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El cable

Por Leandro Grille.

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Caras y Caretas Diario

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El cable de fibra óptica que conecta a Uruguay con Estados Unidos, cuyo tendido submarino ha sido financiado por Google y ANTEL, arribó a  nuestras playas esta semana. Cuando comience a operar a fines de este año, esta enorme obra de infraestructura le brindará a Uruguay autosuficiencia tecnológica para las telecomunicaciones y convertirá a nuestro país en un proveedor internacional de internet de banda ancha. Si añadimos el novísimo data center José Luis Massera de la empresa estatal, ubicado en el Polo Tecnológico de Pando, con sus 1.000 racks instalados -todavía pueden instalarse más en sus 12.500 metros cuadrados-, que multiplica varias veces las capacidades del primer data center que instaló Antel, en Pocitos, entonces podemos decir que nuestro rinconcito del mundo se está haciendo un lugar destacado en el planisferio de la hipermodernidad. Un lugar que se lo viene ganando por derecho propio desde que a Antel se le ocurrió la audacia de llevar la fibra óptica a todos los hogares y de inundar de estándar de conectividad LTE antes que ningún otro país de América Latina. No sé si hay muchos ejemplos de este tipo de progresos tecnológicos e infraestructurales llevados adelante por empresas estatales en el mundo entero. Acaso las telefónicas públicas de algunos países nórdicos, como Telia y Telenor unidas en joint venture, podrán exponer logros de este tipo, pero en la región, y bastante más allá de la región, nadie. Ningún otro Estado. Ni chico ni grande. Ni pobre ni rico. Nadie. Salvo nosotros. En mi opinión, las claves para que esto haya sido posible han sido fundamentalmente tres: Uruguay mantuvo las telecomunicaciones en la órbita del Estado. Impidió su desguace y su privatización. ¡Qué brutal horror habría sido si la derecha hubiese logrado privatizar las empresas públicas y, en especial, Antel! ¡Qué desastre habría sido para nuestro país y sus pobladores! Afortunadamente, dentro de nuestra secularidad, el Estado es la religión que profesamos la mayoría de los orientales, aunque muchos giles con ínfulas de Steve Jobs se empeñen en denostarlo mientras filosofan sobre nuestra presunta mediocridad cultural, se llenan los ojos con luces septentrionales y ocupan sus bocas mordaces vomitando emprendedurismo, iniciativa privada y libertad individual. La segunda clave ha sido la gestión. La gestión pública de las telecomunicaciones del Estado ha sido capaz de concretar estas cosas que no estaban ni en los sueños. En general, la administración de las iniciativas tecnológicas, e incluso las políticas de expansión de la ciencia y la tecnología, ha tenido logros destacados, más allá de nombres propios y análisis particulares. Desde la Agencia Nacional de Investigación e Innovación hasta el Plan Ceibal. Desde el cambio de la matriz energética a las tablets para los jubilados. Son muchos hitos con enorme impacto en el diseño del Uruguay presente y del Uruguay posible. Estos aciertos en la gestión prueban que en nuestra Academia y en la izquierda uruguaya había cuadros preparados para llevar adelante verdaderas transformaciones, con solvencia técnica y puntería política, con formación específica, pero con orientación en base a principios, ideas, sensibilidades y sueños. Es muy importante reconocer estas cosas. ¿Cuántos uruguayos conocían a Carolina Cosse antes de su gestión al frente de Antel? No venía del Parlamento ni de las cúpulas partidarias. Venía de la Academia y del mundo de la ingeniería, trabajando para diversas firmas, algunas muy importantes, y con un paso breve por la División de Tecnología de la Información de la Intendencia de Montevideo. Era competente en su disciplina y una frenteamplista más. Hoy, gracias a que alguien la vio, la convocó y desarrolló una gestión destacada como presidenta de Antel, es ministra de Industria y una personalidad política que concita adhesiones en el Frente Amplio para seguir proyectándose. La tercera clave ha sido la inversión. La pública. Si el Estado no hubiese puesto plata en estos proyectos, nunca se habrían concretado. Eso no significa que el sector privado no deba o no pueda participar en la inversión en infraestructura. En un país de nuestro tamaño y de nuestra población, no van a llover las grandes compañías transnacionales con dinero fresco para conectar fibra óptica en todos los hogares y para enchufarte con un tendido submarino de 12.000 kilómetros a Estados Unidos. En muchos casos, tal vez se asocian, porque Uruguay ofrece condiciones políticas y sociales, pero sin una fuerte inversión pública las cosas no hubiesen pasado, ni pasan ni van a pasar. Ninguna gran obra de infraestructura, sea esta tecnológica y de punta, supermoderna o convencional, ni el data center ni una ruta, ni el Antel Arena se pueden hacer si el Estado no realiza el esfuerzo fundamental. Y esas inversiones, que algunos se empeñan en contarlas como gastos superfluos, derroches, o pérdidas, a la larga son las que van a hacer posible que nuestro pueblo, y con ello me refiero a todo nuestro pueblo, y no sólo una parte, pueda proyectarse, y que nuestros hijos en el futuro puedan dedicarse a trabajos desafiantes, creativos, estimulantes y no se pasen la existencia peleando para sobrevivir y llegar a fin de mes, trabajando en cosas que nos les producen ninguna satisfacción, padeciendo su cotidianeidad, sin derecho a disfrutar lo que hacen para ganarse la vida. Hay cosas que distinguen a nuestro país. Una de ellas, de carácter sociológico, es que a los uruguayos nos gusta la igualdad. Nos preciamos de ser más igualitarios que el resto de América Latina. Desconfiamos de la riqueza, de los ricos,  de lo exclusivo. Atraviesa, además, nuestra sociedad un cierto espíritu anticonservador que nos permite ir adelante muchas veces de sociedades más grandes y más poderosas. Desde el voto de la mujer a la venta de marihuana legal en las farmacias, Uruguay ha marcado una tendencia relativamente temprana a la expansión de derechos, a la liberalidad, al progresismo social. Pero entre todas las cosas que distinguen a Uruguay de muchos otros países, quizá la más notables es que los uruguayos creen en lo público. Lo eligen. Las empresas públicas en los rubros en los que compiten, ganan, arrasan por sobre los privados. Por motivos históricos y culturales. Pero también por calidad y por precio. Lo público, lo que ha sido pensado para todos, y no para algunos, lo que no tiene un fin de lucro ni de acumulación de riqueza para los propietarios, sino una finalidad social y de desarrollo nacional,  goza de un prestigio muy superior en nuestro país que en otros países no muy lejanos. Contra ese prestigio se ha enfrentado la derecha. A ese intangible mítico han querido destruirlo por décadas, porque mientras exista, no pueden, encuentran en él un límite a sus propósitos neoliberales y privatistas. Por eso estas grandes inversiones tecnológicas de Antel, además de sus beneficios concretos, operan sobre el imaginario, sobre la autoestima nacional, nos provoca orgullo de lo que pueden las empresas públicas. De lo que puede lo público. Sólo sintiendo orgullo de lo público, eligiéndolo siempre, impulsándolo, fortaleciéndolo, acompañándolo, podremos acercarnos a alguna forma de socialismo.

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