglo y lo convirtieron en un país tolerante, en un país que no tolera, además, la intromisión de las religiones en el ámbito ciudadano, político y partidario. Laicismo o laicidad, poco importa. El verdadero nudo gordiano de la cuestión no es si este artículo es virulento contra la Iglesia Católica (no lo es en esencia, aunque eso podrán decir), sino el porqué de esa virulencia. Las jerarquías de la iglesia deberían preguntarse por qué pierden fieles cada vez con más fuerza, o cual es la razón del crecimiento de las iglesias pentecostales o el porqué de las miles de denuncias contra sacerdotes pedófilos (y el sistemático ocultamiento de la institución).