Por Isabel Prieto Fernández
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Eduardo Cunha, presidente de la Cámara de Diputados brasileña, habilitó el juicio político a la presidenta Dilma Rousseff. Casualidad o no, la decisión fue tomada cuando el propio Cunha estaba a punto de ser condenado por la Comisión de Ética. Lo cierto es que la crisis política de Brasil comenzó a gestarse mucho antes. También es cierto que el sistema no perdona.
Es imposible escribir sobre lo que pasa en Brasil sin hacer un poco de historia. Hace muchos años que la realidad golpea duro a la sociedad brasileña. Sin embargo, nadie puede negar que los programas populares llevados adelante a partir del primer gobierno de Luiz Inácio Lula Da Silva –que comenzó en el año 2003–, con su Fome Zero (Hambre Cero) como buque insignia, cambiaron la vida de la población más vulnerable del país, o al menos llevaron un plato de porotos y arroz a millones de personas a las que los mandatarios anteriores ni siquiera parecían haber registrado.
Ese tipo de ayuda social se fue intensificando en los sucesivos gobiernos liderados por el Partido de los Trabajadores, y se anexaron programas de salud y de estudios para brasileños de sectores deprimidos.
Mientras tanto, la política económica también aseguraba acentuar los beneficios a las capas más altas de la sociedad, dejando a la clase media a mitad de la escalera, más proclive a descender que a subir peldaños. El olvido de un sector tan amplio de la población en condiciones de decidir iba a costarle caro al gobierno.
Cuando hoy se habla del esquema de corrupción del “escándalo de las mensualidades” (mensalão), a partir del año 2005, o de la Operação Lava Jato, cuyo disparador público se produjo en 2008, suele obviarse el testimonio de Pedro Barusco Filho, ex gerente ejecutivo de Petrobras, que, luego de acogerse al beneficio de la “delación premiada” (información a cambio de aliviar la pena), afirmó que la alta corrupción comenzó en el año 1997, durante el mandato de Fernando Henrique Cardoso.
La “dignidad” de algunos llevó a ignorar la información aportada por Barusco Filho, en el entendido de que las palabras de un delator son poco confiables per se. La sorpresa fue cuando el ex presidente Fernando Henrique Cardoso publicó el primer volumen (dicen que serán cuatro) de Diarios de Presidencia. Allí afirma que el 16 de octubre de 1996, Benjamin Steinbruch –dueño de la Compañía Siderúrgica Nacional y a quien Cardoso nombró en el Consejo de Administración de Petrobras– le avisó que la petrolera estatal brasileña era “un escándalo” y que encontraba que era “preciso intervenir Petrobras”.
O sea que el esquema de corrupción ya se había creado en 1996, se conocía, se lo dejó ser y crecer. Podríamos no sembrar dudas sobre la conducta del ex presidente Cardoso, poner las manos en el fuego –y arriesgarnos a quemarnos– diciendo que el ex mandatario quiso arreglar el desbarajuste antes de que estallara, y que creyó que callando estaba haciendo lo correcto. Lo que no se puede es olvidar que Fernando Henrique había basado su campaña electoral en posicionarse como un hombre de centro-izquierda, recordando, cada vez que podía, su condición de exiliado durante la dictadura militar. El pícaro Cardoso llegó al cargo político más alto repitiendo una y otra vez cómo había controlado la hiperinflación con el Plan Real, mostrándose como el ministro «progre» de Itamar Franco. Con esas armas le había ganado a Lula. ¿Qué decir, entonces? ¿Que quien está al frente de Hacienda tiene que conocer que hay cuentas que no cierran antes de que venga a decírselo un buen amigo como Steinbruch? A veces lo mejor es cerrar la boca y dejar que las cosas pasen.
Aprovechar el descontento
En el año 2013, como preámbulo del Mundial de Fútbol, se jugó la Copa de las Confederaciones. El torneo se difundió como nunca antes. Su fama traspasó las líneas del campo de juego, instalándose en las gradas y en la calle. Dilma Rousseff fue abucheada por miles de hinchas desde el mismo momento en que pisó el Estadio Nacional de Brasilia. En los días posteriores las manifestaciones callejeras no darían respiro a la mandataria. Se la acusaría del mensalão, del Lava Jato, de los gastos onerosos para la infraestructura del Mundial, de la deplorable condición de escuelas y hospitales y de la ineficacia para gestionar los servicios públicos. Eran tiempos de sondear el descontento en un país en el que no se pueden soslayar los cinturones de miseria ni el hambre endémica de millones de personas habitantes de las grandes ciudades como San Pablo o Río de Janeiro. Pero no eran esos pobres de solemnidad los que protestaban en la cancha, sino la clase acomodada que tenía el dinero suficiente para pagar la entrada. Lo mismo sucedió un año después en la Copa del Mundo.
¿Por qué hacer esa salvedad? Sencillo: para no confundir la solidaridad clasista con la utilización de los pobres por una clase socioeconómica poderosa que quiere volver a la jefatura de Planalto.
La clase baja –o baixa renda– tiene sus estructuras para hacer frente al planteo de las reivindicaciones. En las grandes ciudades, las favelas tienen su propia organización y, en su mayoría, son habitadas por gente trabajadora que sabe cómo lidiar con los narcotraficantes, así como hacer frente a las incursiones por demás violentas de la Policía Militar (PM), que no pocas veces mata a vecinos inermes. Los Sin Techo ocupan edificios públicos abandonados de forma organizada, se enfrentan a las fuerzas de la PM cuando quieren desalojarlos y buscan los apoyos políticos y jurídicos que les permitan no quedar en la calle. Su consigna lo dice todo: “Resistir y ocupar es la forma de luchar”. En el caso del Brasil profundo, el Movimiento de los Sin Tierra se asienta en parcelas de grandes latifundios y da su pelea sin descartar el plano social ni el de la negociación política. Están altamente organizados, tienen tanto educadores en reforma agraria como en todos los niveles de la enseñanza, incluyendo la alfabetización para las personas de más edad que no saben leer ni escribir. João Pedro Stedile, fundador y líder del movimiento, dijo que en la actual coyuntura “se debe luchar contra las políticas neoliberales, porque ellas son una estrategia de clases. La situación es confusa porque en Brasil ninguna clase social tiene una hegemonía. Eso desemboca en alianzas políticas dudosas y proyectos contradictorios”.
Y por ahí se llega al Brasil de hoy, el del impeachment (juicio político) y el de la carta de un vicepresidente de centro-derecha a una presidenta cuyo partido se define como de izquierda.
Las alianzas
Para la Real Academia Española la palabra “alianza” tiene siete acepciones. Una es “pacto, convenio o tratado en el que se recogen los términos en el que se alían dos o más partes”. Otra, “Unión de cosas que concurren a un mismo fin”.
Cuando en aquel lejano 1° de enero de 2003 el Partido de los Trabajadores llegó al Palacio de Planalto de la mano de Lula, la situación social de Brasil era insostenible. La pobreza no hacía distinción entre campos y ciudades, y tanto los trabajadores como quienes aspiraban a serlo sabían de sobra que era necesario un cambio radical a la hora de votar.
Para bien o para mal, el voto popular continuó inclinándose a favor del PT en las sucesivas elecciones. No obstante, este hecho objetivo no debe llamar a errores, porque a donde antes se llegaba con electorado propio, ahora se necesita de votantes ajenos. Obviamente, algo ha cambiado y mucho. En esa transformación el partido oficialista es el que más principios ha dejado por el camino y es, por tanto, el que más costos está pagando al día de hoy.
A pesar de todas las manifestaciones en su contra, Dilma Rousseff se impuso en las últimas elecciones nacionales del 26 de octubre de 2014 con 51,6% de los votos. Para que se tenga una idea de la dimensión del país que le tocó gobernar por segunda vez, basta decir que tuvo 54,5 millones de votos, que significaron 3,5 millones de sufragios más que su rival Aécio Neves.
Para lograrlo tuvo que aliarse con el Partido Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), que en otros tiempos supo ser de centro y que en los últimos años tuvo un viraje hacia la derecha.
Ese movimiento del PMDB fue directamente proporcional a la situación de la presidenta Rousseff. A medida que las cosas se le complicaban al gobierno, el PMDB se distanciaba. Dos hombres llevan la batuta de esta “oposición” dentro de las filas oficialistas: el vicepresidente de la República, Michel Temer, y el presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha.
Hasta el 8 de diciembre, se veía a Temer como un hombre confiable dentro de la estructura de gobierno; su tarea de articulador parecía dar buenos resultados en un momento en que se necesitaba de equilibrio. De Cunha, en cambio, la visión era exactamente la opuesta. Encargado de subir o bajar el dedo para hacer posible el juicio político a Rousseff, Cunha, acusado en el caso Lava Jato, presionaba de manera escandalosa para una suerte de “canje” (“yo no habilito el impeachment, el PT ayuda para que no me procesen”), al tiempo que echaba mano a sus fueros parlamentarios. Cuando vio que la Comisión de Ética de la Cámara de Diputados lo condenaría, dejándolo en condiciones de ser indagado, se jugó su última carta: dio curso a una de las demandas de impeachment contra Rousseff.
La famosa carta de Temer llegó poco después de que Dilma expresara públicamente su confianza en el vicepresidente ante rumores que sugerían lo contrario: “Confío en el vicepresidente Temer como siempre confié. Siempre fue extremadamente correcto, no puedo desconfiar ni un milímetro de él”, dijo Rousseff.
Horas después, se “colaba” a la prensa una carta que Temer le había enviado a la presidenta: “Siempre tuve la certeza de la absoluta desconfianza de la señora y de su entorno en relación a mí y al PMDB. Desconfianza incompatible con lo que hicimos para mantener el apoyo personal y partidario a su gobierno”, escribía Temer.
Agregaba que durante los cuatro primeros años del gobierno (por el primer mandato junto a Rousseff) había sido un “vice decorativo”, y continuaba: “Usted sabe de eso. Perdí todo el protagonismo político que tenía en el pasado y que podría haber usado para el gobierno. Sólo fui llamado para resolver las votaciones del PMDB y las crisis”. También criticaba a los miembros del gobierno que “buscan promover la división del PMDB”. Como si fuera poco, culminaba considerando la validez de que su correligionario Cunha hubiera aceptado el pedido de impeachment.
Sin embargo, fue una mala jugada para los intereses de la oposición, ya que el fallo del STF exige a la Cámara de Diputados que reinicie el trámite para elegir a los miembros de la comisión especial que estudia la pertinencia del juicio político a la mandataria.
Es así como se vuelve al principio, aumentando las posibilidades de sobrevivida de una presidenta que muchos ya creían fuera de juego.