Hay muchos que piensan que un país pequeño no puede ser del todo soberano. La magnitud de la dependencia económica de otros países mucho más grandes y poderosos en el concierto de las naciones supone una cautela obligatoria toda vez que cualquier pronunciamiento oficial, cuyo contenido contraríe el ánimo de las autoridades de una potencia regional o mundial, pudiese acarrear consecuencias desastrosas en las relaciones de intercambio comercial y en el flujo de inversiones extranjeras con el riesgo que ello implica para la salud económica del país y las condiciones de vida de la gente. Este razonamiento extendido y en buena medida compartible ha planteado un desafío complejo para la izquierda uruguaya, que no se ha resuelto de un modo unívoco en los tres períodos de gobiernos. La disyuntiva se presenta cuando pasa algo que por su cercanía geográfica o su dimensión política, simplemente no puede ser ignorado. Ahí se plantean básicamente tres opciones: no meterse, meterse tomando más en cuenta los intereses que los principios o meterse tomando más en cuenta los principios que los intereses. Por supuesto existe la posibilidad de la convergencia entre principios e intereses, como cuando sucede una catástrofe en un país hermano o una célula terrorista comete una masacre en una capital occidental, pero convengamos que ese tipo de situaciones no plantean ningún problema moral, político o económico para nadie. La prisión de Lula ofrece un ejemplo concreto de este problema. Para la izquierda brasileña, la izquierda uruguaya, y me atrevería a afirmar que para la inmensa mayoría de la occidental, el encarcelamiento de Lula (quizá el líder progresista más importante del mundo actual y el principal candidato de la oposición en Brasil de cara a las elecciones de octubre, en la que aparece ganando con facilidad en todos los escenarios analizados por los estudios de opinión pública) representa una arbitrariedad y una persecución con un solo propósito: inhabilitarlo como candidato y consolidar el estado de excepción que se instauró desde el impeachment a la presidenta legítima Dilma Rousseff. Nuestra cancillería y nuestro presidente optaron por no pronunciarse sobre la prisión, manifestarse respetuosos de la Justicia brasileña, y el ministro Nin advirtió que otra cosa sería un suicidio. El año pasado, cuando el impeachment a Dilma, la cancillería hizo un comunicado peculiar en el que se afirmaba que “más allá de la legalidad invocada, el gobierno uruguayo considera una profunda injusticia dicha destitución”. Sin embargo, en dicho comunicado el gobierno se cuidó de no denunciar una ruptura del hilo constitucional y, por supuesto, no utilizó la palabra “golpe”, ni siquiera matizándolo de “blando” o de “nuevo tipo”. A partir de allí nunca se refirió al gobierno brasileño por su condición de usurpador o golpista ni denunció el deterioro de las condiciones democráticas del país, ni siquiera cuando hace unos pocos días asesinaron a la concejala de Río Marielle Franco o cuando la víspera de la reunión del Supremo Tribunal Federal (STF) que analizaría el habeas corpus presentado por los abogados de Lula, un general de reserva y el propio comandante del Ejército lanzaron una advertencia al STF, llegando al extremo de amenazar con intervenir y que correría sangre. Aun cuando se puede comprender la hesitación de Nin a pronunciarse sobre estos hechos, habida cuenta la importancia de Brasil para Uruguay -según sus propias palabras, en la misma declaración de hace pocos días, es en algunos meses el segundo socio comercial del país y otras veces el primero-, no deja de ser insoportablemente incoherente respecto a la actitud que asumiera con Venezuela. En ese caso no tuvo inconveniente en maltratar públicamente a la canciller, definir al gobierno de Venezuela como un régimen autoritario, referirse varias veces a la prisión de Leopoldo López y hasta mencionar que no toleraríamos en Uruguay elecciones con “políticos proscriptos” y, finalmente, convalidar la expulsión de Venezuela del Mercosur y rubricar una declaración terrible de la OEA. Pues bien, ahora queda más que claro que todas esas definiciones admitían cierta relativización, porque cuando se trata de Brasil hemos bajado el copete unos cuantos grados sin despeinarnos, como si todos los que seguimos atentamente la política exterior fuéramos tarados y no nos diéramos cuenta. Otros casos podrían merecer comentarios del mismo tipo. Como emblema cabe citar la declaración extremadamente insulsa sobre la masacre de palestinos en Gaza por parte del ejército israelí, en la que se evita mencionar la nacionalidad de los muertos y la responsabilidad de los matadores semanas atrás, y el silencio de radio sobre la situación política en Argentina, que tiene de todo, desde presos políticos, persecución y espionaje a dirigentes, intervención de partidos de la oposición, hasta asesinato de militantes sociales. Mientras el gobierno hace un culto a la conveniencia a prueba de cualquier convicción de izquierda en sus posicionamientos, el Frente Amplio sí que se ha pronunciado en el sentido esperado por la mayoría de su militancia. E incluso representantes de la coalición, ministros y la propia vicepresidenta han utilizado el espacio público para fijar posiciones claras sobre los diversos temas de la agenda internacional. Así vemos a Lucía Topolansky hablando del caso Lula y de Argentina, advirtiendo sobre las barbas de los vecinos en plena sede del Pit-Cnt; a la senadora Constanza Moreira o el diputado Daniel Caggiani visitando a Milagro Sala; al diputado Gonzalo Civila expresándose sobre la grave situación argentina; los dirigentes del Partido Comunista denunciando la “infamia golpista” en Brasil; el Frente Amplio convocando a una movilización por Lula; y al mismísimo expresidente José Mujica realizando un acto conjunto con Lula, Dilma y Rafael Correa en Santana do Livramento y preparándose para visitar a Lula en la cárcel de Curitiba. Esta multitud de mensajes divergentes sobre hechos idénticos lleva a la siguiente pregunta: ¿es que acaso la izquierda uruguaya ha decidido resolver la disyuntiva optando por las tres opciones a la vez: no meterse, meterse para un lado y meterse para el otro, pero a través de vehículos distintos? Si así fuera, ¿qué esperamos de una conducta esquizoide de este tipo? ¿A dónde puede conducirnos que no sea a la confusión de la gente y a la falta de credibilidad? El problema que sólo circunstancialmente refiere a la política exterior y, por ello, algunos pueden considerar que carece de relevancia es muy importante, porque la coherencia es un valor central y entre todos los atributos que ella tiene, uno de los más importante es que implica coraje y franqueza. Franqueza para expresar lo que se piensa y coraje para hacerlo en todas las circunstancias que lo ameriten y en todas las tribunas, sin ponerle precio a nuestros pensamientos ni someterlos a cálculos ominosos, porque así es como se construye autoridad moral y se ganan espacios de soberanía. A la larga, los pueblos saben valorar la autenticidad y rechazan el oportunismo, la pusilanimidad o la fallutería.
Hacete socio para acceder a este contenido
Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.
ASOCIARME