Por José López Mercao
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La de Juan Lacaze es una historia amarga. La supo describir como nadie José Carbajal, el Sabalero, que saltó a la celebridad con temas como ‘A mi gente’ y resumió la decadencia que avizoró en ‘Blues de los pequeños deshollinadores’, compuesta sobre texto del poeta argentino Raúl González Tuñón.
Es además una historia de larga prosapia. En 1787, Francisco de Medina ‘fundó el primer saladero de América Latina, que exportaba con destino a Brasil, Cuba y las Antillas. Su emplazamiento, donde el arroyo del Sauce desemboca en el Río de la Plata, es precursor de lo que sería la futura localidad industrial de Juan Lacaze.
Muerto prematuramente De Medina, el saladero quedó en estado de completo abandono, hasta que en 1792, el porteño Manuel de Labardén lo refundó, procesando carne de tipo irlandés de primer nivel. Simultáneamente, Labardén introducía en la Banda Oriental los primeros ejemplares de ganado ovino, esquivando la vigilancia de las autoridades virreinales, que desaprobaban esa modalidad de pastoreo.
Hasta 1840, la industria saladeril, cambiando de propietarios, siguió dominando la geografía de Puerto Sauce. Por entonces, el establecimiento pertenecía a Blanco, un emprendedor de cuyo nombre no poseo más datos, salvo el que rememora la cañada de Blanco, que discurre a la entrada del barrio lacacino de Villa Pancha.
Hacia 1886, las tierras adyacentes a Puerto Sauce (o Puerto del Sauce) son adquiridas por Juan L. Lacaze y Cía. Allí, en 1885, se emplaza la Compañía de Piedras y Arenas, dirigida por el constructor italiano Juan B. Medici, quién también construyó una trocha angosta para traer piedras en tren desde Minas. Los insumos cruzaban el río en barcazas y eran utilizados para la expansión edilicia de la ciudad de Buenos Aires.
La génesis de Fanapel no se produce precisamente en Puerto Sauce, sino en 1883, en Montevideo, ubicándose en primera instancia en el predio que hoy ocupa el Club Atlético Trouville, en Pocitos, más concretamente en la calle Chucarro, entre Martí y avenida Brasil. Allí comienza a producir papel en 1885, pero el déficit de aguas dulces la obliga a buscar otra locación.
La genealogía de un polo industrial
En 1898, con un capital inicial de $ 72.000, Fanapel se instaló en Puerto Sauce, produciendo en sus inicios entre 4.000 y 5.000 kilos de papel diariamente y empleando a 180 operarios. En 1903, se establece en la localidad Campomar & Soulas, que estaría llamada a ser la principal firma textil de Uruguay.
La concentración obrera a la que dieron lugar las industrias llevó al incremento de la población y a que en 1909 el poblamiento creado en torno al Puerto del Sauce adquiriera el rango de pueblo con el nombre de Juan Luis Lacaze. En 1920 sería declarado villa y en 1952 se le otorgaría el estatuto de ciudad.
Hasta el año 2013, Fanapel empleaba más de 1.000 operarios, exportando a 22 destinos, pero comenzó a entrar en un acelerado proceso de contracción. Se deshizo de su área forestal, vendiendo más de 7.000 hectáreas de eucaliptus en el departamento de Colonia y dejó de producir celulosa para pasar a comprársela a UPM, argumentando razones de costo. Simultáneamente cerró dos plantas, prescindiendo de 200 trabajadores.
En mayo de 2007, el grupo forestal Tapebicuá –un grupo argentino que maneja una tercera parte de ese mercado– adquirió 97,6% del paquete accionario de Fanapel por US$ 45 millones. La compra involucró también a otras dos empresas radicadas en Argentina, que junto a Fanapel conforman el Grupo Celulosa Argentino.
El mismo está conformado por la papelera de Juan Lacaze y por las empresas Centro Industrial Virasoro y Centro Industrial San Charbel, emplazadas en la orilla vecina. El hecho de que Fanapel integrara este grupo impidió que se le cerrara el mercado argentino durante el gobierno de Cristina Fernández, que en su empeño por proteger la producción nacional impidió la introducción al país de papel de origen chino y europeo.
La conmixtión con el Grupo Celulosa Argentino permitió a Fanapel, que coloca más de 90% de su cupo exportable en el mercado argentino, beneficiarse con ese régimen. Más allá del impacto negativo que implicó en su mano de obra –no en sus ganancias– la irrupción de UPM, los años 2014 y 2015 fueron de excepcional bonanza. En ese bienio se marcaron niveles récord de exportación a Argentina con una versatilidad productiva que abarcaba papeles para impresión y escritura (estucados y no estucados), papeles tissue y papel para embalaje, a lo que se agregaba el tradicional papel para fotocopiado (Fanacopy).
Entre Cristina y Mauricio
Pero la asunción de Mauricio Macri cambió por completo los ejes de la política comercial argentina, abriendo las puertas del país a las exportaciones chinas, que con precios de dumping (por debajo de los costos de producción) irrumpió en el mercado barriendo con la competencia vernácula.
En la tríada que compone el Grupo Celulosa Argentino, el principal damnificado fue Fanapel, que en el ejercicio cerrado el 31 de mayo registró una caída de 9% en su producción.
Las señales que emitió su directorio no pasaron inadvertidas para el sindicato. En mayo de 2016 comienzan a instrumentarse seguros de paro rotativos, se suprimen turnos y la empresa da cuenta del déficit que amenaza con volverse crónico. Las pérdidas, según la misma, ascienden a US$ 450.000 por mes y Fanapel amenaza con no estar en condiciones de cumplir con el convenio suscrito con el sindicato por el período de tres años (hasta 2018). El mismo contempla incrementos salariales entre 10% y 12% para las distintas categorías de operarios. En ese lapso, además, se pierden 100 empleos directos y 60 indirectos.
Si bien el mercado argentino es excluyente, Fanapel también pierde el chileno –al que exportaba fundamentalmente papel estucado– por idénticas razones por las que fue borrado del argentino. Empero, durante 2016, siguió exportando pequeños volúmenes a Brasil, Paraguay y la zona franca de Nueva Helvecia.
En diciembre, la crisis se precipita y todo el personal es enviado a seguro de paro. Para justificar la medida, Fanapel publica la relación de costos exigida para producir una tonelada de papel, que está en el orden de los US$ 988 dólares, muy por encima del precio con el cual China vuelca su producción al mercado argentino. De ese monto –siempre de acuerdo a la empresa–, US$ 150 millones son destinados a salarios, US$ 179 millones se gastan en energía y el resto se reparte entre materia prima y productos químicos.
Frente a la inminencia del cierre, UTE ofrece a Fanapel eximirlo del pago del 25% de los costos energéticos, pero con eso no alcanzaba.
El sindicato no cuestiona las cifras que aporta la empresa ni niega que el cierre tenga que ver con esas contingencias. No obstante, denuncia que Fanapel paraliza la planta, pero al mismo tiempo importa papel desde Argentina. Alega además que la empresa ignora al sindicato y apela al doble discurso, diciendo una cosa ante las autoridades en la capital y comunicando otra a los trabajadores. Insta al Estado, del cual Fanapel es uno de los proveedores más importantes, a no comprar el papel para fotocopias que importa y exige que las negociaciones con el MTSS se realicen de manera tripartita y no en régimen de cuarto intermedio. Percibiendo a dónde llevaría el declive, insta al Estado a subvencionar la celulosa utilizada por Fanapel en el proceso productivo. Pero todo es inútil.
El 13 de febrero se comunica el cierre y los consecuentes despidos, que llegarían a ser 300, incluyendo 260 empleos directos y 40 indirectos. Poniendo la frutilla en el postre, la papelera anuncia su intención de pagarlos en doce meses. Reunido en Asamblea, el sindicato declara a Juan Lacaze en estado de “emergencia social”.
En cuanto a otros aspectos, la empresa está al día con los salarios y los aguinaldos y tiene tiempo para pagar licencias y otros beneficios aún no erogados. Pero al margen de ese prolijo estado de cuentas, el trabajo se va y Juan Lacaze recibe el tiro de gracia.
Tabaré y UPM
Prácticamente en el mismo momento en que se comunicaba el cierre de Fanapel, el presidente Tabaré Vázquez, en el curso de su gira europea, se entrevistaba en Helsinki con la gerencia de UPM para negociar la instalación de una tercera pastera en suelo uruguayo.
De concretarse el acuerdo, seguramente la construcción de la planta insumiría –por un tiempo limitado– un contingente importante de operarios e induciría una fugaz prosperidad en la zona en que se emplazaría (según lo estimado, en el centro del país, en las cercanías de Paso de los Toros). Luego, el panorama sería similar al que hoy se advierte en Fray Bentos, a saber, que la planta opera con un mínimo de personal y que las plazas de trabajo se perderían con la misma rapidez con que se crearon.
El curso que van tomando los acontecimientos convoca a la reflexión. Se busca atraer inversores que por su actividad exportable inducen alguna mejora en los saldos exportables y, por añadidura, un pequeño porcentaje de incremento del PIB, pero al mismo tiempo se matan industrias nacionales que absorbían idénticas –o mayores– dotaciones de personal que los foráneos y que además seguían paso a paso todos los tramos de la cadena productiva, generando valor agregado al producto. Al operar en condiciones de monopolio, contar con exenciones fiscales que no poseen las empresas nacionales (para las cuales no existen cláusulas de salvaguarda) y operar también –aunque no principalmente– en el mercado interno, arrastran en su expansión a las industrias nacionales, a las que condenan al cierre, a la primarización o a reconvertirse, dejando de ser usinas de producción para pasar a engrosar la ya nutrida lista de importadores. Por el camino queda el trabajo.
***
Agolán: ni el tiro del final
La otra industria que dinamizó la actividad industrial de Juan Lacaze fue la textil Campomar & Soulas. Instalada en 1903 tuvo tanta o mayor importancia que Fanapel en el desarrollo del polo industrial que hizo del poblamiento de Puerto del Sauce uno de los orgullos nacionales del siglo XX. Tras atravesar las penurias comunes al sector durante la década del 80 y comienzos de los 90, Campomar & Soulas cerró en 1993. Notablemente disminuida en personal respecto a tiempos mejores y con graves problemas de competitividad, su gestión pasó a la órbita de la Corporación Nacional para el Desarrollo (CND), adoptando en este nuevo ciclo el nombre de Agolán. Logró mantener mercados en Brasil, en Chile y en Argentina, siendo la única fábrica de la zona que producía lana cardada. Pero sus debilidades de gestión eran notorias. Por ejemplo, tenía una estructura directriz encabezada por cinco gerentes que cobraban US$ 8.000 per cápita. Una remuneración que parece un chascarrillo para una empresa a la que se había puesto bandera roja.
Difiriendo en el tiempo su inexorable decadencia, en 2010 se le concedió un préstamo de US$ 2,4 millones y el año siguiente se redobló la apuesta inyectándole US$ 4,5 millones. En 2013 el entonces presidente José Mujica resolvió cerrarla. Quedaron 206 operarios en la calle. Los restos de aquella industria emblemática comenzaron a ser gestionados, con poco personal y mucho empeño, por la Cooperativa Textil Puerto Sauce (Cuopyc), a la que se otorgó un préstamo de US$ 1,69 millones y que viene remando contra la corriente desde entonces.
Con el cierre de Fanapel y Agolán, la situación de Juan Lacaze se volvió dramática. De acuerdo al censo nacional de 2011, tenía 12.816 habitantes, 3.000 de ellos jubilados, con pasividades por encima del promedio, por ser herederos de los tiempos en los que el trabajo y las buenas remuneraciones eran marca distintiva de la ciudad industrial.
Parte del contingente de los desocupados de Agolán hoy trabajan en la construcción de la planta de Montes del Plata, en Conchillas, distante 70 kilómetros de Juan Lacaze. Pero es un empleo a término.
Hoy en Juan Lacaze la preocupación ha dado lugar a la desesperación. Sus habitantes, que durante un siglo generaron la riqueza y los valores de la localidad y del país, ven que su ciudad pronto se convertirá en un pueblo fantasma. No le faltan razones para pensar que en breve sólo la Fiesta del Sábalo será el melancólico testimonio de esplendores pasados.